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Antón Castro

RAFAEL MONEO: UN DIÁLOGO

RAFAEL MONEO: UN DIÁLOGO

«La arquitectura de calidad no se hace sentir mucho»

«Procuro que mis obras se disfruten con una construcción ajustada y pulcra»

«Querría mantener el espíritu inquieto y atento con el que hice la Fábrica Diestre»

«La vida y la evolución de un arquitecto están ligadas al viaje»

 

Rafael Moneo fue el Premio Príncipe de Asturias de las Artes de 2012, que ha sido definido como «un arquitecto español de dimensión universal». Aquí hace un viaje por su trayectoria y explica su labor en Fábrica Diestre, su primer proyecto, o en el complejo Aragonia. Dio, ante varios centenares de alumnos, la conferencia de inauguración del curso en la Escuela de Ingeniería y Arquitectura. Javier Monclús y Carmen Díez hicieron de anfitriones.

[Retrato fotográfico: El maestro. Rafael Moneo es un pensador: intenta conjugar la limpidez con el pragmatismo, la belleza de las líneas netas, casi austeras, con la funcionalidad. Lo hace, conmueve y no se da importancia.]

ANTÓN CASTRO / Zaragoza

Rafael Moneo (Tudela, 1937) es un ’Nobel’ (fue Pritzker en 1996) de la arquitectura: un Nobel y un noble, humilde y reflexivo. Ha inaugurado el Curso de la Escuela de Arquitectura y de Ingeniería, y ha reflexionado sobre tres edificios: Aragonia, la Universidad de Columbia y la iglesia de San Sebastián.

¿En qué consiste ser arquitecto?

Yo creo que casi todo el mundo se siente próximo al trabajo que hace un arquitecto, seguramente porque hay algo que lleva pensar en tiempos muy, muy remotos en los que construir era también sobrevivir. Después de eso, el proceso de especialización que se ha producido en la especie humana ha dado lugar a que el arquitecto haya estado ligado a la construcción. Y a medida que ha ido avanzando y abonando esta especialización, el arquitecto ha ido siendo, cada vez más, el responsable de dar las directrices de aquello que se construía. Luego el término arquitecto ha servido, qué sé yo, para definir metafóricamente a un entrenador que conduce a un equipo a la victoria; el término ha adquirido más hondura y ha convertido al arquitecto en estratega. Pero a mí me gustaría verlo ligado sobre todo a este papel del arquitecto como constructor.

¿Solo constructor?

Creo, también, que desde el Renacimiento el término de arquitecto ha pasado a diluirse y desdibujarse a medida que la diversidad de trabajos que se dan cita en un edificio ha hecho que esos saberes no estén todos en manos de una sola persona, y ha quedado ese aspecto más ligado a definir y establecer los componentes lingüísticos. Por eso la apariencia del edificio es lo que parece pertenecer más al arquitecto, pero, insisto, a mí me gustaría que siguiese vigente esa condición primera ligada a un trabajo, el del arquitecto que se afirma en la construcción.

Javier Monclús le presentó diciendo que usted era un arquitecto de ideas. ¿Qué cree que quiere decir?

La profesión de arquitecto se produce no lejos del terreno de la enseñanza donde lo que se discute es cuál es el posible sentido de lo que construimos hoy. Esa proximidad con el mundo de la enseñanza hace que la discusión teórica acerca de los problemas que preocupan al constructor y a la arquitectura hayan estado presentes en mi trabajo... Creo que Javier Monclús se refiere a eso. Espero que no me haga escribir un manual...

No se preocupe. Me gusta que cierre los ojos tan intensamente y que busque las respuestas como si las pensara por primera vez. ¿Tiene o no tiene estilo un arquitecto?

Yo creo que sí. El estilo seguramente -hablamos de estilo o de lenguaje- es como una categoría difusa de la cual participan todos quienes vivimos y trabajamos en determinado momento. En realidad, si uno mira en la Zaragoza de los años 30 vería que esa arquitectura que se desprendía del ornamento y que está presente en muchas obras primeras de los Borobio era un estilo, que luego adquiere otros matices más personales o locales... Hoy el estilo es menos claro. Por el modo en que se construye se han introducido tantos aspectos diversos que, seguramente, quienes hagan la historia de estos años también verán las cosas mucho más próximas de lo que las vemos nosotros ahora. En el caso de mi trabajo no hay tanto un recrearse en el lenguaje como en entender las condiciones muy precisas y peculiares de un proyecto. Lo que caracteriza mis proyectos es la lógica con que se afrontan.

¿La lógica? Cuando le concedieron el Premio Príncipe de Asturias, que recibía el viernes, le adjudicaron dos términos: serenidad y pulcritud. ¿Considera que esos dos sustantivos definen su quehacer?

Me gustaría que fuese verdad lo que ha dicho el jurado. Los años 80, 90 y después de ese periodo que se llamó posmodernidad han venido marcados por una exageración y exuberancia a las que yo siempre me he resistido. En ese aspecto, he buscado más la calma o entiendo que alguien pueda ver mi trabajo como más sereno, si serenidad significa no recrearse en la exageración o la desmesura. Podría ser una característica, sí.

¿Y la pulcritud?

Respeto a pulcritud, intento tener toda aquella que me permite una práctica de la construcción hoy que, poco a poco, va perdiendo los valores que le daba el artesonado y se ha dado entrada a la industria. Y en uno y en otro, el lado artesano y el industrial, cabe la pulcritud. En la medida de lo posible procuro que mis obras se disfruten con una construcción ajustada y, en último término, exageradamente pulcra. O entendida como pulcritud por el jurado.

¿Qué queda en usted de aquel joven arquitecto que concibió la Fábrica Diestre, en Zaragoza?

Seguro que he cambiado, pero a mí me gustaría que aquel arquitecto inquieto y atento -que intentaba ver si era capaz de replicar la arquitectura de aquellos profesionales que admiraba-, mantuviese el mismo espíritu en el de hoy. Quizá no miro ya tan claramente al trabajo de otros colegas, pero sí me gustaría que esa inquietud trasladada o reflejada en términos de exigencia se mantuviera hoy.

¿Cuál sería la clave de ese proyecto que parece casi una pequeña ciudad en Zaragoza o, como también, dijo un barco inmenso con su sala de máquinas: Aragonia?

Es una obra, de entrada, importante por el tamaño. Hay veces que el tamaño cuenta y entender que aquello que se pone en tus manos puede cambiar la faz, no me atrevería a decir de un barrio, pero sí de un área de la ciudad suficientemente amplia como englobar esos dos parques, hace que yo valore el Aragonia en lo que tiene de importancia en el medio en que se inscribe. Es más difícil para un arquitecto la obra de dimensiones amplias que la obra más menuda. La obra más menuda puede controlarse más, pero en la más grande los aspectos estructurales tratan de apropiarse del edificio. En el Aragonia nos hemos movido en el filo de la navaja: sin perder lo que pueda haber de personal en mi trabajo, hay que reconocer y asimilar también la obligación instrumental que un edificio como ese tiene. Ha sido difícil por esa superposición de usos y funciones, pero en ningún caso considero este proyecto una obra menor en absoluto dentro de mi trayectoria. Aragonia es un trabajo importante, muy valioso para mí.

Para la gente que quizá no domine en exceso la arquitectura... ¿cuáles serían o deberían ser los baremos de percepción? ¿Qué les diría usted qué y cómo es ese edificio?

La buena arquitectura, de calidad, no se hace sentir mucho. Si Aragonia está absorbida por las gentes que lo usan sin que les reclame continuamente pensar que hay un arquitecto que ha volcado en ella intenciones de alcance intelectual, que a ellos quizá no les interesen, me parece muy bien; a mí me gustaría que estas gentes se moviesen con naturalidad por sus espacios. Si las gentes se mueven con naturalidad en ese espacio y con esa nueva visión de un edificio que concilia los dos parques, yo creo que eso determinará el acierto en lo que ha sido mi trabajo. Cuando voy al Aragonia ahora me gusta ver a la gente moviéndose por esos corredores que se han convertido en colectores de movimiento que antes, de algún modo, ya existían.

¿Cabe hablar de armonía, de diálogo entre los edificios?

Sí, claro. También es importante ver cómo en un barrio con una construcción un poco indiscriminada, o desordenada, prevalece una construcción en la que lo que significan los metros cuadrados cuenta y acepta incorporar una arquitectura un poco más esbelta, afilada, más permeable. Frente a los dos grandes bloques que se producen o que ahí había, hemos introducido una arquitectura un poco más vibrante y alegre, por el color, con materiales de aquí, con sus texturas. El edificio Aragonia incorpora un nuevo orden y una nueva estructura que, en cierto modo, se transparenta.

En estos tiempos de crisis, ¿qué arquitectura se tiene que hacer?

Volviendo a la pulcritud y serenidad de la que hablábamos antes, yo creo que la buena arquitectura que hay que hacer ahora es la buena arquitectura que se hacía antes. Los nuevos tiempos seguramente introducirán una vuelta a una racionalidad que parecía haber desaparecido en los tiempos de esa exuberancia de la que hablaban los economistas y que se traducía, si se quiere, a una arquitectura más próxima a los excesos desde el Barroco, aunque en medio también había todo ese minimalismo. Volveremos a una arquitectura que recupere escalas más manejables y que permita a los arquitectos, jóvenes y no jóvenes, el cultivo de la intensidad.

¿Qué es lo que da valor a una obra?

El tamaño puede ser la medida del riesgo, pero considero que la adecuación no es un mal término para definir a aquello que puede dar valor a una obra. Adecuación.

¿De qué se alimenta un arquitecto como Rafael Moneo?

Si algo no he perdido es la curiosidad. Realmente yo creo que la vida y la evolución de un arquitecto -creo que lo ha dicho en alguna ocasión Siza- están ligadas al viaje. Y el viaje está ligado a esa sensación de apertura, de dejarse invadir por toda una serie de realidades que pueden parecer ajenas pero que están en todos los campos. Pienso que lo que ayuda a la inspiración o la soporta, lo que alimenta al arquitecto pueden ser disciplinas ajenas a la arquitectura: la música, la literatura, el arte... A mí no me gusta limitar mi trabajo a la disciplina en la que profeso.

 

PERFIL DEL ARQUITECTO

El maestro. Rafael Moneo es un pensador: intenta conjugar la limpidez con el pragmatismo, la belleza de las líneas netas, casi austeras, con la funcionalidad. Lo hace, conmueve y no se da importancia.

Retrato de un profesional cercano, detallista y libre

Parece que todos los años son buenos para Rafael Moneo: es un hombre cálido, cercano, detallista. Como quien no pierde pie en ningún instante; recuerda sus clases y sus alumnos, le gusta escribir de lo que hace y aún le gusta más hablarle a los alumnos. Dice que el territorio de la máxima libertad para el arquitecto es el de exigencia: ahí, con condiciones, con demandas de uso y de funcionalidad, el profesional despliega su imaginación, sus conocimientos y la necesidad de construir una arquitectura a la medida del hombre. Hace unos días, arropado por profesionales -Basilio Tobías, Carmen Díez, Javier Monclús, Ricardo Marco, crítico de HERALDO, Iñaki Bergera, Luis Franco y Carlos Labarta, entre otros-, impartió una clase magistral a los alumnos: en el salón de actos atiborrado se oía su voz tenue, había que aguzar los oídos y mitigar todos los carraspeos para entender la dimensión de Aragonia o la pasión que tiene por las catedrales e iglesias, porque allí se dilucidan asuntos como el cosmos y el hombre, la divinidad y el rezo. Los alumnos oyen de sus labios nombres de escultores como Oteyza y Chillida, de músicos como Stravinski y de numerosos arquitectos: Le Corbusier, Mies van der Rohe, Koolhass, Sáenz de Oiza, que fue su maestro y su amigo. Su obra es vastísima, y ha sido ratificada con muchos premios: el Nacional de Arquitectura, en 1961; la Medalla de Oro de las Bellas Artes, 1992; el Pritzker, en 1996; o el Mies van der Rohe, 2001. Su última distinción ha sido el Premio Príncipe de Asturias de las Artes de este mismo 2012 y que recogía el viernes en Oviedo. En Aragón ha hecho la Fábrica Diestre, su primer proyecto; el Aragonia, la Fundación Beulas o ha trabajado, entre otros lugares, en Panticosa.

 

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