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Antón Castro

Campo con perra

Cuando llegué a Garrapinillos, el barrio era muy diferente. Había una plaza de toros portátil de la peña "Jesús Millán", que es el torero de aquí, el héroe local, y yo paseaba por sus alrededores. Al fondo está la magnífica iglesia, afrancesada, del joven Ricardo Magdalena. Ahora la iluminan por la noche y parece acariciar un campo celeste de estrellas. Es preciosa. Suelo pasear de madrugada a mi perra Noa: hacia las dos de la mañana. Ahora han levantado la plaza y están construyendo adosados y urbanizaciones. Es bonito ver cómo se alzan día a día. A veces creo estar en un poblado norteamericano o en una ficción de Patricia Highsmith. Siempre que ando por ahí, entre margaritas gigantescas y amapolas, pienso en Mariano Gistaín. Siempre pienso en él porque le apasiona lo nuevo, el ensanchamiento de la ciudad, los impulsos de modernidad imparable. He estado hace un rato en este día de luminosa furia solar. Preparo con Gervasio Sánchez dos programas sobre la figura del reportero de guerra -uno dedicado a Robert Capa, y otro a él mismo-, y estoy repasando la vida y las fotos del enamorado de Gerda Taro -aquella muchacha promiscua que murió aplastada por una tanqueta en Brunete mientras coqueteaba con otro hombre- y de Ingrid Bergman.

Capa quiso ser fotógrafo. Estaba con los de abajo, con los perdedores, con los humillados y ofendidos, aunque fueran aquellos cachorros alemanes a los que Hitler sacó de las granjas y las escuelas y los mandó a combatir, sin saber nada de las guerras, sin saber siquiera como se empuña un fusil. A su amigo del alma Henri Cartier-Bresson, Capa le dijo una vez: "Si te dices artista, no te encargarán ningún reportaje. Preséntate como periodista y luego haces lo que quieras".

Capa también dijo aquello de "si tus fotos no son lo suficientemente buenas es que no te has acercado lo suficiente".

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