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Antón Castro

VÍCTOR JUAN BORROY: NUEVA NOVELA

VÍCTOR JUAN BORROY: NUEVA NOVELA

[Víctor Juan Borroy es un apasionado novelista. Un novelista de sentimientos. Romántico. Ha publicado en edición digitar su libro ’Aquellos días de luz y palabras’ y ahora, en el sello Sabara, aparece la edición en papel. Con su gentileza de siempre, me envía  este fragmento lleno de ternura, humanidad y desconcierto. La ilustración es de Virxilio Vieitez.]

 

AQUELLOS DÍAS DE LUZ Y PALABRAS

 

Por Vícctor JUAN BORROY. Editorial Sabara.

Cuando se conocieron, María estudiaba el último curso de Químicas y él apuraba una beca que le había concedido el ministerio para hacer la tesis doctoral sobre la literatura del Siglo de Oro. ¿En qué había desperdiciado su vida antes de encontrarse con ella? Había vivido veinticinco años en el mismo planeta que María y no la había visto nunca. Aunque la tabla periódica de los elementos estuviera alejada de los intereses de Miguel, esa no podía ser la razón del anonimato en el que aquella mujer había vivido.

Coincidieron una tarde de sábado en el colegio mayor La Salle donde Alberto Sánchez Millán mantenía un arriesgado programa de cine fórum. Se proyectaba un ciclo dedicado a Buñuel. Antonio, su amigo de siempre, le llamó para pedirle que le acompañara al cine. Tenía entradas para Viridiana.

–Yolanda me ha dicho que ha quedado con una amiga esta tarde.

–¿Y quién es Yolanda?

–¿No te he hablado de ella?… Es la mujer de mi vida. Esta tarde conocerás a la futura madre de mis hijos…

–No me digas…

Yolanda era la chica que salía esa semana o ese mes con Antonio. Le gustaba decir que sus relaciones eran siempre cortas, pero intensas. Cuando su nueva conquista le dijo que irían al cine con María, una compañera de clase con quien ya había quedado previamente, Antonio le pidió a Miguel que fuera con ellos:

–Dos está bien, pero tres es multitud, ya sabes…

–No sé para qué vas al cine si no te enteras de nada…

–Veo esas películas para hacerme el intelectual. Todos no podemos hablarles a las chicas de Baudelaire, de poesía mística o de Antonio Machado. Y si les doy mi opinión sobre las rentas de interés variable, sobre el marketing o sobre el crédito hipotecario me mandan a tomar por el saco antes de descubrir las innegables virtudes que me adornan.

–Las virtudes que le adornan, dice el cabrón… Hay cosas que hasta un ignorante como tú debería saber porque son valiosas, no para pavonearse delante de las mujeres…

–Siempre serás un pardillo. Cuando les digo a las chicas que suelo ver cine experimental en versión original se creen que están ante un tipo sensible, con una elevada cultura…

Aquel día quien no se enteró de la película fue Miguel. Llegó el primero y esperó unos minutos en la puerta del colegio mayor. Antonio y las dos chicas que le acompañaban aparecieron por la calle San Juan de la Cruz, caminando por la acera, bajo las acacias. Antonio llevaba de la mano a su amiga y junto a ella venía María. Le bastó mirarla para saber que no había conocido a nadie como ella. No atendió a las tonterías que dijo Antonio cuando les presentó. No escuchaba otra cosa que el eco de sus propias palabras. Al besar a María se sintió ridículamente desorientado. No supo en qué mejilla dejar el primer beso. Finalmente la besó en la nariz. Se disculpó. Ella sonrió. Entraron en el salón y cuando se apagó la luz, Miguel hizo todo lo posible por mirar la pantalla. Se esforzó por comprender los diálogos de Paco Rabal, Fernando Rey y Silvia Pinal, pero todo fue inútil. Sólo estuvo pendiente de María, de su respiración, de cómo se acomodaba en la butaca, de cómo se colocaba el pelo en la posición precisa, de cuándo retiraba la mano del reposabrazos que compartían y que él le había cedido intencionadamente…

Al terminar la película, Antonio propuso que fueran a cenar a La Trattoria, una pizzería de la calle Latassa.

–Lo siento mucho –dijo María. Tengo un examen el lunes y contaba con estudiar esta noche.

–Qué pena que no puedas acompañarnos… –se apresuró a decir Antonio–. Y tú, Miguel, te quedarás, ¿no?

–No, yo tampoco puedo entretenerme. Quiero terminar varios trabajos esta noche.

–Bueno –cerró la conversación Antonio– ya quedaremos otro día. María… encantado de haberte conocido –le dijo mientras le daba dos besos–. Miguel, amigo mío, dame un abrazo. Mañana te llamo antes de comer. No leas demasiado que te pasará como a Alonso Quijano y concéntrate en lo importante, que mañana tenemos partido.

María y Miguel se quedaron solos. Anochecía sobre el Huerva, uno de los tres ríos que fecunda Zaragoza. La ciudad estaba envuelta en un aire que anunciaba el retorno de la vida. De un momento a otro, en unos días o en unas horas, se esperaba el alumbramiento de una nueva primavera. La vida reventaba por cada rincón. Miguel hubiera dado cualquier cosa por encontrar algo que decir. No era necesaria una frase brillante o un comentario para recordar. Bastaba con no parecer inoportuno.

–Si quieres, puedo acompañarte, María. En realidad, no tengo tanta prisa ni tantas cosas que hacer como le he dicho a Antonio…

–Gracias, me apetece caminar un rato.

–Perfecto. ¿Hacía donde vamos?

–Podemos ir hacia la plaza San Francisco.

Caminaban como si no quisieran llegar a ninguna parte. Miguel dejó que fuera ella quien iniciara la conversación.

–¿Sabes?... Es la primera vez que voy a un cine club y no había visto nunca una película como Viridiana.

–Nunca es tarde para empezar a hacer las cosas que merecen la pena.

Se dirigieron hacia el Parque Grande por el paseo de Fernando el Católico. Entonces Miguel ya había recuperado el don de la palabra. ¿Qué le contaría? Seguro que le habló de Antonio, de su amistad, de sus trabajos de doctorado, de los primeros poemas que había publicado en la revista Rolde… Apenas la dejaría hablar. Él era un torbellino. Le hablaría apasionadamente del mundo que descubría cada día. Pasaron por delante de La Romareda y al llegar a la altura del convento de Jerusalem, María se detuvo:

–No hace falta que me acompañes más, Miguel. No quiero que se te haga tarde por mi culpa. Además tendrás que volver solo.

–No, no se me hará tarde. No te preocupes por la vuelta. Vivo muy cerca del Puente de los gitanos. Pensaba leer. Entre mis planes siempre está la lectura. Necesito leer para vivir como otras personas necesitan hacer deporte o dormir la siesta. Ya has oído el consejo que me ha dado Antonio: «No leas tanto, que te volverás loco»…

–Eres muy raro. No había conocido a nadie que necesitara leer como hacer la siesta…

–Yo no sé hacer otra cosa. Por eso leo. A veces también escribo, pero lo que mejor hago es leer. Y ahora, en este preciso momento, no quiero hacer ni lo uno ni lo otro. Ahora me gustaría acompañarte hasta tu casa…

–Vivo en Casablanca…

–Casablanca… Vamos pues, que «siempre tendremos París»…

–Miguel… «presiento que este es el inicio de una hermosa amistad»…

Rieron con la risa de quienes están a punto de amarse. Una hermosa amistad… María quizá presentía que Miguel era tan raro que le gustaría estar mucho tiempo con él. Le bastó escucharle durante una hora para saber que pasaría el resto de su vida junto a aquel joven que no sabía hacer otra cosa que leer, y que le había confesado que necesitaba leer para vivir pero en aquel momento solo quería acompañarla a su casa.

Al llegar a la Fuente de los Incrédulos contemplaron el reflejo de la luna en el agua. Aunque ya la conocía, María dejó que Miguel le contara la historia de aquella fuente. Procuró mostrarse sorprendida e interesada cuando Miguel relataba cómo Ramón Pignatelli quiso dedicar esa fuente a quienes no creyeron en su sueño de construir un canal que regaría gran parte de la huerta zaragozana, un canal que traería el agua que se bebería en Zaragoza. Cuando en 1784 el agua llegó a la ciudad surcando el cauce del Canal Imperial de Aragón, Pignatelli mandó construir aquella fuente de dos gruesos caños. Para coronar su demostración de erudición, rozando el límite de la pedantería, Miguel leyó la inscripción latina:

 

INCREDVLORVM CONVICTIONI 

ET VIATORVM COMMODO 

 

–O lo que es lo mismo –concluyó el doctorando en letras– «para convicción de los incrédulos y comodidad de los caminantes». Esta fuente está aquí para que se refresquen los caminantes como nosotros. Así que bebamos en homenaje al señor Pignatelli.

Acercó su boca al caño y bebió satisfecho.

Continuaron caminando y cuando menos lo esperaba, cuando menos lo deseaba, María se detuvo ante una puerta de cristal y hierro, miró a Miguel como si hubiera terminado el recreo y le anunció:

–Aquí es...

–Vives demasiado cerca.

–A mí siempre se me hace el camino largo, pero hoy hemos llegado enseguida. Todo es siempre relativo… Gracias por acompañarme, Miguel.

–Gracias a ti por venir al cine y por este paseo.

La miró como la miraría tantas veces a partir de esa noche. Le dio dos besos entonces, sí, en el lugar preciso.

–Si quieres podemos quedar otro día –dijo María–. El lunes termino los exámenes…

–Muy bien, quedaremos otro día. Buenas noches.

–Antes de que te vayas, ¿no quieres que te dé mi teléfono?

–Claro, tu teléfono… ¿cómo vamos a quedar si no te llamo? Bueno, me hubiera apostado frente al portal de tu casa. En algún momento hubieras salido para ir a clase, para comprar... Te llamaré pronto...

–Llámame cuando quieras.

Miguel volvió por el mismo camino que había recorrido con María. Llegó a su casa. No cenó. Tampoco pudo leer nada. Solo escribió.

Si conservara sus agendas, en sus notas de entonces seguro que podría leerse:

«13 de marzo. El último sol del día se refugiaba en su pelo. Sólo podía oír su risa sobre el estrépito de los gorriones».

«Algo me está pasando por primera vez».

«No he querido cenar».

María era tan hermosa que le dolía mirarla. Sentía vértigo al asomarse al fondo de sus ojos. Sabía que si la miraba un instante más del que podía soportar, su voluntad se precipitaría por aquel abismo azul.

¿Cómo sería el mundo después de besarla?

En el amor hay un punto de ceguera –no vemos cosas que otros ven– y un punto de luz –vemos cosas que otros ni intuyen–. Además cuando nos enamoramos confundimos la parte con el todo: nos enamoramos del lunar que ilumina la sonrisa de la persona que amamos, de su tono de voz, de unas largas piernas, de unos hermosos labios, de unas palabras que nos conmueven, pero somos más que lunares, palabras y voces. Posiblemente él también se enamoró de una parte: de su manera de mirar y de cómo sonreía cuando se encontraban. Luego descubrió el todo y sintió la caricia de su voz y comprobó que en cualquier parte de su cuerpo la piel de María era dulce. Más tarde aprendió algunos de sus gestos: cómo movía las manos al hablar, el balanceo de sus caderas cuando caminaba...

Todo en ella tenía la dimensión exacta: su boca, su cintura, sus manos, sus pechos, el tono de su voz, el suave perfume que le acompañaba y que Miguel ya no pudo olvidar después de su primer paseo rumbo a Casablanca, la constelación de lunares repartidos por su cuerpo, la densidad de sus lágrimas, su risa, sus besos, sus silencios y la ternura de sus brazos.

Miguel llamó a María el lunes, después de los exámenes. Quedaron el martes y el miércoles, y muchos jueves y viernes. Durante aquellos días de luz y palabras, enseguida descubrieron que querían estar siempre juntos. Cada vez que María le miraba, o pronunciaba su nombre, o rozaba su mano, o la oía reír, o presentía que unos pasos eran sus pasos, el mundo se estremecía. Cada vez que la desnudaba tenía la seguridad de que la felicidad existía. Dos años más tarde se casaron y luego les nació Ana. Miguel vivía en el territorio de la incertidumbre, de la insatisfacción permanente que genera la escritura. Sin embargo, María recorría un universo previsible en el que hache-dos-o es siempre agua. María era una magnitud constante y Miguel un viento ingobernable. Él había publicado varias novelas y colaboraba en la prensa. Ella trabajaba en un laboratorio dedicado a la elaboración de productos farmacéuticos. Ana empezó la escuela. Cuando miraba a los ojos a María, Miguel aún experimentaba el mismo vértigo que le invadía las primeras veces. Una mañana María se iba a trabajar y él no subió las escaleras para despedirse de ella. No sabía con qué ropa se había vestido. Tres horas más tarde sonó insistentemente el teléfono y Miguel habló con un sargento de la Guardia Civil de Tráfico.

1 comentario

Elías Moro -

Grande, Víctor.
Estoy deseando leer esa nueva novela.
Hará felices a muchos lectores.
Abrazos a ambos.