ENTREVISTA CON PIERRETTE GARGALLO
PIERRETTE GARGALLO ES HIJA DEL ESCULTOR PABLO GARGALLO.
Pierrette Gargallo no deja de bromear. ¿Conoce usted una pócima que me quite veinte años?. Se ríe a carcajada limpia y es intuitiva: rápida y mortal. Desde hace 40 años se encarga de la gestión de la obra de su padre y está entusiasmada con la última reforma del Museo Pablo Gargallo. Se acerca a Kikí de Montparnasse, y dice: No posó para él. Mi padre la pintó de memoria, igual que hizo con Picasso. Se detiene ante las piezas de chapa y sus patrones, que descubren la cocina más íntima del artista. Quedan preciosos estos recortables de cartón, pero no estoy segura de que a mi padre le gustase verlos aquí. Es como el descubrimiento de un secreto de creación. Pierrette, que posa como una actriz segura de su encanto, exhibe una elegancia infinita. Su padre, o la máscara de sus gestos, está esculpido en su rostro.
-¿Cuál es el primer recuerdo de su padre que le viene a la cabeza?
-Nunca lo había pensado. No debe ser de antes de los cuatro años porque el resto me lo imagino mucho por las fotos. A los cuatro años llegamos a París donde tenía el estudio antes, un estudio muy poco confortable, no había ni luz y tenía el agua en el patio, era una cosa...
-¿Era aquel en el que tenía que poner las ollas cada vez que llovía?
-Sí. No sólo las ollas. Cuando llovía, el techo era de zinc, era una cosa tremenda, como el retumbe de un tambor. En una carta a su madre dice: La niña ha dormido como un tronco. Pero ellos no. Luego encontró en Vincennes un pequeño taller con el patio, no muy bonito. Allí, a pesar de que tampoco era acogedor, tenía un pisito. Allí hizo mucha obra y es donde recuerdo yo más a mi padre. Quiero decir que lo recuerdo a partir de entonces. Y tengo un dibujo, estoy yo durmiendo en una cama que no se ve: no sé si es el dibujo o es mi memoria pero recuerdo todo el ambiente.
-Parece que ustedes vivieron siempre en condiciones muy precarias...
-Hombre. Era la condición de todos los artistas. Los artistas que tenían dinero era muy pocos: Matisse y algunos más. El propio Picasso entonces vivía de una forma muy reducida y más aún los escultores, que tenían la obligación de tener el estudio en planta baja, y el confort era una cosa mínima.
-Una imagen que se deduce de las fotos es que su padre era tremendamente trabajador y concentrado.
-Desde luego. No podíamos hacer ruido los niños. Si venían mis amigos, se callaban. Y cuando oíamos a mi padre cantar una jota, mi madre decía: Ya está. Ya le ha salido la idea y la obra. Ya podíamos jugar.
-¿De veras cantaba tantas jotas su padre?
-No. Cantaba. Tenía una voz de aragonés, y si no cantaba jota, cantaba canciones francesas con un acento tremendo. Yo las he aprendido mal, como las cantaba él, y luego me di cuenta de que las palabras que decía no eran las buenas.
-Ha contado que a menudo le hablaba de Maella y del mundo de su familia.
-Su madre, doña Petra Catalán, era una señora muy seria, muy trágica y muy divertida. Tenía tres hermanos, y cuando hacía la comida, hablaba medio catalán, medio castellano, decía: Chiquets, cómo queréis los huevos?. Todos querían los huevos de forma distinta, y ella aún se inventaba una quinta forma para ella. Comía de pie. Mi padre tenía dos caras: una muy seria y la otra muy alegre. Y eso lo tengo yo también.
-¿Tenía su padre su sentido del humor?
-No, porque yo lo tengo de mi madre. Cuando estaba preocupado por una escultura o estaba leyendo, estaba serio. Mamá decía que no había que molestarlo. Yo miraba por la ventana, veía que estaba leyendo y exclamaba: Pero si está leyendo, no está trabajando. Para que le saliese algo se ve que lo pensaba mucho: la idea, la ejecución, los materiales. Y cuando ya estaba, reía. No es que hiciera muchos dibujos, y además solía romperlos cuando había terminado la escultura. Se volvía alegre cuando le había salido y, sobre todo, con los amigos.
-Ah sí, Pablo Gargallo parece un hombre muy solitario.
-Era solitario en su trabajo, pero la casa estaba siempre llena de gente. Entraban incluso sus amigos cuando no estábamos. Llegábamos a casa y ya había gente: iban personas que luego fueron muy famosas. Iba José Soler Casabón, que era un músico de Mequinenza. Le dejó un estudio a mi padre en 1903, que estaba lleno de chinches. Pusieron algún insecticida o lo que fuese y los chinches se mudaron a la casa de al lado. No se morían, se cambiaban de piso. Él vivía allí en Vercirngetorix, en Montparnasse.
-¿Conoció mucho a Soler o no?
-Sí, claro. Hasta su muerte. Soler sí que fue un solitario. Mamá decía que cuando andaba Soler parecía que insultaba a la tierra. Estaba siempre de mal de humor y contra todo el mundo. Y componía. Ser músico no debe ser fácil y además no quería hacer música normal. Hizo piezas con notas de la Edad Media, no sé, una cosa extraña que no se podía tocar, pero hizo bastantes y ahora lo están estudiando en París. Tengo una partitura que me dedicó. Se murió a principios de los años 60.
-¿Quién más iba por su casa? Usted ha hablado mucho de Pierre Reverdy.
-Era el amigo íntimo de mi padre. Me llamo Pierrette en honor de Reverdy y de mi abuela Petra. Pero también acudían Lloréns Artigas, que era amigo de Barcelona, Miró, venía el matemático Princep, escritores, muchísima gente.
-¿Usted conoció a Max Jacob, el poeta y narrador que murió en un campo de concentración en 1944?
-No lo conocí, lo vi fugazmente. Tengo una foto en un jardín; un instante después le hacen a él una en el mismo sitio. Yo tendría tres años. Mi padre lo admiraba mucho.
-Cuando me dice que Reverdy o Lloréns Artigas eran los grandes amigos de su padre: ¿cómo se manifestaba esta amistad, dónde se encontraban?
-Hablaban hasta las tres de la mañana en casa. Hablaban y reñían, tenían disputas, tenían conversaciones demasiado profundas que yo no entendía. Eran temperamentales. Yo en realidad no me di cuenta de casi nada: lo que sé es que toda esta gente venía a casa y me los encontraba. De repente, ibas a la cocina y allí estaba Reverdy preparando algo. Yo veía que mi padre era una persona muy respetada. Más respetada que importante. Teníamos una relación total. Cuando mi padre trabajaba, yo era la única que podía entrar en el estudio. Y a veces dibujaba a su lado. Mamá, por lo que fuera, no se podía levantar por la mañana. Desayunábamos mi padre y yo juntos primero y él le llevaba el desayuno a la cama. Después del café ya emergía mi madre, pero antes no.
-¿Qué le contaba?
-El otro día encontré su agenda de direcciones y está llena de dibujos míos, y qué dibujos. Él dibujaba bailarinas, caballos, arlequines. Cuando terminaba de trabajar, me decía: Titeta, maca, vamos a comprar. ¡No se puede imaginar los nombres que me daba! Algunos eran tan ridículos que casi ni me atrevo a recordarlos. Él era muy lector de Dostoievski, le apasionaba La Biblia, sabía mucho de mitología griega y latina, y luego descubrió a Nietzsche con sus amigos y esto fue determinante. Fue toda una revolución para ellos. Le cuento esto porque mi padre no era contador de historias, aunque alguna vez me recordaba que, en Maella, cuando era muy niño, desayunaba pan con aceite y ajo y madrugada para lavar los caballos de su padre, que hacía el correo a Caspe o me contaba cómo esculpió La chica de Caspe. Cuando estaba libre me acompañaba en todo: al jardín, a la calle a por tabaco, al café Dome, el de Montparnasse, que era el café de los artistas. Había artistas que se pasaban allí hasta siete horas esperando a ver quien les pagaba el café. Artistas buenísimos: gente como Modigliani. Uno de los más pobres era Juan Gris, que era un hombre delicioso.
-Juan Gris fue quien presentó a su padre y a Magali Tartansson en 1913.
-Fue por casualidad. Mamá era costurera y dormía en un convento de monjas que eran del sur de Francia como ella. Mi madre iba a trabajar y volvía al convento por la noche. Ese convento estaba muy cerca de la rue Blomet, donde mi padre tenía el estudio de las ollas. Juan Gris era muy guapo e intentó salir con mi madre dos o tres veces. Y uno de estos días en que intentaba cortejarla, ella le preguntó: ¿Y usted adonde va? Siempre al mismo sitio. Voy a ver a escultor amigo mío que vive ahí. Lo acompañó, vio a mi padre y mi madre se enamoró de inmediato. Juan Gris era muy buena persona, nada celoso, en cambio Picasso era una cosa tremenda Está bien que los amigos tengan éxito pero no demasiado...
- Picasso fue muy generoso con su padre.
-Es que eran amigos de Barcelona, de los tiempos de Els Quatre Gats, tenían la misma edad. Eran íntimos amigos. Picasso se volvió difícil cuando ganó dinero, pero antes era hospitalario, dejaba dormir a todo el mundo en su casa. Papá durmió la primera noche en Francia en casa de Picasso.
-Le iba a recordar la historia del dibujo de Picasso. Cuando sus padres se casaron en el año quince en Barcelona...
-Porque mi abuela francesa no quiso darle el permiso a mi madre. Mamá era menor, y entonces no podías casarte antes de los 21 años... Mi madre llegó a pensar que mi padre no quería casarse con ella. Cuando decidieron marcharse a España, mi padre reunió las cuatro pesetas que tenía y no tenía suficiente dinero para hacer el viaje ni el pasaporte ni nada. Picasso le dijo: Pues vende ese dibujo que te he dado. Años después Palau i Fabra encontró ese dibujo. No puedo ver tu dibujo, dijo mi padre. Picasso insistió: Sí hombre, sí. Pensó que se habían enfadado para toda la vida. Nada de eso: además Picasso le dio el nombre del marchante que se lo iba a comprar. Mi padre vendió el dibujo como quien vende el alma. Picasso los fue a despedir a la estación y les llevó una acuarela como regalo de boda que conservo en casa. Es una anécdota entrañable.
-¿Entendía de arte su madre?
-Tenía mucho talento. Y los amigos de mi padre la querían mucho. Además era guapísima, ahí están las fotos. ¡No sabe qué cara de tormento tenía mi padre en ocasiones y había que aguantarlo y entenderlo!, pero era muy padre. Para decirme que me quería jugaba con las palabras. Y firmaba muchas veces con Pum, Papum.
-¿Cómo recuerda la muerte de su padre en 1934?
-Había venido a realizar exposiciones en España. Pudimos venir una vez que se había inaugurado la muestra, mamá lo encontró muy, muy cansado. Le dijo: Pablo, estás muy deshecho. El dijo: Con tres días en Maella ya me pongo bien. Pero no fue así. En aquel tiempo lo curaba siempre un amigo de la infancia, el doctor Jacinto Reventós, que le había dicho: Si sigues así te mueres. Debía descansar pero ya no tuvo tiempo...
-Usted acabó dedicándose a la escultura. Pero vivió muchas peripecias.
-A mí acabó fascinándome el oficio de su padre. Me animaron sus amigos, en especial Llorens Artigas, y entré en la Escuela de Artes Decorativas. Después vino la II Guerra Mundial. Mi madre era muy francesa y sabía que llegaban los alemanes, que estaban ganando la contienda. Nos vamos. Yo no los quiero ni ver. Y nos fuimos andando, toda Francia estaba en la calle y todos se bajaban al sur. Nosotros teníamos muchos amigos en Céret en los Pirineos, donde estaban ya los Artigas, Raoul Duffy, el hispanista Jean Cassou, Manolo Hugué, y nos fuimos allá. Casi todo el París artístico estaba allí. Estuvimos muy bien, pero mamá tenía unos principios políticos intensos, y claro, no callaba. Nos denunciaron unos soldados de Petain, que se introducían de manera inadvertida entre la gente, y el alcalde mismo le había advertido: Señora Magali, tendría usted que marcharse. La situación no es la adecuada. Yo soy francesa. A mí no me harán nunca nada, respondió. Pues sí, le hicieron y nos mandaron los propios franceses a un campo de concentración de ocho barracas.
-¿Llegaron a correr peligro de muerte?
-Yo creo que no. Muchas personas se fueron y ya no volvieron. Destruyeron el campo y mandaron a todas las mujeres a Alemania, pero a nosotras nos salvó el hecho de que el director del campo dijo: Usted, señora Gargallo, es española y la han denunciado como francesa. Aquí hay un fallo. Está usted libre. Nos vinimos a España acompañadas por dos policías, y eso cuando eres joven impresiona. Había muchas mujeres: alemanas, judías, francesas, las putas, las espías (que tenían de espías tanto como yo), las españolas. Nosotras estábamos con las alemanas. Había una señora germana muy simpática que echaba las cartas; a mamá le echó las cartas y no vio nada. Me las echó a mí y me lo dijo todo desde aquel día, y duró siete años todo lo que me predijo.
-¿Qué le predijo?
-Me anticipó que, gracias a mi propio trabajo de escultora, me saldría una ocasión fenomenal. Acertó en todo. Llegué a Barcelona, Lloréns Artigas me presentó al director de la galería Argos, un tal Darnell, que me hizo un contrato de siete años. Hice unas figuritas esmaltadas, cada vez eran menos esmaltadas y más figuritas de terracota. Gustaban mucho, eran muy cursis, ésa es la verdad.
-¿Y luego?
-Mamá quería. Poco a poco conseguimos el permiso y nos fuimos a París. Habíamos vuelto alguna vez, había dejado la casa y el estudio a amigos. Y también habían ido los alemanes a robar.
-¿Qué había ocurrido con las obras de su padre?
-Fueron rescatadas por el estado francés. Fue un milagro. Cuando estalló la guerra en 1939, vino un representante del gobierno francés y nos dijo: Mire, Magali, a mí me han encargado que recoja todas las obras de los artistas para guardarlas antes de que vengan los alemanes o puedan ser destruidas por los bombardeos. Se llevaron todo en cajas: mármoles, piedras, metales. Todo. No teníamos ni recibo. Nada. Pero había muchas otras cajas de otros artistas. Se fueron paseando por Francia, de un castillo a otro castillo o en un famoso tren. Cuando retornamos definitivamente, hacia 1947, quisimos saber qué había ocurrido con las cajas. El director del Museo del Petit Palais, que era el escritor Henri Chamson, nos dijo que tenían muchas cajas en los sótanos. Estaban todas. Todas. Y nos las devolvieron. Se hizo una exposición muy bonita en 1947 en el Petit Palais. Tuvo un gran eco: era una de las primeras exposiciones que se volvían a hacer en Francia después de la II Guerra Mundial.
-¿Se daba usted cuenta de que el trabajo de su padre exigía mucho esfuerzo?
-Mental y físico. También ocurría una cosa que le debilitó. Mi padre tenía un marchante, Georges Vernheim, que era un hombre estupendo pero le cogía todas las obras en hierro al instante en que estaban terminadas. Y claro y él sufría porque no quería vender. Las escondía si podía. Poco antes de morir estaba trabajando para una exposición en Nueva York y otra en Barcelona.
-¿Cuál es la valoración que hace usted de la obra de su padre?
-Mi padre hacía dos tipos de escultura, siempre juntas, alternaba una obra clásica con una de vanguardia, de descubrimiento. Alcanzó la fama por la parte innovadora, la interpretación, pero si no hubiera la base auténtica de la obra clásica no hubiera podido hacer nada. Por eso pienso que más fundamentales son las obras clásicas; su invento fue el metal, la chapa, el estudio de la sombra y de la luz, el hueco. No es posible hacer una obra de renovación y de vanguardia, salvo que te venga del cielo, sin haber tenido un fondo clásico, de oficio. Mi padre era muy humano: buscaba siempre la perfección. Y la perfección es el ser humano
-
- ¿Le ha dolido que haya desaparecido el certamen de escultura Pablo Gargallo?
- A mí me sabe mal, claro que me sabe mal, pero francamente jugaron muchas cosas. Era muy difícil de mantener. Hubo muchos cambios de opiniones y pero quizá vuelva a recuperarse algún día. Por cierto, se llamaba Pablo Gargallo...
- ¿Quién es Jean Anguera?
- Por desgracia es escultor. Y además mi hijo. Estuvo muy impresionado por su abuelo, y le resultó difícil alejarse de él. Le ha salido una forma de expresión muy personal. Es honesto, no ha copiado aquí a nadie y continúa su camino.
Pierrette Gargallo no deja de bromear. ¿Conoce usted una pócima que me quite veinte años?. Se ríe a carcajada limpia y es intuitiva: rápida y mortal. Desde hace 40 años se encarga de la gestión de la obra de su padre y está entusiasmada con la última reforma del Museo Pablo Gargallo. Se acerca a Kikí de Montparnasse, y dice: No posó para él. Mi padre la pintó de memoria, igual que hizo con Picasso. Se detiene ante las piezas de chapa y sus patrones, que descubren la cocina más íntima del artista. Quedan preciosos estos recortables de cartón, pero no estoy segura de que a mi padre le gustase verlos aquí. Es como el descubrimiento de un secreto de creación. Pierrette, que posa como una actriz segura de su encanto, exhibe una elegancia infinita. Su padre, o la máscara de sus gestos, está esculpido en su rostro.
-¿Cuál es el primer recuerdo de su padre que le viene a la cabeza?
-Nunca lo había pensado. No debe ser de antes de los cuatro años porque el resto me lo imagino mucho por las fotos. A los cuatro años llegamos a París donde tenía el estudio antes, un estudio muy poco confortable, no había ni luz y tenía el agua en el patio, era una cosa...
-¿Era aquel en el que tenía que poner las ollas cada vez que llovía?
-Sí. No sólo las ollas. Cuando llovía, el techo era de zinc, era una cosa tremenda, como el retumbe de un tambor. En una carta a su madre dice: La niña ha dormido como un tronco. Pero ellos no. Luego encontró en Vincennes un pequeño taller con el patio, no muy bonito. Allí, a pesar de que tampoco era acogedor, tenía un pisito. Allí hizo mucha obra y es donde recuerdo yo más a mi padre. Quiero decir que lo recuerdo a partir de entonces. Y tengo un dibujo, estoy yo durmiendo en una cama que no se ve: no sé si es el dibujo o es mi memoria pero recuerdo todo el ambiente.
-Parece que ustedes vivieron siempre en condiciones muy precarias...
-Hombre. Era la condición de todos los artistas. Los artistas que tenían dinero era muy pocos: Matisse y algunos más. El propio Picasso entonces vivía de una forma muy reducida y más aún los escultores, que tenían la obligación de tener el estudio en planta baja, y el confort era una cosa mínima.
-Una imagen que se deduce de las fotos es que su padre era tremendamente trabajador y concentrado.
-Desde luego. No podíamos hacer ruido los niños. Si venían mis amigos, se callaban. Y cuando oíamos a mi padre cantar una jota, mi madre decía: Ya está. Ya le ha salido la idea y la obra. Ya podíamos jugar.
-¿De veras cantaba tantas jotas su padre?
-No. Cantaba. Tenía una voz de aragonés, y si no cantaba jota, cantaba canciones francesas con un acento tremendo. Yo las he aprendido mal, como las cantaba él, y luego me di cuenta de que las palabras que decía no eran las buenas.
-Ha contado que a menudo le hablaba de Maella y del mundo de su familia.
-Su madre, doña Petra Catalán, era una señora muy seria, muy trágica y muy divertida. Tenía tres hermanos, y cuando hacía la comida, hablaba medio catalán, medio castellano, decía: Chiquets, cómo queréis los huevos?. Todos querían los huevos de forma distinta, y ella aún se inventaba una quinta forma para ella. Comía de pie. Mi padre tenía dos caras: una muy seria y la otra muy alegre. Y eso lo tengo yo también.
-¿Tenía su padre su sentido del humor?
-No, porque yo lo tengo de mi madre. Cuando estaba preocupado por una escultura o estaba leyendo, estaba serio. Mamá decía que no había que molestarlo. Yo miraba por la ventana, veía que estaba leyendo y exclamaba: Pero si está leyendo, no está trabajando. Para que le saliese algo se ve que lo pensaba mucho: la idea, la ejecución, los materiales. Y cuando ya estaba, reía. No es que hiciera muchos dibujos, y además solía romperlos cuando había terminado la escultura. Se volvía alegre cuando le había salido y, sobre todo, con los amigos.
-Ah sí, Pablo Gargallo parece un hombre muy solitario.
-Era solitario en su trabajo, pero la casa estaba siempre llena de gente. Entraban incluso sus amigos cuando no estábamos. Llegábamos a casa y ya había gente: iban personas que luego fueron muy famosas. Iba José Soler Casabón, que era un músico de Mequinenza. Le dejó un estudio a mi padre en 1903, que estaba lleno de chinches. Pusieron algún insecticida o lo que fuese y los chinches se mudaron a la casa de al lado. No se morían, se cambiaban de piso. Él vivía allí en Vercirngetorix, en Montparnasse.
-¿Conoció mucho a Soler o no?
-Sí, claro. Hasta su muerte. Soler sí que fue un solitario. Mamá decía que cuando andaba Soler parecía que insultaba a la tierra. Estaba siempre de mal de humor y contra todo el mundo. Y componía. Ser músico no debe ser fácil y además no quería hacer música normal. Hizo piezas con notas de la Edad Media, no sé, una cosa extraña que no se podía tocar, pero hizo bastantes y ahora lo están estudiando en París. Tengo una partitura que me dedicó. Se murió a principios de los años 60.
-¿Quién más iba por su casa? Usted ha hablado mucho de Pierre Reverdy.
-Era el amigo íntimo de mi padre. Me llamo Pierrette en honor de Reverdy y de mi abuela Petra. Pero también acudían Lloréns Artigas, que era amigo de Barcelona, Miró, venía el matemático Princep, escritores, muchísima gente.
-¿Usted conoció a Max Jacob, el poeta y narrador que murió en un campo de concentración en 1944?
-No lo conocí, lo vi fugazmente. Tengo una foto en un jardín; un instante después le hacen a él una en el mismo sitio. Yo tendría tres años. Mi padre lo admiraba mucho.
-Cuando me dice que Reverdy o Lloréns Artigas eran los grandes amigos de su padre: ¿cómo se manifestaba esta amistad, dónde se encontraban?
-Hablaban hasta las tres de la mañana en casa. Hablaban y reñían, tenían disputas, tenían conversaciones demasiado profundas que yo no entendía. Eran temperamentales. Yo en realidad no me di cuenta de casi nada: lo que sé es que toda esta gente venía a casa y me los encontraba. De repente, ibas a la cocina y allí estaba Reverdy preparando algo. Yo veía que mi padre era una persona muy respetada. Más respetada que importante. Teníamos una relación total. Cuando mi padre trabajaba, yo era la única que podía entrar en el estudio. Y a veces dibujaba a su lado. Mamá, por lo que fuera, no se podía levantar por la mañana. Desayunábamos mi padre y yo juntos primero y él le llevaba el desayuno a la cama. Después del café ya emergía mi madre, pero antes no.
-¿Qué le contaba?
-El otro día encontré su agenda de direcciones y está llena de dibujos míos, y qué dibujos. Él dibujaba bailarinas, caballos, arlequines. Cuando terminaba de trabajar, me decía: Titeta, maca, vamos a comprar. ¡No se puede imaginar los nombres que me daba! Algunos eran tan ridículos que casi ni me atrevo a recordarlos. Él era muy lector de Dostoievski, le apasionaba La Biblia, sabía mucho de mitología griega y latina, y luego descubrió a Nietzsche con sus amigos y esto fue determinante. Fue toda una revolución para ellos. Le cuento esto porque mi padre no era contador de historias, aunque alguna vez me recordaba que, en Maella, cuando era muy niño, desayunaba pan con aceite y ajo y madrugada para lavar los caballos de su padre, que hacía el correo a Caspe o me contaba cómo esculpió La chica de Caspe. Cuando estaba libre me acompañaba en todo: al jardín, a la calle a por tabaco, al café Dome, el de Montparnasse, que era el café de los artistas. Había artistas que se pasaban allí hasta siete horas esperando a ver quien les pagaba el café. Artistas buenísimos: gente como Modigliani. Uno de los más pobres era Juan Gris, que era un hombre delicioso.
-Juan Gris fue quien presentó a su padre y a Magali Tartansson en 1913.
-Fue por casualidad. Mamá era costurera y dormía en un convento de monjas que eran del sur de Francia como ella. Mi madre iba a trabajar y volvía al convento por la noche. Ese convento estaba muy cerca de la rue Blomet, donde mi padre tenía el estudio de las ollas. Juan Gris era muy guapo e intentó salir con mi madre dos o tres veces. Y uno de estos días en que intentaba cortejarla, ella le preguntó: ¿Y usted adonde va? Siempre al mismo sitio. Voy a ver a escultor amigo mío que vive ahí. Lo acompañó, vio a mi padre y mi madre se enamoró de inmediato. Juan Gris era muy buena persona, nada celoso, en cambio Picasso era una cosa tremenda Está bien que los amigos tengan éxito pero no demasiado...
- Picasso fue muy generoso con su padre.
-Es que eran amigos de Barcelona, de los tiempos de Els Quatre Gats, tenían la misma edad. Eran íntimos amigos. Picasso se volvió difícil cuando ganó dinero, pero antes era hospitalario, dejaba dormir a todo el mundo en su casa. Papá durmió la primera noche en Francia en casa de Picasso.
-Le iba a recordar la historia del dibujo de Picasso. Cuando sus padres se casaron en el año quince en Barcelona...
-Porque mi abuela francesa no quiso darle el permiso a mi madre. Mamá era menor, y entonces no podías casarte antes de los 21 años... Mi madre llegó a pensar que mi padre no quería casarse con ella. Cuando decidieron marcharse a España, mi padre reunió las cuatro pesetas que tenía y no tenía suficiente dinero para hacer el viaje ni el pasaporte ni nada. Picasso le dijo: Pues vende ese dibujo que te he dado. Años después Palau i Fabra encontró ese dibujo. No puedo ver tu dibujo, dijo mi padre. Picasso insistió: Sí hombre, sí. Pensó que se habían enfadado para toda la vida. Nada de eso: además Picasso le dio el nombre del marchante que se lo iba a comprar. Mi padre vendió el dibujo como quien vende el alma. Picasso los fue a despedir a la estación y les llevó una acuarela como regalo de boda que conservo en casa. Es una anécdota entrañable.
-¿Entendía de arte su madre?
-Tenía mucho talento. Y los amigos de mi padre la querían mucho. Además era guapísima, ahí están las fotos. ¡No sabe qué cara de tormento tenía mi padre en ocasiones y había que aguantarlo y entenderlo!, pero era muy padre. Para decirme que me quería jugaba con las palabras. Y firmaba muchas veces con Pum, Papum.
-¿Cómo recuerda la muerte de su padre en 1934?
-Había venido a realizar exposiciones en España. Pudimos venir una vez que se había inaugurado la muestra, mamá lo encontró muy, muy cansado. Le dijo: Pablo, estás muy deshecho. El dijo: Con tres días en Maella ya me pongo bien. Pero no fue así. En aquel tiempo lo curaba siempre un amigo de la infancia, el doctor Jacinto Reventós, que le había dicho: Si sigues así te mueres. Debía descansar pero ya no tuvo tiempo...
-Usted acabó dedicándose a la escultura. Pero vivió muchas peripecias.
-A mí acabó fascinándome el oficio de su padre. Me animaron sus amigos, en especial Llorens Artigas, y entré en la Escuela de Artes Decorativas. Después vino la II Guerra Mundial. Mi madre era muy francesa y sabía que llegaban los alemanes, que estaban ganando la contienda. Nos vamos. Yo no los quiero ni ver. Y nos fuimos andando, toda Francia estaba en la calle y todos se bajaban al sur. Nosotros teníamos muchos amigos en Céret en los Pirineos, donde estaban ya los Artigas, Raoul Duffy, el hispanista Jean Cassou, Manolo Hugué, y nos fuimos allá. Casi todo el París artístico estaba allí. Estuvimos muy bien, pero mamá tenía unos principios políticos intensos, y claro, no callaba. Nos denunciaron unos soldados de Petain, que se introducían de manera inadvertida entre la gente, y el alcalde mismo le había advertido: Señora Magali, tendría usted que marcharse. La situación no es la adecuada. Yo soy francesa. A mí no me harán nunca nada, respondió. Pues sí, le hicieron y nos mandaron los propios franceses a un campo de concentración de ocho barracas.
-¿Llegaron a correr peligro de muerte?
-Yo creo que no. Muchas personas se fueron y ya no volvieron. Destruyeron el campo y mandaron a todas las mujeres a Alemania, pero a nosotras nos salvó el hecho de que el director del campo dijo: Usted, señora Gargallo, es española y la han denunciado como francesa. Aquí hay un fallo. Está usted libre. Nos vinimos a España acompañadas por dos policías, y eso cuando eres joven impresiona. Había muchas mujeres: alemanas, judías, francesas, las putas, las espías (que tenían de espías tanto como yo), las españolas. Nosotras estábamos con las alemanas. Había una señora germana muy simpática que echaba las cartas; a mamá le echó las cartas y no vio nada. Me las echó a mí y me lo dijo todo desde aquel día, y duró siete años todo lo que me predijo.
-¿Qué le predijo?
-Me anticipó que, gracias a mi propio trabajo de escultora, me saldría una ocasión fenomenal. Acertó en todo. Llegué a Barcelona, Lloréns Artigas me presentó al director de la galería Argos, un tal Darnell, que me hizo un contrato de siete años. Hice unas figuritas esmaltadas, cada vez eran menos esmaltadas y más figuritas de terracota. Gustaban mucho, eran muy cursis, ésa es la verdad.
-¿Y luego?
-Mamá quería. Poco a poco conseguimos el permiso y nos fuimos a París. Habíamos vuelto alguna vez, había dejado la casa y el estudio a amigos. Y también habían ido los alemanes a robar.
-¿Qué había ocurrido con las obras de su padre?
-Fueron rescatadas por el estado francés. Fue un milagro. Cuando estalló la guerra en 1939, vino un representante del gobierno francés y nos dijo: Mire, Magali, a mí me han encargado que recoja todas las obras de los artistas para guardarlas antes de que vengan los alemanes o puedan ser destruidas por los bombardeos. Se llevaron todo en cajas: mármoles, piedras, metales. Todo. No teníamos ni recibo. Nada. Pero había muchas otras cajas de otros artistas. Se fueron paseando por Francia, de un castillo a otro castillo o en un famoso tren. Cuando retornamos definitivamente, hacia 1947, quisimos saber qué había ocurrido con las cajas. El director del Museo del Petit Palais, que era el escritor Henri Chamson, nos dijo que tenían muchas cajas en los sótanos. Estaban todas. Todas. Y nos las devolvieron. Se hizo una exposición muy bonita en 1947 en el Petit Palais. Tuvo un gran eco: era una de las primeras exposiciones que se volvían a hacer en Francia después de la II Guerra Mundial.
-¿Se daba usted cuenta de que el trabajo de su padre exigía mucho esfuerzo?
-Mental y físico. También ocurría una cosa que le debilitó. Mi padre tenía un marchante, Georges Vernheim, que era un hombre estupendo pero le cogía todas las obras en hierro al instante en que estaban terminadas. Y claro y él sufría porque no quería vender. Las escondía si podía. Poco antes de morir estaba trabajando para una exposición en Nueva York y otra en Barcelona.
-¿Cuál es la valoración que hace usted de la obra de su padre?
-Mi padre hacía dos tipos de escultura, siempre juntas, alternaba una obra clásica con una de vanguardia, de descubrimiento. Alcanzó la fama por la parte innovadora, la interpretación, pero si no hubiera la base auténtica de la obra clásica no hubiera podido hacer nada. Por eso pienso que más fundamentales son las obras clásicas; su invento fue el metal, la chapa, el estudio de la sombra y de la luz, el hueco. No es posible hacer una obra de renovación y de vanguardia, salvo que te venga del cielo, sin haber tenido un fondo clásico, de oficio. Mi padre era muy humano: buscaba siempre la perfección. Y la perfección es el ser humano
-
- ¿Le ha dolido que haya desaparecido el certamen de escultura Pablo Gargallo?
- A mí me sabe mal, claro que me sabe mal, pero francamente jugaron muchas cosas. Era muy difícil de mantener. Hubo muchos cambios de opiniones y pero quizá vuelva a recuperarse algún día. Por cierto, se llamaba Pablo Gargallo...
- ¿Quién es Jean Anguera?
- Por desgracia es escultor. Y además mi hijo. Estuvo muy impresionado por su abuelo, y le resultó difícil alejarse de él. Le ha salido una forma de expresión muy personal. Es honesto, no ha copiado aquí a nadie y continúa su camino.
6 comentarios
Isabel -
Carlos -
A. C. -
Almalé -
Javier -
Un abrazo
Cide -
¿Os habéis fijado en el cactus que sujeta el caballo del atleta moderno? Por lo visto en las maquetas se sujetaba sin cactus y luego Don Pablo tuvo que hacer la "ñapa" para que se sujetara la escultura definitiva.
Gracias por el artículo.