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Antón Castro

CAAMAÑO, UN GALLEGO EN ARAGÓN

Mi biblioteca es un puro desconcierto. A los amigos que alguna vez vienen por casa –estos días estuvo Javier Burbano, días atrás José Mari “Cuchi” Gómez, antes Alfredo Castellón, hasta hace algún tiempo Félix Romeo era un asiduo comensal…- les prohíbo que hablen del caos de libros arracimados. La prohibición no alcanza ni los tres kilómetros o tres días de silencio. Es lógico. Extravío los volúmenes, los recortes de periódico, las revistas, las carpetas temáticas que abro todos los días con portadillas como éstas: “Javier Marías”, “historias de pintores”, “los fotógrafos”, “reportajes de fútbol”, “historias reales para cuentos ficticios”, “crímenes extraordinarios”… El sábado anduve por allí buscando cosas para un libro de artículos y para una historia muy personal del Real Zaragoza, que no sé bien si acabaré algún día, más que acabarla, no sé si sabré reunir o escoger entre las más de mil páginas que he escrito. Y me encontré con volúmenes de fotógrafos locales, a los que soy tan aficionado; especialmente me quedé con dos monografías que tengo de Ramón Caamaño (que estuvo en Aragón y me dijo que había conocido, en el santuario de A Virxe da Barca a un fotógrafo aragonés cojo de una pierna que hacía un reportaje sobre ballenas, aparecido en “El Ideal Gallego” hacia 1956 ó 1957). En una de las páginas, además de varios recortes de “La Voz de Galicia” sobre la caza de ballenas en Galicia, dirigida por cierto por un japonés, encontré este texto:

Hasta hace muy poco si el viajero al atardecer decidía buscar la Costa de la Muerte, allá en A Coruña, y visitaba ese mundo de playas, acantilados y faros azotados por un viento que zumba, en Muxía se encontraba con un fotógrafo menudo y simpático, Ramón Caamaño, que había colocado un puesto de fotos, álbumes y recuerdos. Iglesias, equipos de fútbol, lanchas, mariscadoras y marinos poblaban el tenderete, pero lo mejor era conversar con él. Recordaba su historia personal: decía que siendo niño le retrató una viajera norteamericana, Ruth M. Anderson, y que con sus objetivos había captado casi todos los naufragios del lugar. Había un instante en que contaba cómo pasaba las máquinas de cine ambulante por el océano, también fue proyectista, y evocaba su estancia en Aragón durante la Guerra Civil. Primero estuvo en Zaragoza, atravesó el Ebro con su compañía por un puente de madera alzado sobre toneles de vino, e hizo una temeraria foto ante el cartel de Magallón, que estuvo a punto de costarle un consejo de guerra; luego se trasladó a Huesca, solía decir que “era una ciudad bellísima, rodeada por una muralla”, y más tarde se desplazó a Teruel, siempre como agregado a los laboratorios de fotografía que retrataba las posiciones republicanas que bombardearía la aviación nacional. Solía hacer retratos de sus compañeros por una peseta y revelaba en las trincheras tapadas con ramas. No volvió jamás a Aragón, pero lo perfilaba una y otra vez con su prodigiosa memoria mientras el mar se encabrita y se deshace en olas grandiosas, de casi 20 metros, en la Costa de la Muerte.

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