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Antón Castro

IRENE ANTÓN: UNA LECTURA DE JEAN GENET

IRENE ANTÓN: UNA LECTURA DE JEAN GENET

La editorial Errata Naturae acaba de publicar ‘El niño criminal’ de Jean Genet, compuesto por dos temas que le han marcado la vida: la idea y la sombra del crimen, y la homosexualidad. Es un libro intenso y breve, estremecedor en ocasiones, el libro de un iconoclasta de extremada sensibilidad que aborda los temas descarnadamente. Este libro lo ha prologado y traducido la editora Irene Antón –que el otro día me mandaba un fragmento del delicioso ‘Diario del primer amor’ de Leopardi-; le pido que me envíe un fragmento de su introducción.

 

 

PRÓLOGO A ‘EL NIÑO CRIMINAL’

 

Irene ANTÓN

Pensar merece la pena si provoca, no tanto una captura de las cosas pensadas, como un extravío de aquél que conoce. Así Foucault. Pero ¿qué ocurre si el que conoce, si el que piensa, si el que escribe está ya extraviado, si no consigue encontrarse? Tanto mejor. La necesidad entonces no es ficticia, no es inventada, no es mera postura especulativa, impostada e intelectual, articulada para encontrar lo que de todos modos ya se sabe, se prevé, lo que se había calculado encontrar. Entonces, el que piensa y escribe, realmente busca, se arriesga y se expone. 

Ésa es exactamente la postura de Jean Genet en los dos textos que se ofrecen a continuación. Ambos hacen explícito el desplazamiento de un lugar a otro, el cambio de situación, la difuminación del mundo que se conocía previamente. Son el gesto —dos gestos como dos manos que se mueven, cada una en su tiempo, pero acompasadas y constituyendo, por tanto, como un reflejo, como un eco, un único gesto— de paso de un mundo a otro, un gesto de salida: la salida de la cárcel y de sí mismo. Como embarcarse, como arrojarse a la inmensidad. Sin destino predeterminado. Ambos textos son el producto de una profunda crisis, de una dislocación radical. Y en este contexto la palabra dislocación no es baladí. La inmensidad, aunque mera figura retórica, tampoco. Pensemos que Genet siempre se había concebido a sí mismo como perteneciente a un lugar ideal, la cárcel, que ahora ha desertado para siempre. Pocos lugares hay tan cerrados, rígidos y determinados como la cárcel, pocas estancias tan angostas y aisladas como una celda. Sin embargo, ese entorno, y sólo ése, proporcionaba a Genet la soledad y la concentración perfectas, le procuraba la fórmula exacta que necesitaba para escribir. Allí se encontraba exactamente en el lugar en el que le gustaba encontrarse: alejado de los hombres, su cotidianidad y sus normas. Y cerca de quienes pueblan las prisiones.

 

[…]

 

En los años que cubre esta profunda crisis, de 1947 a 1954, Genet se siente extraviado, dislocado. Los textos breves que aquí se presentan señalan los límites de esta crisis: el primero está escrito en enero de 1948 y el segundo se publica en 1954. Pero no sólo son importantes en tanto que marco de esa crisis, sino que en ellos Genet se entrega, de manera más explícita y depurada que nunca —es decir, sin distraerse con la trama argumental de una novela y sin la necesidad de crear personajes ficticios—, a la comprensión de los dos temas que mayor peso han tenido en toda su obra: el crimen y la homosexualidad.

Tal y como él mismo considera y teme, podríamos pensar que ha perdido la contundencia de la época de sus grandes obras; sin embargo, estos textos responden a un nuevo modo de enfrentarse al mundo. Sus palabras edifican posiciones arriesgadas, son respuestas a esa nueva situación que, con intensidad, abren otras cuestiones. Sin dejar de mirar al pasado con nostalgia, ambos textos constituyen una tensión que se dirige hacia una obra mayor, se proyectan hacia el futuro desconocido. Actualizan el gesto inicial por el que Genet comenzó a escribir.

 

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