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Antón Castro

ALBARRACÍN EN PARÍS Y OTRAS SOMBRAS

En mi primera estancia en París apenas compré libros. Cosa infrecuente, y de la que me arrepiento. Pero sí me ocurrieron cosas singulares. José Miguel Marco, el fotógrafo de “Heraldo”, sin duda uno de los más artísticos y reflexivos de Aragón en estos momentos, me había hablado de la aparición de una antología de Jean Dieuzaide en la serie “Reporteros sin fronteras”. El fotógrafo francés –definido en “El País” como “el hombre de un millón de negativos”- había fallecido en 18 de septiembre de 2003. Es uno de los grandes del fotoperiodismo europeo, un creador en la línea de Eugene Smith o de Nicolás Müller, por poner dos modelos equiparables a su obra. Estuvo en Portugal (obtuvo imágenes de una gran energía visual), Italia e España en varias ocasiones.

En los años 50 y 60, viajó por Aragón, recorrió distintos lugares como Albarracín (hizo una de las más reconocibles fotos de la Casa de la Julianeta en 1955), en Santa Cruz de la Serós (ahí, en 1961), en Jaca, en la Ribagorza. También viajó a otros lugares del país como Toledo, Sevilla, Granada, o Port Ligatt, donde efectuó una de las fotos más famosas de Dalí, aquella en que emerge del agua con su inmensa cabeza y su largo bigote, rematado en ambos extremos por dos flores. Pues bien, yendo por París, por el boulevard Saint Michelle cuando caía la noche y se encendían las luces y el frío, pasamos ante una galería que anunciaba, sin ostentación alguna, una muestra de Jean Dieuzaide. Entramos y en aquella apretada retrospectiva sólo había una foto de Aragón: la de la Casa de la Julianeta. Me pareció un bonito detalle: encontrarse el Albarracín de hace medio siglo en una de las partes más modernas de París, en una galería acaso sin nombre dominada por la mirada de tantos españoles y portugueses a los que la fotografía les devolvía a la vida con una inusitada fuerza de resurrección.

También compré otro libro de un personaje maravilloso: Eli Lotar, operador de cámara, responsable de foto fija y realizador. Lotar es conocido entre nosotros no por su amistad y colaboración con Antonin Artaud o Jacques Prevert, Man Ray o Kertesz, ni siquiera por liderar una tendencia de gran refinamiento geométrico en la fotografía, sino por su colaboración con Luis Buñuel en “Las Hurdes. Tierra sin pan”, donde actuó como operador de cámara; luego, invitado por el cineasta, estuvo en España en varias ocasiones, incluso durante la Guerra Civil, e intervino en foto fija en la película “Una jornada de campo” de Jean Renoir. Llegó a hacer películas e inspiró a Alberto Giacometti, en 1964 y 1965, cuando se había aislado de todos y sólo era un errante caballero de la noche, tres bustos. Eli Lotar fue objeto de una exposición de sus fotos en el Centro Pompidou en 1993. Es autor de una obra muy singular: está al principio en una línea donde le interesan las construcciones de los elementos, pero también los picados y contrapicados de París, los derribos y los barrios marginales, y finalmente evoluciona hacia una obra llena de sutileza, de lirismo, de magia, perfectamente construida, donde predomina el retrato. Eli Lotar, como su compañero Pierre Unik en “Las Hurdes. Tierra sin pan”, es un personaje fascinante, o cuando menos enigmático. Por eso, al verlo, ya me arrojé sobre él con codicia de lobo.

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