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Antón Castro

EL CONCIERTO Y LA CHICA DE LA MOTO

No sabía bien a qué había ido al Oasis.
¿A ver, de nuevo, a Enrique Vázquez, el memorioso,
a captar aquel ambiente de otro tiempo, aquella luz enfermiza
que remite a los muslos soliviantados
de Carmen de Lirio o Merche Navarro,
a oír –como todo el mundo- a Marlango, y Marlango,
en realidad, es la chica que canta, esa voz que susurra
y te invita a un abismo de perdición, al extravío
de los sentidos en el corazón del cafetal?
Vio a la cantante, que le recordó a Norah Jones,
a Carole King, a Diana Krall o a Ute Lemper.
Pensó: Extraño ascetismo sensual de la diosa.
Voluptuosidad y sobriedad, fría morbidez.
Oyó la música como todos. Vio cómo el concierto
ganaba en intensidad y en ritmo. Acarició las columnas
torneadas, de hierro, cerca del palco de censura.
Tom Waits sonó en la voz de la intérprete,
Y sonó bien, mejor que casi nada tal vez.
O tan bien como “Cowboy de medianoche”.
La música siempre nos gusta más y es más nuestra
cuando somos capaces de tararearla.
Hubo aplausos: entrega absoluta. Marlango,
en aquella noche del Oasis, era un axioma.
Salió a la calle. Se olvidó de los músicos, de la cantante,
tal vez de los amigos. Y allí estaba ella,
qué bonita, tan menuda, tan distraída,
como poseída por la magia de un acorde secreto.
Se puso el casco y se subió a su moto
dispuesta a cortar el aire, a abrasar la noche.
Y entonces, sólo entonces, él se dio cuenta:
había ido al Oasis no para oír a Marlango,
no a enamorarse de nuevo de Leonor Watling
ni a evocar la infancia con mar de Enrique Vázquez.
Había ido a verla otra vez a lomos de la moto.

Un día inolvidable, abrazó su cintura en las curvas.

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