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Antón Castro

ANTONIO ARTERO: CON NOSOTROS PARA SIEMPRE Y DE VIVA VOZ

El pasado sábado fallecía en Madrid, de un enfisema pulmonar, Antonio Artero Coduras, un hombre entrañable, divertido, iconoclasta, de humor zumbón en ocasiones, apasionado del Arenas y de Miguel Labordeta. Recuerdo varios encuentros con él, en Zaragoza y en Madrid, en su segunda casa, el Café Gijón. Uno de nuestros encuentros más dilatados fue para la serie "Los raros", una colección de entrevistas que apareció en "El Periódico de Aragón". Ese diálogo, en su casa, rodeado de libros, de objetos cinematográficos y del humo constante de sus cigarrillos, aparece en el libro "Vidas de cine" (Ibercaja y otros. "Biblioteca Aragonesa de Cultura". 2002). Son sus palabras, su vida, casi dos horas de conversación, el eco de su vida y de sus sueños. Incorporo aquí aquella entrevista a un hombre inolvidable, intenso, que nunca se plegó al cine comercial, que no supo ni quiso hacerlo.

Antonio Artero fue de niño el hijo de la repartidora del pan. Su padre murió un poco antes de su nacimiento y él nunca conoció los secretos de una familia convencional. Ni siquiera estaba bautizado, lo que lo llevó a vivir con cierto disimulo. “Ella era republicana y muy antifranquista, claro”. De ahí brota su primer recuerdo: cuando tenía tres o cuatro años iba –con una familia de verduleros que lo había recogido- a visitar a su madre que estuvo presa durante seis meses en la cárcel de mujeres de la calle Manifestación y siempre le llevaban naranjas. El verdadero tesoro de su niñez, además del libro Corazón de Edmundo de Amicis que le regaló una profesora a los siete u ocho años, era aquel cine que Artero hacía con sus amigos en casa o en la calle, con tiras de los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín o El guerrero del antifaz.
-Cogíamos un tebeo, lo recortábamos y lo íbamos pegando en tiras, a veces incluso por atrás. Y luego lo enrollábamos en dos palos de polo de helado. Y a la caja le hacíamos un rectángulo, a modo de pantalla. Metíamos los palos por el interior de la caja y los íbamos haciendo rodar. Así le podíamos dar continuidad a la aventura. Al final, mi madre viendo mi gran afición, con diez u once años me compró un cine Nic con proyector y un buen puñado de películas más bien absurdas.
La vocación cinéfila de Antonio Artero había nacido en las tardes del Iris o del Monumental, en aquellas sesiones infantiles de cine del oeste.
-Vinieron unos amigos republicanos de mi madre de Barcelona, que habían sido represaliados y desterrados en Zaragoza, y el día de Navidad nos llevaron a mí y a mis amigos al elegante El Dorado a ver la primera película de Walt Disney, Blancanieves y los siete enanitos, a mediados de los años 40. Aquella cinta me golpeó mucho: era una película de terror absoluto que me provocó pesadillas. Por su color, por aquella madrastra tan mala. Pero en realidad, yo llegué al cine más bien por los tebeos porque el cine estaba muy lejano, luego aquel lío de las toleradas y no toleradas, y sobre todo por el juego de la caja de zapatos.
Una vez acabado el bachillerato, trabajó de botones en una oficina, luego en laboratorios Ártica de papillas y finalmente en el Banco de Bilbao. Sus inquietudes artísticas iban en aumento, de tal forma que frecuentaba una tertulia en el café Baviera con otros amigos como Ángel Azpeitia.

-Éramos víctimas de las ironías de Miguel Labordeta, que nos llamaba La Deposición. Nosotros surgimos por oposición al café Niké, del que decíamos que lo formaba un grupo de dinosaurios. Fundamos un teatro de cámara, el Cigarral. A Niké lo considerábamos lo establecido, el orden. En esa época estrené mi primer corto, La Herradura, sobre la Base Aérea Americana y lo presentó con valentía Guillermo Fatás Ojuel en el Cineclub de Zaragoza.

Artero acabaría pasándose a la tertulia DEL Niké, pero por aquellos días, en que ya se empezaba a pedir en la taberna la botella de vino con cacahuetes, veía a José Luis Borau que hacía peña vespertina en Casa Félix con José Pérez Gállego y Eduardo Fauquié, o iniciaba su amistad con José Luis Pomarón.
-Pomarón fue esencial para mí. De él aprendí técnica, aprendí a manipular una cámara. Era un técnico estupendo y un gran artesano. Yo creo que es el Hombre del cine en Zaragoza y apostó muy fuerte con Moncayo Films. ¿Víctor Monreal? Creo que son incomparables. Era un buen fotógrafo, un excelente profesional, pero no tenía el talento creador de Pomarón. Yo trabajé con éste como actor en El deseo de cristal. Algo más tarde, gané el premio de guiones Club Cinemundo. Te daban un dinero con el que podías hacer tu primera película, que fue Lunes, donde abordaba un timo de pisos que había vivido muy de cerca en la Zaragoza de los 50. En esa época ya me había pasado a Niké.

-Agregue su particular visión a la leyenda del café.
-Niké era un lugar de encuentro sin declaración alguna, sin programa. Los que andábamos por allí teníamos el estigma del marginado. Éramos sospechosos: sospechosos políticos, sospechosos poéticos, sospechosos sexuales, sospechosos pictóricos. Todos estábamos bajo sospecha. Y no es que el Niké fuera unitario, salvo en lo que concernía al rechazo al régimen. ¿Cuál fue la suerte del Niké? Pues que hasta el actual Rey, que también era un sospechoso iba allí casi todas las tardes a tomarse su té con pastas. Iba y se sentaba en la misma silla en que lo hacía Julio Antonio Gómez. Siempre nos lo contaba el camarero Ernesto, que era muy entrañable y muy alcahuete, “ha estado esta tarde con su hermana la ciega”, nos decía.

-Ha hablado de Julio Antonio Gómez...
-Sí. Qué puedo decirle. Murió de amor. Era la inmensidad, un hombre muy inefable. Todos conocemos su vida exterior; su vida íntima era infinita, era como una zambullida en el abismo.

-¿Qué relación mantuvo con Miguel Labordeta?
-Miguel Labordeta era cualquier cosa menos el poeta provinciano que algunos creen. Él nos traía esos poetas desconocidos y despreciados como Vladimir Maiakovski o César Vallejo. Sabía antes que nadie lo que estaba pasando en Europa o en el mundo en la poesía. Fue un magisterio continuo para mí, como lo fueron Manuel Rotellar, el citado Pomarón o Eduardo Faquié. Le dediqué a finales de los 80 una Biografía interior en TVE en la que intervenían su hermano José Antonio Labordeta, su hija y sobrina de Miguel Ana.

Artero ya estaba inmerso en la vorágine de la curiosidad, de las artes y del compromiso. Y eso le llevaba a frecuentar París siempre que podía. Visitaba a los exilados o la Cinemateca.
-Yo quería cambiar el mundo. Son esas cosas absurdas y maravillosas de los 18 años, aunque sigo pensando lo mismo. Empecé escribiendo una obra de teatro que envié al premio Lope de Vega, pero pensé que el cine podía llegar a más gente y ser más eficaz. Mi madre solía decirme: “Hijo mío, juegas contra los americanos y no tienes nada que hacer. Vas a perder”. Pero el cine me apasionaba cada vez más y me había propuesto estar en el mundo a través del cine.
El paso siguiente, en los primeros 60, fue dejar el Banco y trasladarse a Madrid, a la Escuela Oficial de Cine. Allí coincidió con Berlanga, Saura, Borau, Claudio Guerín, Pilar Miró. Volvió a dar muestras de su inconformismo, de su heterodoxia pertinaz.
-Realicé, entre otros trabajos, el corto Doña Rosita la soltera, que me cortó Fraga. Yo quise meter unas cuñas que situasen aquel drama, una crítica de la educación sentimental condicionada por la I Guerra Mundial, las famosas huelgas, la Semana Trágica de Barcelona. La obra es muy necrofílica. Pues bien, quise meterle unos apuntes del No-Do y de un documental de Fernández Cuesta, Vivir en Madrid, realizado por oposición al de Fredéric Rossif Morir en Madrid, pero Fraga cercenó esas cuñas.

-Borau tuvo un detalle muy hermoso con usted...
-Tengo una muy buena relación con él. Él mandaba una crítica para la última página del Heraldo de Aragón y a veces me encargaba a mí que la hiciese yo y firmaba Interino. Pero no sólo eso: cuando iba a pagar mi matrícula en la Escuela, siempre me decían: “Su matrícula ya la ha pagado el Señor Borau”. Él sabía de mis apuros económicos. Borau es una persona muy delicada y exquisita, de una bondad indescriptible. Siempre he sentido agradecimiento. Ni siquiera tienes que humillarte ni él deja que te humilles. Hay una cosa curiosa: Borau y yo fuimos los únicos que terminamos la carrera en tres años en la Escuela, que por otra parte era como una especie de espejo deformado del Niké, otro lugar de encuentro de marginados y sospechosos que solían cometer barbaridades. Y terminé la carrera porque necesitaba méritos para empezar a trabajar y ganar algún dinero. Estaba acuciado por el hambre, esa es la verdad.

Y para que no faltase la polémica que siempre acompañó su trayectoria, Artero era vigilado de cerca por el coronel Fernández Posada, del Servicio de Investigación Militar, quien descubrió que al joven cineasta le habían falsificado (y regalado) en Zaragoza el certificado de Reválida. Le hicieron un juicio en Zaragoza y fue expulsado, aunque cuando se hizo efectiva la sentencia ya había terminado los tres años de estudios en la Escuela, con espléndido aprovechamiento. Paradojas de la vida: su buen rendimiento académico le hizo acreedor de una beca para ir al festival de Cannes. Serrano de Osma, que era el decano, lo llamó al despacho y le dijo: “Con mucho dolor de corazón, no nos queda más remedio que darle la beca a usted, Artero. Pero no diga usted nada, que lo conocemos”. Y él, dulce e iconoclasta, lo decía todo.
-¿Cómo iban a amordazarme? Me preguntaban en Cannes cómo estaba el cine en España. “¿Cómo va a estar?”, les contestaba. “Está fatal, terrible. ¿Qué puede dar el franquismo en cine o en nada? La gente está luchando contra eso. Y lo que hay es el producto de la lucha a muerte contra el franquismo”. Claro, ya la había armado. Pero había muchos compañeros que me apoyaban. En la Escuela iba haciendo cosas: Trabajos de adolescente con una referencia explícita al fusilamiento de Grimau, que fue por entonces, Viaje de bodas, basado en un texto de Cesare Pavese. Yo creo que era un terrorista conceptual y sigo siéndolo todavía. Y empezaron a llamarme los productores y así pude hacer mi primera película, El tesoro del capitán Tornado, que me estropeó la censura. Era un filme infantil de gánsters y piratas. Ya no existe porque el Ministerio, con un aragonés al frente, Pascual Cebollada, lo destrozó. Cebollada ejercía el terrorismo de estado, era el censor máximo sobre todo del cine infantil. Ordenó un remontaje y yo saqué mi firma del filme. Al final hubo una pequeña traición de otro aragonés, Raúl Artigot, y él asumió la cinta como suya. Hizo mal en colocar su firma y no decirme nada, pero eso ya pasó hace años y no tiene importancia.
Unos meses más tarde, en la reunión de los Clubs de Cine que se celebró en Sitges, Artero insistió en su apuesta por un cine más radical –de allí saldría una especie de manifiesto “por un cine más independiente, al margen de las estructuras sindicales, estatales e incluso industriales, y por la absoluta libertad en la expresión cinematográfica”- que iba a cristalizar en Blanco sobre blanco (una proyección sin película en una pantalla completamente blanca) y en Del tres al once, un cortometraje hecho con las guías de proyección de dos rollos que le había regalado Pablo del Amo.
-El primero era una reflexión del cine, qué son las sombras chinescas y también sobre la destrucción del discurso representativo del cine. El segundo era una meditación sobre lo que no se ve, lo que se escamotea al espectador. Yo recuerdo que en el viejo Iris daba saltos de alegría cuando veía aquellos inicios de la película con colas, con números, con rayas. Decía: ¡Qué bonito! Esa experiencia cristalizó en el documental Monegros, cuando se decía aquello de “Atención, atención”.

-Monegros fue muy elogiado. ¿Qué pretendió hacer?
-El documental no es un documento. Siempre hay una mediación, que es la cámara. Yo cogí una realidad arquetipada y, a diferencia de lo que hizo Buñuel en Las Hurdes, quise ofrecer una negación de la realidad. Yo creo que al cineasta le es imposible dar la realidad. Con Monegros quise negar la existencia del documental.
Pero desde entonces, Artero ha seguido trabajando con pausas, con problemas de producción y con la misma osadía. Ahí están Trágala perro (1981) con Amparo Muñoz, un filme acerca de la apariencia y la superchería a través de la figura de Sor Sulpicio, y su última cinta, Cartas desde Huesca, con Fernando Fernán Gómez y Myriam Mezieres.
-Es una película que partió de Los papeles de Aspern de Henry James, en el que quise expresar el rechazo a la cultura como mercancía. El viejo anarquista se suicida antes de entregar los poemas póstumos al editor y después de haberlos quemado. Fue un homenaje a los viejos anarquistas y quise ofrecer una visión anarquista de la cultura, de la que me siento muy cerca. Odio la cultura como escaparate.

-Lo habíamos detectado. ¿Qué le queda por hacer?
-Mi gran sueño es el Pedro Saputo de Foz, del que ya hice un fragmento en fabla en Pleito a lo sol. Es un libro que me emociona y que me descubrió Rafael Gastón, el padre de Emilio, el abogado, político y ex Justicia de Aragón. Y compañero de las noches del Niké.

--Celebramos un siglo de cine. ¿Cuál es el balance de un heterodoxo?
-Yo creo que hace cien años que se murió el cine. Cuando nació el cine hubo dos fenómenos: los Lumière, que eran el documento, la realidad. Y Méliès, que era la magia, el discurso destructivo. Ya ve quién ha ganado: los Lumière.

--¿Por qué es Aragón tierra de cineastas?
-Yo creo que Aragón es más rabelesiana que cervantina, más de imágenes que conceptual.¿Quiere decir eso que el aragonés tenga un ojo especial? Hombre, sería un ojo muy terrible.

-Sin embargo, usted parece que ha rodado poco y que se ajusta al cliché de vanguardista y maldito.
-No creo que haya rodado poco. Estoy contento en la medida de lo posible con lo que he hecho. Ahora bien, en los últimos años ha surgido la figura del director-productor, y yo intento aprovechar las pocas rendijas que me deja el sistema. No me queda más remedio que aceptar esos epítetos, muy a mi pesar. Pero yo no sé porque el cine ha tenido que desarrollar el discurso de la novela del siglo XIX: chico encuentra chica, chico pasa dificultades, chico se enamora de la chica. ¿Es que todo tiene que ser asó? El cine es específicamente un cine más temporal que narrativo. Y yo cuanto más narrativo veo el discurso, menos cine encuentro en la película.

--¿Cuál es su camino o su sueño de cine?
He tenido mis dudas acerca del cine que quiero realizar. A mí me encantaría que el cine fuese como el big bang: todo es según el lugar que ocupa el observador en el espacio y en el tiempo. Me encantaría hacer una película que fuese al revés, que empezase en la tumba y que terminase en el vientre de la madre del protagonista.

--Háblenos de sus pasiones privadas: de películas y directores.
-Carl T. Dreyer, Tarkovski. Arthur Ripstein, de los de ahora; Bresson, Godard, que me ha enseñado mucho cine, Sträub, y Rosellini, por supuesto. ¿Mis películas? Francesco, juglar de Dios de Rosellini, La Gertru de Dreyer, Crónica de Ana Magdalena Bach de Staüb o La zona de Tarkovski.

-¿Actores?
No he pensado nunca en ello. Quizá, por mitología, me quedaría con Michel Simon de El Atalante de Jean Vigo, el joven Marlon Brando y Louise Brooks.

--¿Cuál es su película ideal?
-La película que me hubiera gustado hacer es Crónica de Ana Magdalena Bach, de Staüb, porque es de lo más cinematográfico. Son las fugas de Bach contadas por su hija. No hay estructura narrativa, tiene una estructura temporal más cercana a la música que a la literatura.

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