MEMORIA DE DÍAS DE REYES EN GALICIA
Para Reyes, cuando yo era niño allá en Castelo (Santa Mariña de Lañas), mi padre volvía a Suiza. Iba a despedirlo hasta la estación de autobuses, cosido a su traje de pana marrón, intranquilo, con los ojos arrasados de lágrimas. Era la única vez en que no veía aquel esbelto sendero de los maizales, el muro de zarzas, la encrucijada de mirtos que había que doblar hasta salir muy cerca de la calzada y de la estación y de la taberna Recouso donde vi mis primeras películas y una serie inolvidable, casi remota, Los Monroe. Mi padre no hablaba nada. O casi nada. Como mucho, antes del último abrazo, me decía: Xa sabes que quedas de dono da casa. Ti es o rei mentres estea fora. Me miraba un instante, y agregaba: E cando volva, tamén. Como agora.
Mis regalos eran sencillos. Recuerdo que yo mismo me fabricaba mis primeras baterías de música con un palo de laurel o de roble (de carballo) y con las latas de aceite de todos los tamaños. Latas amarillas La Giralda que compraba con mi madre en A Coruña, a vila entonces a secas, cerca del mercado de María Pita. Y mis primeros balones de fútbol eran de trapo, de gruesos calcetines de lana. Acabé haciéndolos bastante bien. Luego, como quería ser labrador y carpintero, las dos cosas a la vez, mi padre me compraba tractores de plásticos y pequeñas furgonetas de colores en las ferias de Paiosaco y Carballo, y maderas de todo tipo en la carpintería Ferro, que eran primos hermanos suyos y le hacían rebaja. Construía pequeñas cosas sin conciencia del tiempo, aunque el proyecto mayor, el más monumental para un niño de ocho años, fue cuando me empeñé en fabricar un gallinero. Lo hice, lo alcé sobre el suelo e incluso hallé acomodo para mis saltos suicidas al vacío, a la tierra blanda y pegajosa de las eras.
Mi padre era cariñoso y, sin embargo, parecía hosco. Distante. Pero me dejaba comer sentado en su regazo y en su propia plato: caldo, filloas (es decir crépes) e incluso unas tiras de tocino blanco y finísimo como hoja de maíz. Siempre barruntaba cosas para sí mismo, trabajos en el campo o en el monte, visitas a su padre, tratante de ganado y albéitar, pero yo lo veneraba como un dios. Mis mejores días de entonces están ligados a él, a él y aquellos juegos a vaqueros por los montes de As Croas (donde los Carré Alvarellos dicen, en Lendas tradicionais de Galicia, que había gallinas que ponían huevos de oro) con pistolas de palo, de abedul y laurel, casi siempre. Podría decir que el laurel ha sido el árbol legendario de mi niñez, más incluso que el castaño. Entonces me sentía Trampas (Doug McClure) o El Virginiano (James Drury), y azotaba las ancas del caballo imaginario en mis propias nalgas. Vamos, jia, jia, Lucero.
Tengo recuerdos imborrables con mi padre: quizá uno de los más hermosos se remonta a un día cuando fuimos juntos a por agua a la fuente diáfana del centro de Castelo, a 50 metros de mi casa: puro cristal de sombra con fuego al fondo. Había salamandras azulencas, y a mí me parecían animales fantásticos que, por la noche, invadían mis sueños, reptaban por mi cuerpo y mis sábanas como si estuviesen en aquella transparencia sobrehumana. Mi padre echó el cubo de aluminio caldeiro o balde, le decíamos- y con el agua vino una salamandra. La miramos un poco, la volvimos a mirar, queda, lumbre varada en una represa portátil. Y al cabo de un instante, mi padre, Benito do Touciñeiro, me dijo: Déjala. Estos animales no se pueden tocar. Son sagrados. Además, si lo matásemos, nos amargaría la vida para siempre. (Déixaa, home. Estes animais son sagrados, Ademáis, se o mataramos amarguexaríanos a vida a cotío). Quizá traicione la exactitud de los términos, pero no su espíritu. Lo que nadie me había dicho es que al día siguiente, día de Reyes, antes de que mi padre se fuese, había pedido para mí a los Magos una tarta de azúcar y crema riquísima. La abrí y tenía forma de salamandra, o una forma anfibia que era más salamandra que culebra. Me quedé tan deslumbrado que no me atreví a comerla, y cuando el siete o el ocho mi padre me enseñó la maleta de partida, me dijo: No querrás que me vaya a Vevey sin haber probado la salamandra. (¿Non quererás que me vai a Vevey sen ter probado esta píntega?).
Cada vez que se iba, esa tarde mecida de nostalgias y de un punzante dolor que aún no sabía llamar saudade, me acostaba bajo el cobertizo de la casa, aquel cobertizo que tenía algo de porche rústico con un hórreo arriba, enmascarado bajo el tejado, y aplicaba el oído a la tierra. Oía la lluvia persistente, aspiraba la fragancia de la tierra tras el vendaval y creía que había una comunicación secreta entre la tierra que mi padre estaba a punto de pisar y la tierra de mi casa, esa casa más vacía donde yo iba a buscarlo durante meses por los rincones como si fuese un fantasma familiar y necesario que se ha vuelto invisible pero que está en todos los cuartos, en todos los objetos, y cuya presencia percibiría como una caricia incesante.
Mis regalos eran sencillos. Recuerdo que yo mismo me fabricaba mis primeras baterías de música con un palo de laurel o de roble (de carballo) y con las latas de aceite de todos los tamaños. Latas amarillas La Giralda que compraba con mi madre en A Coruña, a vila entonces a secas, cerca del mercado de María Pita. Y mis primeros balones de fútbol eran de trapo, de gruesos calcetines de lana. Acabé haciéndolos bastante bien. Luego, como quería ser labrador y carpintero, las dos cosas a la vez, mi padre me compraba tractores de plásticos y pequeñas furgonetas de colores en las ferias de Paiosaco y Carballo, y maderas de todo tipo en la carpintería Ferro, que eran primos hermanos suyos y le hacían rebaja. Construía pequeñas cosas sin conciencia del tiempo, aunque el proyecto mayor, el más monumental para un niño de ocho años, fue cuando me empeñé en fabricar un gallinero. Lo hice, lo alcé sobre el suelo e incluso hallé acomodo para mis saltos suicidas al vacío, a la tierra blanda y pegajosa de las eras.
Mi padre era cariñoso y, sin embargo, parecía hosco. Distante. Pero me dejaba comer sentado en su regazo y en su propia plato: caldo, filloas (es decir crépes) e incluso unas tiras de tocino blanco y finísimo como hoja de maíz. Siempre barruntaba cosas para sí mismo, trabajos en el campo o en el monte, visitas a su padre, tratante de ganado y albéitar, pero yo lo veneraba como un dios. Mis mejores días de entonces están ligados a él, a él y aquellos juegos a vaqueros por los montes de As Croas (donde los Carré Alvarellos dicen, en Lendas tradicionais de Galicia, que había gallinas que ponían huevos de oro) con pistolas de palo, de abedul y laurel, casi siempre. Podría decir que el laurel ha sido el árbol legendario de mi niñez, más incluso que el castaño. Entonces me sentía Trampas (Doug McClure) o El Virginiano (James Drury), y azotaba las ancas del caballo imaginario en mis propias nalgas. Vamos, jia, jia, Lucero.
Tengo recuerdos imborrables con mi padre: quizá uno de los más hermosos se remonta a un día cuando fuimos juntos a por agua a la fuente diáfana del centro de Castelo, a 50 metros de mi casa: puro cristal de sombra con fuego al fondo. Había salamandras azulencas, y a mí me parecían animales fantásticos que, por la noche, invadían mis sueños, reptaban por mi cuerpo y mis sábanas como si estuviesen en aquella transparencia sobrehumana. Mi padre echó el cubo de aluminio caldeiro o balde, le decíamos- y con el agua vino una salamandra. La miramos un poco, la volvimos a mirar, queda, lumbre varada en una represa portátil. Y al cabo de un instante, mi padre, Benito do Touciñeiro, me dijo: Déjala. Estos animales no se pueden tocar. Son sagrados. Además, si lo matásemos, nos amargaría la vida para siempre. (Déixaa, home. Estes animais son sagrados, Ademáis, se o mataramos amarguexaríanos a vida a cotío). Quizá traicione la exactitud de los términos, pero no su espíritu. Lo que nadie me había dicho es que al día siguiente, día de Reyes, antes de que mi padre se fuese, había pedido para mí a los Magos una tarta de azúcar y crema riquísima. La abrí y tenía forma de salamandra, o una forma anfibia que era más salamandra que culebra. Me quedé tan deslumbrado que no me atreví a comerla, y cuando el siete o el ocho mi padre me enseñó la maleta de partida, me dijo: No querrás que me vaya a Vevey sin haber probado la salamandra. (¿Non quererás que me vai a Vevey sen ter probado esta píntega?).
Cada vez que se iba, esa tarde mecida de nostalgias y de un punzante dolor que aún no sabía llamar saudade, me acostaba bajo el cobertizo de la casa, aquel cobertizo que tenía algo de porche rústico con un hórreo arriba, enmascarado bajo el tejado, y aplicaba el oído a la tierra. Oía la lluvia persistente, aspiraba la fragancia de la tierra tras el vendaval y creía que había una comunicación secreta entre la tierra que mi padre estaba a punto de pisar y la tierra de mi casa, esa casa más vacía donde yo iba a buscarlo durante meses por los rincones como si fuese un fantasma familiar y necesario que se ha vuelto invisible pero que está en todos los cuartos, en todos los objetos, y cuya presencia percibiría como una caricia incesante.
3 comentarios
bacalao -
Esturion -
Anónimo -
Eres el más grande.
La noite de Reis...
Esa es tu patria: la infancia. Lo sé cada vez que te leo. Como en Cantela. Me han gustado mucho los textos que he leído.
Ya veo que podrás hacer feliz a Patricio Julve, ahora que cuelgas imágenes y que has enlazado a Pepe Cerdá.
Todo está bien.
Un abrazo,
A pesar de todo lo que nos regalas, no nos olvidamos de Sonia