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Antón Castro

FRAGMENTO DE 'ANDÁBATA'

FRAGMENTO DE 'ANDÁBATA'

 

ANDÁBATA-  OLGA BERNAD

 

FRAGMENTO DEL CAPÍTULO “MARIPOSAS A SUS ÓRDENES”

 

Por Olga BERNAD

Acababa de cumplir trece años y empezaba la primavera. En ese preciso instante, aún no sabía qué cruel es abril. Fue un abril frío, pero yo estaba jugando a baloncesto y tenía calor. El baloncesto es un juego rápido y te envuelve, te hace pensar y, a la vez, no te lo permite. Sigues sin pausa el balón deseado, te enreda la voluntad si sabes entregarte: fuerza y reflejos, aguante y rapidez, engaños, las ágiles cinturas, el salto hacia delante, el lanzamiento y esa gloriosa manera de acertar, el ruido del balón venciendo el hueco de la red y, luego, el breve aplauso que es como una tregua. El balón para el otro y continuar; más lucha, diversiones, enfados, el dolor del cansancio y la alegría del partido. Yo me concentraba tanto que me olvidaba de mí misma. Alguna vez paré y me di cuenta de que el agotamiento estaba a punto de hacerme vomitar, pero nunca le oía acercarse porque siempre jugaba con los cinco sentidos, porque íbamos perdiendo y eso puede cambiarse, porque íbamos ganando y eso es frágil hasta el final.


Llevaba aquellos pantalones de las niñas de antes, los azules de espuma, cortos y ajustados, la camiseta blanquísima, las medias largas hasta la rodilla y las John Smith que me daban suerte. Llevaba el pelo suelto y la sangre alborotada, y el esfuerzo hacía que me ardiesen los ojos y los labios y la punta de los dedos. Tenía mucho calor.


Logré rozar el balón en un pase muy torpe, la mano surca el aire y lo consigue, rompe la voluntad del contrario; toqué la piel rugosa de aquel balón pero no pude atraparlo. El silbido del árbitro sonó a la vez que mi fastidio, y yo corrí a recuperar el balón perdido, lo lancé con rabia contra el suelo antes de devolverlo con un golpe violento hasta la pista. Entonces le miré. Y él me miraba. Me miraba desde hace mucho tiempo, estaba claro. Aquel hombre me miraba de cerca y desde lejos. Me miraba. Era alto y me miraba en silencio, con una calma rara, quieto y callado en el margen de la cancha. Recuerdo la cazadora verde con la cremallera subida hasta arriba, las manos en los bolsillos, la tensión felina que sostenía sus hombros completamente inmóviles. Mirada interceptada. Fue como una exigencia y una súplica, y un ejército de mariposas a sus órdenes se metió en mis pulmones y llegó hasta mi estómago, un golpe de sangre me inundó las mejillas y no tenía nada que ver con el rubor, pero también, y también con un extraño orgullo. El corazón me latió debajo del ombligo. Me incliné ante él, apoyé las manos en las rodillas como una jugadora más, lo que ya no era, y recé por mi aliento.


No sabía entonces que en los breves segundos que pasaron mientras mi respiración se recuperaba y yo volvía a levantar la cabeza, se me estaba escapando la inocencia. Seguí jugando a baloncesto, seguí jugando en las conversaciones de mis amigas a tenerles miedo a ellos, y seguía temiéndoles, pero ya sabía que el deseo se iba a burlar del miedo cualquier tarde y que yo era capaz. Esa mirada llamó a todas las puertas, con su ritmo nuevo de selva antigua aparecida en medio de un campo de baloncesto. Tambores para mí, vibraciones sin ruido, olor de pólvora, y yo con un sabor metálico en la boca de boticaria inquieta que acaba de chuparse un dedo envenenado. Supe lo que quería: quería más. Esa conciencia clara, y la conciencia de que no podía decirlo, me hizo sentir mayor y sucia. Fuerte y débil. La fuerza que nos da lo que aprendemos, la que nos quita una pureza que nunca tiene dos oportunidades en la misma persona.


Después fueron cayendo las miradas de los hombres como la lluvia sobre un campo mojado.

Dejé de jugar a baloncesto, niñas nuevas formaron el equipo del colegio mientras yo paseaba, camino al Instituto, con novios y carpetas. Luego la Facultad y las oficinas y todas esas cosas que nos pasan. Alguna vez le veo caminar por el barrio. Me observa y me recuerda, pues ya nos conocíamos. Pasará los cincuenta. Yo arrastro el peso de mi alma por la acera, acaricio torpemente las llaves del coche. “Hola, guapa”.


Creo que no sabe nada.

 

 

*Olga Bernad, autor ade ‘Caricias perplejas’, acaba de publicar su primera novela. Un día, el traductor, poeta y editor Antonio Rivero Taravillo leyó varios fragmentos del libro. Olga lo concluyó y en muy poco tiempo le ha preparado una bella y elegante edición. Este texto es un fragmento del libro. La foto es de Iosif Badalov.

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