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Antón Castro

IRAZOKI: TRES POEMAS EN PROSA

IRAZOKI: TRES POEMAS EN PROSA

[El poeta y narrador y crítico Francisco Javier Irazoki, con una intensa y larga trayectoria a sus espaldas, me envía tres poemas en prosa. La foto es de Barbara Loyer.]

TRES POEMAS EN PROSA DE

FRANCISCO JAVIER IRAZOKI  

   

 AUTORRETRATO

 Lo mejor de mi cara es la lechuza. Vive impasible, subida a unas zarzas blancas. A veces noto el roce de su plumaje amarillo en la frente, o de sus uñas negras que dan cuerda al tiempo en mis arrugas. Me desvela las noches en que caza demasiado, y las mujeres me consolaron al oír su graznido lúgubre cuando volaba. Si me pongo delante de un espejo, no puedo sostenerle la mirada.

 

(Del libro Los hombres intermitentes; editorial Hiperión)

 

                       

                                             *****

 

EJECUCIÓN DE LA INFANCIA

 

 

         Yo era espía en las vacaciones de invierno, y vigilaba a un vecino.

     Cada día, temprano, aquel hombre apuntaba con la escopeta al suelo blanco. Lo hacía casi sin reposo, hasta que se iban las mejores luces y empezaba a escarchar. Sus pasos silenciosos no interrumpían el sueño de las larvas.

    Una mañana como otras él mantuvo su mirada fija en un punto de la superficie y el dedo enroscado en el gatillo del arma, y esperó las palpitaciones subterráneas. Pero mi angustia disipó la escena. La figura del hombre subió descosida entre las ramas de los árboles.

     Desaparecido el cazador, perforé con manos de niño el montoncito de arcilla helada y dejé caer en el agujero mis regalos: orugas y lambrijas, o mariposas que volaban sin rumbo en las galerías de los topos.

      Pasé horas a la escucha del trote de los animales en la madriguera, como acaso ellos aguardaban mis pensamientos y gusanos.

      La realidad disparó mientras yo dormía. Allí estaba, sobre la hierba ensangrentada, el cuerpo abultado y suave del topo. Y sus ojos tapados por el pelo de mi infancia muerta.

     Palpé a solas, largamente, la tierra anochecida que aferraban sus uñas.

 

(Del libro Los hombres intermitentes; editorial Hiperión)

                                                            *****

 

MENÚ DEL CIELO                            

«Vas a morir, vas a morir», me repitió el cura que imponía silencio cuando debíamos acostarnos. Él se paseaba en el dormitorio de techos altos y paredes grises y, aunque ninguna luz estuviese encendida, lo veíamos acecharnos entre las hileras de camas y armarios. Nos despertaba al amanecer, con las mentes sacudidas por el sonido de una esquila, depositaba el desayuno y desaparecía después de anotar en su cuaderno la evolución de nuestras enfermedades.

      Los otros alumnos sanaron, y me quedé solo en la pieza. Mi fiebre no podía darle calor a un espacio tan grande, y me distraje recordando la llegada al seminario. Como cualquier viaje a los pueblos cercanos implicaba entonces una aventura de mapas extranjeros, el coche se perdió en la niebla. «El auto ha sentido la llamada de Dios», advertían mis familiares, y yo protesté sin ser oído por el conductor maldiciente, hasta que divisamos un enorme edificio de hormigón. Ya era viejo antes de estar acabado, con claraboyas nubladas y patios de gravilla suelta.  

        Me integré en una multitud de jóvenes uniformados. Decían la palabra espíritu con aspavientos de hombres ruidosos, sin renunciar a las envidias escolares o disputas deportivas, pero necesité su desorden en los campos de fútbol. También busqué esa compañía en el comedor donde vaciábamos las ollas repletas del rancho que una decena de novicios condimentaba únicamente con su soltería. Los curas se sentaban a una larga mesa con mantel, y cronometrábamos cada tiento que uno de ellos daba al vino, a la espera de otra marca atlética. La transubstanciación fue un buen invento para aquel vampiro tan aficionado a la sangre de Dios.   

       Los fines de semana varios profesores impartían clases de silbido contra un dictador e íbamos al centro del pueblo. Allí nos aguardaban las juventudes ateas, que con sus baldes de agua combatían nuestra mugre medieval y reducían ardores sexuales.

       Un día de invierno, en el recreo, fui empujado, caí de espaldas y quedé tendido junto a la portería de fútbol. El médico vino a tocar el dolor de mi columna vertebral.

      Eran los años en que algunos de aquellos curas bajaron a las fábricas con unas estampas de Karl Marx descubiertas en los evangelios. El que me vigilaba de noche escogió ese camino y esperé su cambio de actitud, pero aún dejaba sobre mi mesilla de enfermo la bandeja con el mismo desayuno: un vaso de leche, dos o tres tostadas y un poco de muerte para untarlas.

 

(Del libro Los hombres intermitentes; editorial Hiperión)

        

 

1 comentario

Elías Moro -

¡Grande, Irazoki! Como hombre y como poeta.
Un fuerte abrazo a ambos.