RAFAEL LÓPEZ Y JAVIER LAHOZ: DE LA BELLEZA Y EL ARTE DE VIVIR
A veces ocurren cosas que parecen un milagro: la vida nos regala sorpresas, personajes que nos deslumbran por su rigor, por su vitalidad, por la construcción paulatina de un mundo casi secreto pero poderoso, arrollador. Exuberante. Sé que me deslumbran con cierta facilidad. Al fin y al cabo soy un niño de aldea gallega, asustadizo, a quien el azar envió a esta ciudad, a este territorio, con la perplejidad en las venas y en la pupila. Venía huyendo de mí mismo, que es mi huida predilecta, con el afán de reclinarme y olvidarme en un libresco amor de atardecida en el Jardín de Invierno. Hoy me ha deslumbrado la obra de Rafael López, fotógrafo que trabaja en blanco y negro, en un blanco y negro purísimo que condensa, foto a foto, el abecedario del sistema de zonas, del 10 al 0, del 0 al 10, con la precisión casi de un reloj suizo. Rafael López no nace de la nada, lleva años trabajando y le fascinan los procesos antiguos, la química de la emoción, de la foto de ayer. Quizá por eso, cuando vi sus flores, pensé en algunos trabajos de Robert Mapplethorpe; cuando vi sus montañas, con una mancha humana de tres montañeros en el centro, pensé en Amsel Adams, que es para él en su referencia más inexcusable, pensé incluso en Aurelio Grasa, que tomó instantáneas extraordinarias de la nieve, del rastro del cierzo en las cumbres. Cuando vi sus delicadísimos paisajes africanos, con niño u hombre y camello, pensé en Albert Watson. Incluso pensé en los pintores orientales cuando vi una foto estupenda de dos líneas que se cruzan, un árbol y el liso horizonte, pero era, es tal su maestría en este caso en la disgregada escritura de los grises- que sólo podía pensar en la obra de Rafael López. No le importa emplear hasta 20 minutos en una exposición o demorar la tarde y la noche, y juntarlas con el alba, para lograr lo que quiere. ¿Y qué quiere exactamente Rafael López, que apareció por Heraldo con mi admiradísimo Javier Torres (Inciso: ¿Por qué había Zaragoza seres así, como Javier, de esa humanidad aterciopelada, y uno no lo sabía?)? Busca la belleza, pero no una belleza dogmática, que sólo sea canónica al uso. En la fealdad puede encontrar hermosura, emoción, la exaltación de la sensibilidad; busca la exactitud, la pureza, la conmoción de una luz que ha sido dibujada a golpe de temblor, con la mano virtuosa del calígrafo.
Es bonito y conmovedor hallarse con tipos así: desconocidos, casi al margen, vueltos hacia el arte de ayer, pero inscritos claramente en el arte de hoy porque hay una mirada especial, una tentativa, un devaneo hacia el fuego y el abismo. Recuerden, recordad este nombre: Rafael López, fotógrafo de Casetas, impresor en Ino, discípulo remoto de Amsel Adams, el explorador de las nieves, el poeta ininterrumpido del blanco sobre la nieve, de la nieve ardiente de la inspiración.
Javier Lahoz también apareció con la noche. Más allá de las diez. De negro total, más delgado que nunca y con los golpes de barba que le estilizan la cara y evocan el rostro tantas veces imaginado de Christopher Marlowe, dramaturgo, pendenciero y espía. Javier vuelve de Praga: ha estado cinco días, ha visitado la calle de los Alquimistas de Kafka, el cementerio judío, ha paseado por el puente del emperador Carlos, ha ido al teatro. Era su primer viaje en avión y se quedó fascinado. Yo estuve en Praga en 1989, antes de la caída del muro. Estando allí pensé en Alexandre Dubcek, que trabajaba de barrendero en Bratislava, y pensé en Emil Zatopek, la locomotora humana, que ganó los 5.000, 10.000 y la maratón. Estoy leyendo un libro, medio borgeano, Un helado para la gloria de Ugo Riccarelli, que publica Maeva. Una de las piezas que más me ha conmovido la otra es sobre Mané Garrincha, el extremo derecho de la selección de Brasil de 1958 y 1962- es el cuento La resistencia sobre Emil Zatopek. Javier sigue trabajando en mil proyectos: ha terminado un libro erótico, lee con delectación casi enfermiza Anna Karenina de Tolstoi, libro que combina con La segunda oportunidad de Juan Herranz, con su pasión por el cine (llevaba una diez películas de cine clásico norteamericano; mi favorita era El extraño amor de Martha Ivers con la maravillosa Barbara Stanwyck) y con su trabajo en la Librería Central.
Javier Lahoz es uno de esos seres que también llegan de súbito a tu vida, entran lentamente en un cuarto sigiloso y se quedan adentro, en el calor de tu casa, en el agua diáfana de tu alma. Recuerda que tiene 37 años como si quisiera justificar que ya no tienen el descaro de ayer. Si hay algo bonito, bonito como el mar, hondo como un pozo en el mar, es el cariño, la capacidad infinita del corazón que a todo llega, la ilusoria sensatez del cerebro. Javier Lahoz se va con sus películas, de negro, con su delgadez de insomne, de desvelado que adelgaza sólo de pensar o de emborracharse de aire...
En días como hoy, cuando la multitud anda y desanda el paseo de Independencia y el calor se condensa en un aire viciado de bochorno, cuántas mujeres bonitas van y vienen. Es un regalo: la exaltación de la plenitud en desorden, el despertar del deseo, la fábula de beldad constante que atraviesa y se apodera de nuestros ojos. ¡Si el hombre pudiera decir lo que ama! ¡Si el hombre pudiera fijar la luz de los rostros, la nalga zigzagueante, el garbo de la diosa efímera, los cabellos a modo de corona del último hechizo!
Si el hombre supiera cuando enloquece su corazón y se queda huérfano de adjetivos...
Es bonito y conmovedor hallarse con tipos así: desconocidos, casi al margen, vueltos hacia el arte de ayer, pero inscritos claramente en el arte de hoy porque hay una mirada especial, una tentativa, un devaneo hacia el fuego y el abismo. Recuerden, recordad este nombre: Rafael López, fotógrafo de Casetas, impresor en Ino, discípulo remoto de Amsel Adams, el explorador de las nieves, el poeta ininterrumpido del blanco sobre la nieve, de la nieve ardiente de la inspiración.
Javier Lahoz también apareció con la noche. Más allá de las diez. De negro total, más delgado que nunca y con los golpes de barba que le estilizan la cara y evocan el rostro tantas veces imaginado de Christopher Marlowe, dramaturgo, pendenciero y espía. Javier vuelve de Praga: ha estado cinco días, ha visitado la calle de los Alquimistas de Kafka, el cementerio judío, ha paseado por el puente del emperador Carlos, ha ido al teatro. Era su primer viaje en avión y se quedó fascinado. Yo estuve en Praga en 1989, antes de la caída del muro. Estando allí pensé en Alexandre Dubcek, que trabajaba de barrendero en Bratislava, y pensé en Emil Zatopek, la locomotora humana, que ganó los 5.000, 10.000 y la maratón. Estoy leyendo un libro, medio borgeano, Un helado para la gloria de Ugo Riccarelli, que publica Maeva. Una de las piezas que más me ha conmovido la otra es sobre Mané Garrincha, el extremo derecho de la selección de Brasil de 1958 y 1962- es el cuento La resistencia sobre Emil Zatopek. Javier sigue trabajando en mil proyectos: ha terminado un libro erótico, lee con delectación casi enfermiza Anna Karenina de Tolstoi, libro que combina con La segunda oportunidad de Juan Herranz, con su pasión por el cine (llevaba una diez películas de cine clásico norteamericano; mi favorita era El extraño amor de Martha Ivers con la maravillosa Barbara Stanwyck) y con su trabajo en la Librería Central.
Javier Lahoz es uno de esos seres que también llegan de súbito a tu vida, entran lentamente en un cuarto sigiloso y se quedan adentro, en el calor de tu casa, en el agua diáfana de tu alma. Recuerda que tiene 37 años como si quisiera justificar que ya no tienen el descaro de ayer. Si hay algo bonito, bonito como el mar, hondo como un pozo en el mar, es el cariño, la capacidad infinita del corazón que a todo llega, la ilusoria sensatez del cerebro. Javier Lahoz se va con sus películas, de negro, con su delgadez de insomne, de desvelado que adelgaza sólo de pensar o de emborracharse de aire...
En días como hoy, cuando la multitud anda y desanda el paseo de Independencia y el calor se condensa en un aire viciado de bochorno, cuántas mujeres bonitas van y vienen. Es un regalo: la exaltación de la plenitud en desorden, el despertar del deseo, la fábula de beldad constante que atraviesa y se apodera de nuestros ojos. ¡Si el hombre pudiera decir lo que ama! ¡Si el hombre pudiera fijar la luz de los rostros, la nalga zigzagueante, el garbo de la diosa efímera, los cabellos a modo de corona del último hechizo!
Si el hombre supiera cuando enloquece su corazón y se queda huérfano de adjetivos...
1 comentario
Jota -
Saludos, J. ;)