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Antón Castro

ANTONIO BÁEZ: UN CUENTO

ANTONIO BÁEZ: UN CUENTO

Antonio Báez me envía este relato. Antonio Báez ha publicado un libro de relatos titulado ‘Mucha suerte’, una novelita corta, ‘La memoria del gintonic’, y ha participado últimamente en la antología de Fernando Valls, ‘Mar de pirañas’ (Menoscuarto), centrado en el microrrelato.

 

 

LECCIONES DE NOVELA

 

Por Antonio BÁEZ

  

La conocí en un curso del INEM sobre ofimática que creí que nunca me serviría para nada y suponía que tampoco a los otros.  Me pagaban por ir todas las tardes y para demostrar la asistencia a última hora pasaban un papel de firmas, que era en lo único que pensábamos la mayoría: en que llegara el momento de que el papel apareciera y a continuación buscar la manera de escaquearnos y salir de allí pitando. No obstante, había quien era aplicado y se entregaba al aprendizaje con una fe conmovedora, cuando no excesivamente ingenua. Mi vida en aquella ciudad dependía de ese dinero y de lo que sacaba dando clases particulares. Ella estaba en el grupo de los que pensaban que aquello les serviría para algo y al principio no era receptiva a los comentarios malévolos que empezó a gustarme hacerle. Nuestra relación se inició a partir de dos perspectivas absolutamente contrapuestas. El curso adquirió, entonces, para mí, una nueva dimensión que me lo hacía más llevadero. Ya no sólo tenía en mi horizonte el dichoso momento de la firma y la subsiguiente fuga. Esperaba ahora también el momento del café a media tarde para charlar con ella. Había días, sin embargo, que cruzábamos sólo un par de palabras. Me recriminó en una ocasión mis huidas.

-Si tú me firmases, le dije un día, no tendría que escapar de un modo tan vergonzoso.

-Tienes una cara muy dura, me dijo ella.

Y eso me gustó muchísimo. La distribución de papeles quedó absolutamente clara: yo me mantuve en mi postura cínica y ella se reafirmó en su interés por cualquier cosa nueva que pudiese aprender allí. Como ninguno de los dos se planteó ceder terreno, o al menos fingirlo, enseguida quedaron descartadas las oportunidades para el coqueteo físico o sentimental. En aquella época era una chica del montón, pero a mí las mujeres del montón, incluso las que se suelen colocar por debajo de él, me han interesado siempre, siempre y cuando no me aburriesen. Ella no me aburría, aunque se hallaba al límite. Había algo más allá de su fe y optimismo que en ese momento yo no sabía discernir. Para mí que eran ganas de pasarse al otro lado.  Quizás me gustaba y no estaba dispuesto a reconocerlo.

El curso por fin acabó y, aunque intercambiamos nuestras direcciones y forma de contacto, no volvimos a vernos. Emi, que así se llamaba, tenía teléfono, yo no. Me contó que vivía con su padre, jubilado por enfermedad, y según sus propias palabras, amargado desde que le habían cortado una pierna, y sus hermanos, a los que no se refería con gran aprecio. Nunca hablamos, que yo recuerde, sobre la política más convencional, pero insistía en exponer sus ideas feministas, por lo que creo que sus antipatías familiares quizás tenían que ver con el modelo de educación machista en el que se habían educado. Al parecer la madre había muerto no hacía mucho. Pues bien, no sólo la perdí de vista. La olvidé al tercer día de no verla.

Mi vida se hallaba entonces en una encrucijada de decisiones, había acabado una carrera inútil, absurda, cuya salida más inmediata era convertirme en profesor de instituto, si era capaz de aprobar unas oposiciones, pero también podía dedicarme a escribir, intentar vivir de eso. No conocía a nadie que viviese de escribir. Durante todos aquellos años de facultad nunca tuve contacto con otros estudiantes a los que les interesara la literatura, mis amigos no sentían demasiado aprecio por los círculos de aspirantes a poetas o novelistas, y yo, como así demostré, tampoco.

Empecé a escribir una novela, seguí dando clases particulares y descubrí que tenía cierta gracia para vivir en casas que no eran la mía, así que me ahorraba el alquiler. Recuperé la máquina de escribir que se había quedado en casa de mis padres, en la que ellos habían puesto todas sus aspiraciones, cuando nos la regalaron a mí y a mi hermano por Reyes hacía ya bastantes años. Mi hermano nunca halló en la máquina nada digno de su curiosidad y se marchó de este perro mundo sin apenas haberla mirado de reojo. Yo, muy impertinente, exigí el correspondiente manual de mecanografía, que mis padres no tardaron en comprar, con la esperanza de que aquella habilidad me convirtiese en el primer hombre de oficina de la familia, que hasta entonces había sobrevivido gracias a la fuerza del músculo. En fin, creo que con buen criterio, entendí que si quería ser escritor, ya entonces pensaba en esa posibilidad, debía tener en cuenta la mecanografía.

Era una Olivetti muy poco práctica y en ella mecanografié, con gran esfuerzo muscular, mi primera novela. Al cabo de siete años le puse la palabra fin al final.

Me enteré de que se convocaba un premio literario desde el ayuntamiento. Era el premio Ciudad y me parecía que mi historia, al ser urbana, negra y existencialista, podría cuadrarle. Presidiría el jurado, según las bases, la concejala de cultura, doña Emilia No Sé Qué Más. Resulté finalista y me convocaron para la entrega del premio a una cena en el mejor hotel. Eché mano de mi encanto para pedir prestada una corbata,

-toma, mi marido ya no la usa,

y para que me hiciesen el nudo,

-ay (pellizco incluido en las nalgas, las mías) mi escritor favorito,

aunque no hubiese leído ni una sola línea no ya mía sino de nadie.

Era la corbata más fea del salón Emperador, pero me parecía que aquel bigote faulkneriano que me había dejado para la ocasión suplía cualquier carencia protocolaria. Los finalistas compartíamos mesa con el ganador, que antes de que se abriese la plica ya estaba recibiendo parabienes y felicitaciones. Me fijé en su corbata. Fue toda una lección de literatura que apliqué más tarde. Y no tenía bigote, que fue otra.

En la mesa de al lado se sentaba el jurado del premio presidido por la concejala de cultura. Fue ella la que vino a saludarnos.

-Enhorabuena a todos, nos dijo, habéis escrito unas novelas estupendas, pero sólo uno podrá llevarse el premio.

Todos miraron al ganador con envidia y recelo, pero yo no podía apartar la mirada de la concejala. La reconocí inmediatamente, sin embargo, ella no parecía reparar en mí. Doña Emilia No Sé Qué Más, Concejala de Cultura del Ayuntamiento y Presidenta del Jurado de Novela Ciudad, era aquella Emi que yo había conocido años atrás haciendo un curso de ofimática por el INEM.

El ganador recibió el galardón con gran sorpresa, tuvo el santo temple de decir que no se lo esperaba. En las copas posteriores a la cena me acerqué a la señora, o señorita, concejala y le pregunté si no se acordaba de mí. Era evidente que no. Al principio hizo memoria frunciendo las cejas, pensé que quizás me buscaba en sus encuentros más recientes de cama. El caso es que mi cara le sonaba muchísimo,

-¿de algún libro ya publicado?, me preguntó.

-Soy inédito, le dije.

-¿No te acuerdas de un curso de ofimática hace ya unos cuantos años?, añadí.

Entonces le pregunté por su padre inválido y por sus hermanos. Ah, ah. Ah. Se le hizo una luz, claro,

-claro que sí, eres tú.

Me dijo que su vida había cambiado mucho desde que se había metido en política. Trabajaba veinticuatro horas, organizaba recitales, conciertos, encuentros, premios, y decía que el mundillo le gustaba, como si yo ya formase parte de ese mundillo.

Salimos del salón Emperador y en los jardines del hotel nos empolvamos la nariz.

-Me alegro de verte, me dijo antes de dejarse arrastrar por alguien del mundillo.

-Ven a verme cuando quieras al ayuntamiento, insistió.

Recibí aquel día impagables lecciones de novela que completaban el ciclo iniciado con la mecanografía.

-Tienes que cambiarle el título, es lo único que le falla, me dijo. Buscaremos algo que refleje bien el alma de lo que has escrito.

En la siguiente convocatoria gané el premio Ciudad. Al recibir el galardón, sinceramente, no me lo esperaba, entendí que ya no había para mí camino de vuelta, que aquella carrera no era circular.

*Las dos fotos son de Jean Loup Sieff.

 

 

 

 

 

 

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