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Antón Castro

'EL CORAZÓN DE LOS CABALLOS': AVANCE

'EL CORAZÓN DE LOS CABALLOS': AVANCE

* Hace algunos años, el escritor Miguel Ángel Muñoz, autor de ‘El síndrome Chejov’, título de uno de los mejores blogs de la red, viajó a Benasque, Huesca, para recibir un premio literario de relato. De aquella visita nació esta novela, ‘El corazón de los caballos’, que acaba de aparecer  en el sello Alcalá. Este es el primer capítulo de la novela.

 

 

 

 

 

 EL CORAZÓN DE LOS CABALLOS

                                  

     

  MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

 

 

 

ASIE

                                              

16  y 17 de Diciembre de 1.995

 

 

La rabia o la mezquindad no agregan nada

al teorema de Pitágoras.

                                    Ernesto Sábato

 

 

 

PEAJE

 

Al ver la cabeza de Eva, bien cortada, sobre la reluciente bandeja de plata, sentí por primera vez deseos de besarla. Despegar sus párpados y asomarme dentro, esperando encontrar, otra vez, su mirada de niña bruja. Comprobar que seguía esperando el comienzo de la lección, que aún no había llegado el verano, que no temíamos a nada. El camarero que la había subido hasta la habitación para dejarla en la mesita, a la derecha de la cama desde donde yo la miraba, me hacía una reverencia y se retiraba. Cerraba los ojos, para comprobar hasta qué punto era cierto que la cabeza de Eva, la rubia Eva a la que todos deseaban, estaba ante mí, esperando el tacto de mis dedos. Contaría hasta cinco y abriría los ojos, para descubrir hasta qué punto aquello había ocurrido realmente.

Y cinco. Abro los ojos y veo la casa de dos plantas en el antiguo barrio. Mis padres la han vendido para regresar a la ciudad que abandonaron cuando jóvenes. Entonces recuerdo que tengo que llamar a mi madre. Recorro España sin que ella lo sepa, y si ocurriera una desgracia, si yo muriera o matara a alguien, ella lo descubriría casualmente, a través de un programa de televisión, o gracias a un chisme contado en el barrio, de tienda en tienda.

Y tres. Despierto del todo. Andrés sigue conduciendo a mi lado y me señala los enormes paneles azules de la autopista. Estamos a un kilómetro del área de descanso. Necesitamos parar, tomar algo, interrumpir un viaje que cumple diez horas continuadas. El coche tiene gasolina suficiente para llegar a su destino: Asie, en el Pirineo de Huesca, cerca de la frontera con Francia.

—Será mejor que comamos —dice.

—¿Por qué he venido contigo, por qué no me has convencido para que siguiera camino de Gerona?

—Es tarde, Víctor, será mejor no pensar demasiado en ello.

Andrés se había ofrecido a dejarme en Tarragona. Él continuaría solo hasta Asie. Al fin caminos separados, ¿ese era el final preparado de su historia? Le había hecho creer que seguiría su consejo de visitar a mi abuelo, la única persona de mi familia que podía proporcionarme dinero para contratar un buen abogado que me defendiera en el juicio. Si seguía negándome a recibir una ayuda clara, si persistía en el camino de inmolación que había elegido, cuando llegara el momento de enfrentarme a la ley estaría solo. Se avecinaban días sombríos, sin Andrés a mi lado, y con mis padres desconociendo todo lo que me había pasado unos meses antes: aquel final violento, a consecuencia del cual había sido expulsado de la facultad de Matemáticas, lo que me impediría trabajar, ahora o en el futuro, en ninguno de sus departamentos.

Cuando parábamos en los peajes de la autopista volvía la cara hacia la derecha para que el cajero no pudiera apreciar mis ojos hinchados y el rictus amargado. Sin dinero, sin trabajo y también sin él. Me sentía como un personaje de los que Andrés creaba para sus historias, que hubiera sido apartado de repente a un margen oscuro de la trama principal. Había insistido en acompañarle durante el viaje, con la excusa de la bifurcación a la altura de Tarragona, alentado por la esperanza improbable de conseguir, antes de llegar allí, una prórroga, una nueva oportunidad para demostrarle que podría superar mi depresión y que no supondría un obstáculo a su flamante carrera como escritor. Me dejó hablar, simuló escucharme con atención mientras conducía. Repasé, punto por punto, todo lo ocurrido entre nosotros en los últimos dos años. Intenté hacerle comprender cómo habíamos llegado hasta allí, hasta ese coche en el que dialogábamos a la manera de dos amantes civilizados que reflexionan con candidez y respeto sobre las razones de su fracaso. Andrés, sin embargo, me repetía una y otra vez que habíamos agotado todas las oportunidades, y aunque siempre podría considerarlo mi amigo en caso de necesidad, como me repetía teatralmente, seguía preocupado, más que nada, por las consecuencias que podrían derivarse del juicio. «Tienes que conseguir al menos que, si te cae algo por la agresión, sea lo menos posible, y te permita volver cuanto antes a la universidad», y me regocijaba aparentando ante él un siniestro desinterés hacia todo lo que me había ocurrido: la amputación brusca de lo que siempre había luchado por construir con el nombre de futuro, el porvenir del que mi padre hablaba con obsesión, y que yo me había acostumbrado a desear como lógico premio a mi talento.

Andrés se comportaba con frialdad. Molesto por la petición que le había hecho de que me dejara asistir con él a la entrega de premios, los dos días gloriosos que le aguardaban, como una concesión final a todo lo que nos había unido, antes de desaparecer para siempre de su vida, sólo la contemplación piadosa de mi deshecho estado de ánimo le había convencido de que tal vez era mejor no dejarme sin más en una estación de cercanías para que me subiera en el tren a Gerona, a expensas de un derrumbe definitivo. Le prometí que desde Asie tomaría un autobús hacia la casa de mi abuelo, una vez se celebrara la entrega de su premio literario, el «Villa de Asie», que Andrés había obtenido con «Cuerpos ajenos, lugares secretos», el libro de relatos en el que había estado trabajando durante el último año y medio. «Ven conmigo si quieres, no me importa, pero pienso que es un error», concedió al final.

 

 

 

En realidad, todo había sido un gigantesco error que me había llevado a confiar equivocadamente en mis posibilidades de forjar una buena carrera en el campo de la investigación matemática. Superé la carrera con brillantez. Hasta que acabé la licenciatura, mi abuelo me había ayudado con una pequeña asignación mensual, completando lo que me mandaban mis padres. Ese dinero me evitó tener que buscar algún trabajo a tiempo parcial que me habría distraído de mi tarea principal: acaba los estudios con las mejores notas posibles.

El dinero se había convertido en el único vínculo con mi abuelo. A veces le escribía, aunque nunca le di demasiados datos de mi vida universitaria. Él entendía que el motivo de aquellas cartas era la petición de más cantidad de dinero, y no tardó en contestarlas con creciente frialdad. Al cabo de tres años desapareció incluso ese vínculo epistolar. Había comenzado a darme dinero al poco de visitarle por última vez en la Costa Brava, el verano en que viví en su casa y preparé la selectividad. Fue entonces cuando me prometió que nunca me faltaría dinero para acabar los estudios.

«Velaré porque tengas siempre libros que leer, restaurantes a los que invitar a tus amiguitas -¡supongo que ya habrás hecho algunas amistades!-, buenos filetes que comprar. Piensa que esa ciudad se convertirá durante cinco años en tu nueva patria, lejos de tus padres. No seas avaro. Cuéntame cosas tuyas, háblame de lo que te ocurra y se te ocurra. Te guardaré el secreto. Ya sabes que tú padre y yo no nos llevamos bien», decía en una de sus primeras cartas, reclamando una confianza a la que  nunca correspondí.

 En realidad, mi padre me había prevenido contra él. Nunca me confió el motivo de su distanciamiento, aunque siendo niño me concedió el deseo de que fuéramos a visitarle durante el verano. Vivía en una magnífica casa junto a la playa, en la Costa Brava. Había hecho mucho dinero como constructor de urbanizaciones con piscina y pistas de tenis. Se alegró de que le visitáramos y durante los días en que estuvimos allí extendió sobre nosotros un manto seductor que procuraba la rendición sentimental de mi padre. Que hiciera las paces con él. El viaje acabó resultando un desastre. Aunque mi padre acudió con la mejor voluntad, descubrir que mi abuelo vivía con Sonia, una atractiva mujer de menos de cuarenta años, más joven que mi madre, con un pelo moreno que le alcanzaba la cintura y unos bikinis que se le clavaban en las ingles, le ofendió profundamente. Mi abuelo apenas había soportado tres años de viudez, «un luto excesivo», según mi abuelo, y «un acto imperdonable», en opinión de mi padre, que nunca esperó encontrar a una mujer en aquella casa, ocupando el lugar que correspondía a su madre, o al menos a su memoria. 

Aquella fue la culminación de sus problemas y el comienzo de un definitivo silencio entre ambos. Seguramente, apenas un símbolo de una pelea familiar incubada a lo largo del tiempo, y que para mí es parte de un secreto, algo que sólo puedo imaginar, y de lo que no necesitaba, a estas alturas, explicaciones. Andrés me recomendó que tomara aquel viaje para reencontrarme con él como un modo de descubrir la naturaleza de aquellos problemas familiares y, tal vez, empezar de nuevo.

Nunca indagué en sus asuntos porque me parecía el modo más lógico de que no se entrometieran en mi nueva vida. Ni mis padres, que me daban los ánimos para estudiar, ni mi abuelo, que me proporcionaba el dinero necesario para no pasar apuros.

Tampoco protesté cuando, apenas acabé el último curso de carrera, después de un último año en que la cantidad había ido mermando, su dinero terminó por desaparecer. Andrés confiaba en que si ahora yo le hablaba de mi situación judicial, mi abuelo se ofrecería sin dudarlo a ayudarme. Fingí que me había convencido, aunque en realidad dudaba incluso de encontrarle en su casa a mi llegada, junto a la sensual Sonia, que diez años después sería ya una mujer madura. Tal vez el tiempo pasado hubiese dulcificado la gran diferencia de edad entre mi abuelo y ella.

Pero nunca pretendí que ese viaje hacia la Costa Brava tuviese fin. Era una treta desesperada para prolongar un poco más el diálogo con Andrés, nuestra conversación sentimental, que yo no era capaz de terminar. Él, por su parte, buscaba ponerme en unas manos familiares que pudiesen salvarme de un desánimo irreversible. Cierto sentimiento de culpabilidad le hacía temer a Andrés el momento en que me abandonara sin más para continuar su camino, diáfano una vez yo desapareciera de su lado.

*Uno de mis pintores favoritos es Theodor Gericault. Este es uno de sus mejores cuadros; curiosamente el autor de 'La balsa de la Medusa', obra maravillosa que vi en el Louvre, falleció a consecuencia de una caída de un caballo.

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