Blogia
Antón Castro

MARADONA EN LA ROMAREDA

Diego Armando Maradona ha sido el mejor jugador de los años 80 y principios de los 90. Ya estuvo a punto de jugar el Mundial de Argentina—78, pero a última hora Menotti lo descartó. El pibe, deshecho en llanto, invocó la tristeza de su vieja, “cómo voy a decírselo ahora”, bramó, y su propia desdicha. Un año después, Argentina y Holanda, finalistas del campeonato que congració a Videla con el pueblo, jugaron la revancha en Europa y aquel muchachito de regate endiablado y una desenvoltura que sonrojaba al gran capitán Ruud Krol, llamó la atención del mundo entero. El partido se solventó con un empate sin goles, pero Diego apuntó tantas maneras, tanto dominio de la pelota, tanta gracilidad de zurdo nato, que detectamos que había que seguirle los pasos.
Supimos que de Argentinos Juniors pasó a Boca, y así vino a España, en concreto a La Romareda el tres de septiembre de 1981. Había que verlo: menudo, con algo de gamberro de arrabal que persigue a los perros, con capacidad de desborde, una técnica que parecía emular a la del legendario Kubala (como Laszi, Diego jamás azotaba el balón, lo acariciaba con un golpe de pluma de pájaro, con un sortilegio de mago) y una inteligencia que empezaba a fraguarse. Maradona sólo fue listo de veras sobre el terreno. En Boca jugaban el Loco Gatti, portero, Óscar Ruggeri y Marcelo Trobbiani, que apenas había resistido seis meses en el conjunto maño y, de vuelta, se enfundaba la camisola de la selección albiceleste; en el Zaragoza hizo su debut otro jugador minúsculo y más que prometedor, Juan Señor. Oñaederra se pegó al crack en ciernes y le aburrió y nos aburrió a todos, anticipó a Gentile sin saberlo y sin violencia; ganaron los blanquillos con justicia por 2-0, y Maradona apenas compareció: un toque aquí, un regate allá, un amago de filigrana, un gambeteo estéril junto al córner, el fácil tiralíneas del vencido, la delicadeza inútil del aplacado: poco, muy poco. Al final, colocó una falta en la cruceta con un impacto en parábola.
Habría de pasar una temporada entera para que Maradona fuese contratado por el Barcelona. En la campaña 82—83 nadie discutía que era el mejor del mundo; además, para seducirnos a todos, se disfrazó de ángel con declaraciones sentimentales y un entusiasmo tan candoroso que era imposible no adorarlo. Y en la final de Copa del Rey, en La Romareda, volvimos a verlo. El Madrid y el Barcelona se enfrentaron en un partido repleto de brusquedades y de despistes. Maradona sentó cátedra en un lance: Schuster rebañó un balón en la medialuna del área culé, lo envió a más de 50 metros y cerca ya de la línea de fondo lo atrapó Diego. Paró, templó y mandó a Víctor Muñoz, que pisaba la otra medialuna y desde allí asestó a media altura con seguridad y dureza.
Cuando el partido se encaminaba hacia la prórroga –algo que no deseábamos: queríamos ver en la tele Una historia inmortal de Orson Welles, basada en el relato de Isak Dinesen–, logró Marcos un cabezazo milagroso que hacía justicia al ídolo. Y el ídolo, a medio gas, con su pantalón ceñido de bañista, casi impúdico (el calzón del Barça nunca le sentó bien al pibe), era Maradona, que brilló en La Romareda en un tanto de manual tan sólo. Ni tampoco triunfó al año siguiente, tras el escándalo de la hepatitis y de su excesiva afición a las doncellas en flor y a montón, cuando se enfrentó al Athletic de Bilbao en la final de Copa del Bernabéu. Aquel arisco defensa llamado Goicoechea no le dejó jugar y le reventó el muslo y el pecho en una vergonzosa tangana.
Nunca más volvimos a verlo en La Romareda. Su mejor balompié lo dio en México—86 y en Italia, donde engrandeció el palmarés del Nápoles y se envenenó de muerte. A ese hombre que hablaba demasiado y que ahora pasea un cuerpo enfermo por La Habana –tocado de zanahoria en el pelo: jamás supo ser discreto– siempre le recordaremos porque más de una vez, en tardes épicas e imborrables, nos regaló la belleza total del fútbol y lo convirtió en algo que guarda semejanza con el arte. Con Mozart, con Nijinsky, con Van Gogh. Dios, si es que lo hubo, jugaba con sus pies.

P.D. Como hablamos anoche de Maradona, rescato este texto (que se publicó hace algún tiempo en “Equipo”) y ahí lo dejo, en esta botella al mar de todos los naufragios, para Luis Alegre y sus amigos: los escritores y los lectores felices.

1 comentario

felipe -