AVA GARDNER
CUENTOS DE MARTÍN MORMENEO / 7.
LA PENÚLTIMA DIOSA
El cine nos ha dado mujeres para guardar en una cajita de oro como un ídolo al que hay venerar cada mañana: mujeres como un pozo de sombra, mujeres de fuego, mujeres con una dolencia desesperada, mujeres listas que acomplejan en cada mueca, mujeres que peleaban a todas horas por ser y expandirse contra la condena de una sociedad pensada y gobernada por hombres. Mujeres frágiles, fogosas, mujeres terribles o embrujadoras que erizaban la piel del mundo hasta convertirla en un magma de deseo incontenible. Ava Gardner podría ser una de las pocas que resumiese tan vasta tipología: fue la diosa, el fulgor, la brasa viva, la belleza perfecta, el perfil esculpido, la sangre que se estremece y rebosa las venas. Quien mejor la intuyó en su laberinto de destrucción fue Ernest Hemingway, otro bebedor violento condenado a la tiniebla. Quien le dedicó los mejores versos fue Robert Graves: uno de sus amantes más refinados, que tuvo a La diosa blanca que tanto soñara entre sus brazos. Sin embargo, el hombre que la dibujó sin saberlo en sus ficciones fue William Faulkner: sus novelas están pobladas de criaturas arrastradas por la fatalidad, el erotismo y el oscuro mandato de la tierra. Y Ava Gardner también fue así: hermosa, radiante, malherida por la guadaña de la insatisfacción y la voracidad, sabe Dios de qué signo.
Nació en una familia pobre en Carolina del Norte en 1922 y llegó a la Metro Goldwyn Mayer por azar: alguien le hizo unas fotos, copió su busto palpitante, su cintura en sazón, la perla gris de su mirada. Años después, cuando empezaba a descreer en sí misma y flaqueaba en autoestima (la primer decepción seria se llamó Mickey Rooney, capaz de traicionar su armazón incomparable con el golf), Robert Siodmak se fijó en ella y le dio un papel en Forajidos (1946), junto a Burt Lancaster. El clima de cine negro, sazonado de boxeo, realzaba su absoluta beldad. Quizá nunca haya estado tan bonita una actriz como entonces, ni siquiera Ingrid Bergman en Encadenados, ni Gene Tierney en Laura, ni Greta Garbo en La Reina Cristina de Suecia. O la vulnerable Jean Seberg en Al final de la escapada.
A partir de entonces, se convirtió en el animal más bello del mundo. Artie Shaw, su segundo marido, le ayudó lo suyo: la educó en la música, la literatura y en la ambición. El gran amor de su vida, lo confesó en sus memorias editadas aquí por Grijalbo, fue Frank Sinatra, aunque su relación resultó un auténtico polvorín de repulsión y de afecto, de atracción y celos, incluidos los profesionales. Se casaron en 1951 y se separaron en 1957. Ava había forjado su mito en cintas como Pandora y el holandés errante, Mogambo (donde encarnó a una pícara y alegre vividora que desarmaba a Grace Kelly) o La condesa descalza, la cinta que, oblicuamente, por intuición del director Joseph Mankiewicz, resumió su vida, su trayectoria, su pasión por España y por los muchachos jóvenes con los que amanecía en las habitaciones del Ritz o en su casa de Madrid sin acordarse muy bien qué había pasado antes de la ceremonia del desorden. Amó a Luis Miguel Dominguín con insistencia; otra vez a Mario Cabré, aquel torero poeta que se vistió tras la hazaña indecible para contarlo a quien quisiera oír que había tocado el cielo, la carne y toda la sed de mal de Ava o el ardor. Entre los 60 títulos en que trabajó merece recordarse La noche de la iguana, junto a Richard Burton, otro borracho audaz y rapsoda; algo más gruesa, con el alma golpeada por el vicio y un infame llamado George C. Scott, bordó un papel cargado de ironía.
Hay seres que no mueren nunca: se perpetúan en los ojos y en las meninges de los que algún día los vieron, y se vuelven memoria, mito, verdad inalterable del tiempo.
LA PENÚLTIMA DIOSA
El cine nos ha dado mujeres para guardar en una cajita de oro como un ídolo al que hay venerar cada mañana: mujeres como un pozo de sombra, mujeres de fuego, mujeres con una dolencia desesperada, mujeres listas que acomplejan en cada mueca, mujeres que peleaban a todas horas por ser y expandirse contra la condena de una sociedad pensada y gobernada por hombres. Mujeres frágiles, fogosas, mujeres terribles o embrujadoras que erizaban la piel del mundo hasta convertirla en un magma de deseo incontenible. Ava Gardner podría ser una de las pocas que resumiese tan vasta tipología: fue la diosa, el fulgor, la brasa viva, la belleza perfecta, el perfil esculpido, la sangre que se estremece y rebosa las venas. Quien mejor la intuyó en su laberinto de destrucción fue Ernest Hemingway, otro bebedor violento condenado a la tiniebla. Quien le dedicó los mejores versos fue Robert Graves: uno de sus amantes más refinados, que tuvo a La diosa blanca que tanto soñara entre sus brazos. Sin embargo, el hombre que la dibujó sin saberlo en sus ficciones fue William Faulkner: sus novelas están pobladas de criaturas arrastradas por la fatalidad, el erotismo y el oscuro mandato de la tierra. Y Ava Gardner también fue así: hermosa, radiante, malherida por la guadaña de la insatisfacción y la voracidad, sabe Dios de qué signo.
Nació en una familia pobre en Carolina del Norte en 1922 y llegó a la Metro Goldwyn Mayer por azar: alguien le hizo unas fotos, copió su busto palpitante, su cintura en sazón, la perla gris de su mirada. Años después, cuando empezaba a descreer en sí misma y flaqueaba en autoestima (la primer decepción seria se llamó Mickey Rooney, capaz de traicionar su armazón incomparable con el golf), Robert Siodmak se fijó en ella y le dio un papel en Forajidos (1946), junto a Burt Lancaster. El clima de cine negro, sazonado de boxeo, realzaba su absoluta beldad. Quizá nunca haya estado tan bonita una actriz como entonces, ni siquiera Ingrid Bergman en Encadenados, ni Gene Tierney en Laura, ni Greta Garbo en La Reina Cristina de Suecia. O la vulnerable Jean Seberg en Al final de la escapada.
A partir de entonces, se convirtió en el animal más bello del mundo. Artie Shaw, su segundo marido, le ayudó lo suyo: la educó en la música, la literatura y en la ambición. El gran amor de su vida, lo confesó en sus memorias editadas aquí por Grijalbo, fue Frank Sinatra, aunque su relación resultó un auténtico polvorín de repulsión y de afecto, de atracción y celos, incluidos los profesionales. Se casaron en 1951 y se separaron en 1957. Ava había forjado su mito en cintas como Pandora y el holandés errante, Mogambo (donde encarnó a una pícara y alegre vividora que desarmaba a Grace Kelly) o La condesa descalza, la cinta que, oblicuamente, por intuición del director Joseph Mankiewicz, resumió su vida, su trayectoria, su pasión por España y por los muchachos jóvenes con los que amanecía en las habitaciones del Ritz o en su casa de Madrid sin acordarse muy bien qué había pasado antes de la ceremonia del desorden. Amó a Luis Miguel Dominguín con insistencia; otra vez a Mario Cabré, aquel torero poeta que se vistió tras la hazaña indecible para contarlo a quien quisiera oír que había tocado el cielo, la carne y toda la sed de mal de Ava o el ardor. Entre los 60 títulos en que trabajó merece recordarse La noche de la iguana, junto a Richard Burton, otro borracho audaz y rapsoda; algo más gruesa, con el alma golpeada por el vicio y un infame llamado George C. Scott, bordó un papel cargado de ironía.
Hay seres que no mueren nunca: se perpetúan en los ojos y en las meninges de los que algún día los vieron, y se vuelven memoria, mito, verdad inalterable del tiempo.
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