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Antón Castro

AUTOBIOGRAFÍA CON UN FONDO DE AGUA

AUTOBIOGRAFÍA CON UN FONDO DE AGUA Una de tus primeras decepciones va ligada a un río. A un río que no conocías y en cuyas márgenes un grupo de jóvenes apacentaba un domingo de tedio. Tu profesor les había insistido a tus padres en que debías estudiar Bachillerato y que debías trasladarte a A Coruña, pero antes tenías que hacer un examen en el Instituto Eusebio da Guarda para medir tus aptitudes. Lo hiciste: fue una prueba interminable de casi todo, de mucho más de lo que sabías. Matemáticas, geografía, historia, religión, lengua. Entre asignatura y asignatura, hallabas tiempo para ver jugar a los niños en el patio, para contemplar el paso severo de los profesores, para atisbar el misterio de las aulas con sus mapamundis de colores, con sus triángulos y prismas de dura madera. Harto ya de escribir y de intentar responder, aún te faltaba lengua y literatura; el comentario de texto reproducía un fragmento de El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio, que no adivinaste, claro. Ni supiste contestar a una pregunta casi benigna: “¿A quién cree que podría pertenecer este texto? Explique su respuesta”.

Dijiste que apenas conocías más que las lecturas de Senda 7, que no era de Bécquer, ni tampoco de Quevedo, ni de un señor que escribía pautado y en corto como un amanuense al que llamaban José Martínez Ruiz, y que ese río se parecían muy poco a los ríos de tu vida: el Bolaños de tus juegos y de tus atardeceres de natación en cueros; el Anllós o Anllones que había cantado el poeta local Francisco Añón y descubría en su fondo un nido de truchas; el fiero y vertiginoso Xallas que inspiraba muchos de los poemas célticos de Eduardo Pondal; el Miño que habías visto en un viaje a Lugo; el Ebro que habías soñado alguna vez porque, en tus partidos de fútbol con botones en el suelo del salón-comedor, te habías hecho hincha del Real Zaragoza. Y también la presa del molino de Candame que te perseguía como una pesadilla: en ella se había ahogado el hijo del sargento de la Guardia Civil de Arteixo porque había sentido la irresistible llamada del fondo. Y no es una frase retórica: la tarde anterior también se había arrojado en aquella poza de densas aguas y ya estuvo a punto de no contarlo. Oirías aquella historia muchas veces con su vendaval de espantos que se multiplicaban en los labios de tu padre, de los compañeros de clase, de Susana, la hermana de los gemelos Traba, íntima amiga de Maribel, la deslumbrante y esbelta hermana del difunto de la que ibas a enamorarte irremediablemente y en vano. Tu hermano te disuadió de aquella pasión infantil: “¿Cómo puede gustarte esa chavala que tiene andares de potranca? Además, es demasiado mayor. Para mí sí sería ideal”.

Sabrías luego que aquel fragmento del que derivó tu primer fracaso escolar pertenecía al texto de Sánchez Ferlosio. En 1976, cuando viajaste por primera vez a Madrid, invitado por la Universidad Laboral de Alcalá de Henares porque habías ganado un premio de poesía que te entregaron Francisco García Pavón y Luis López Anglada, pediste que te enseñasen no sólo el circuito del Jarama, donde corría el piloto Niki Lauda, sino el río. Lo viste en varios tramos. Se convirtió en un río con leyenda, como tu Bolaños nativo que avanzaba cerca del balneario de la misteriosa floresta. Como el Manzanares, en el que también te reflejaste entonces y en cuyas amenas riberas se habían amado, te contaron, Benito Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán, en el interior de una carroza donde ella había perdido gustosamente su lencería fina.

Nunca llegaste a decírtelo con esta nitidez, pero lo percibías. Un joven que crece al lado del río es diferente, convive con un tesoro de vida. El cauce del Bolaños fue determinante para fijar tu primer sueño de escritor: querías ser poeta, poeta y vagabundo con río, vagabundo y poeta junto al río. ¿Recuerdas cuándo inauguraste tu primer cuaderno de escritor y le pusiste de título: “Cuaderno del río. Las palabras del poeta / 1”? Hacías listas de palabras: la vegetación, el inventario de los peces, topónimos, denominación de los puentes, pequeños cuentos y aventuras que te contaban con un fondo de agua. Y compusiste una colección de tres sonetos, titulada “El río que huye”, donde intentabas explicar en qué consistía el embrujo de ese cauce cotidiano, víbora inacabable que serpea entre la fronda y los prados hacia el mar. ¿Qué te atraía tanto?¿Sería el cristal de aire de la corriente que ofrecía, como en un mosaico de colores, otra vida, un manantial de riqueza, una idea del viaje en el tiempo y un espejo que nos reflejaba a todos?

Luego viniste a Zaragoza en el final del verano de 1978. Nunca te preguntase qué te había traído aquí: llegaste al alba, cruzaste la ciudad adormecida y hacia el mediodía contemplaste por fin el río que tantas veces habías imaginado, que tantas veces habías visto por televisión. Ese río sería otro de tus ríos: ibas a correr al parque Macanaz, ibas a verlo deslizarse bajo los puentes, acudías a cualquier hora sin pretexto a observar los piragüistas diseminados, las torres del Pilar. Era un río caudaloso y oscuro, como una llamada fatal. Supiste que había inspirado a viajeros, artistas y embajadores, que Sender le había dedicado muchas páginas o que Ramón y Cajal, que había vivido aquí en su juventud, le hacía confidencias a la luz de la luna. Supiste que a Juan Benet, cuando pasaba por Zaragoza, le gustaba detenerse en su orilla y cantar las excelencias de aquel paisaje coronado de agujas mudéjares.

Andando los días, leerías muchas monografías sobre ese río de la vida y de la memoria de José Ramón Marcuello, de Jesús Moncada, que lo llenó de navegantes como Arquímedes Quintana y Honorato del Rom y mujeres increíbles como Carlota (inmortalizó el río inmortal, “bramido furioso de aguas sanguinolentas”, en novelas como Camino de sirga y La galería de las estatuas y en sus cuentos), de Arcadi Espada, de Sebastián Juan Arbó, del propio Galdós, de Pereda, de José Antonio Labordeta y de Miguel Mena más recientemente. Siempre recordarás una imagen del locutor y periodista: dice que algunos atardeceres, más allá del río, se ve el majestuoso Moncayo que parece colgar del cielo tras La Almozara. Y te adueñaste de algunos de sus mitos como el barbo de Utebo, el cuerpo de Santo Dominguito de Val y otras apariciones de cuerpos que navegan como leños, la sabiduría humillada y sumergida de Boggiero y Sas, del pozo de San Lázaro, donde había caído en 1971 un autobús que fue rescatado casi una década después, de historias sobre el barquero Tío Toni, de la leyenda de sus pescadores como Jesús Martínez de Alagón, de aquellas almadías atracadas en la orilla izquierda ante un pelotón de niños desnudos, tal como captó la insólita instantánea el fotógrafo Miguel Faci. ¿Y cómo ibas a olvidarte de aquellos buzos metafísicos que Miguel Labordeta imaginó en Oficina de horizonte y en sus diarios que parecían residir en los subterráneos del Ebro? ¿O del cuadro más hermoso del río que has visto nunca: Los placeres del Ebro que pintó Marín Bagüés entre 1934 y 1938? Anotaste en tu “Cuaderno del río / Las palabras del poeta /17” esta cita de Enrique Cock, notario apostólico y arquero de la guardia de Felipe II: “Pásase el Ebro por un bonito puente de piedra de quince arcos, aunque angosto, y tiene una torre en medio que defiende el paso de la ciudad”.

Pero hubo, hay otros ríos imprescindibles. El río Camarena, bajo la falda del monte Javalambre. Pasaste tres veranos irrepetibles en sus riberas, que parecen una línea de sombra con el mundo: pura frondosidad, arcadia de todas las noches, cascadas ocultas de agua cristalina donde cantan las ranas, donde la espuma parece un manantial enceguecido de perlas. Redactaste entonces un libro titulado Los pasajeros del estío, que recoge aquella atmósfera de fábulas arcaicas que también fluye en los sedimentos del río. Más tarde conociste otros ríos: el río Martín, que riega la huerta de Urrea de Gaén y de Híjar, por cuyo entorno paseaste durante casi un lustro de absoluta felicidad. Ahí percibías que la gente crecía, evolucionaba y moría con el río, ahí te percataste de su fuerza tranquila: es como una compañía inadvertida pero pugnaz que sustenta los campos y traza constantes paraísos a su paso. Paraísos para el labrador, paraísos para el hortelano, paraísos para los ruiseñores que encienden la oscuridad con sus melodías desde las higueras y los cañaverales de la ribera. Más tarde, cuando te instalaste en el Maestrazgo, conociste otros cauces: el del río Cantavieja y del río Bergantes, de escasas aguas, pero evocadores de otro tiempo y de un puñado de historias que no se te han borrado de la cabeza. Historias de tesoros ocultos, de bandoleros de la serranía, de Ramón Cabrera y sus tropas, de maquis y buhoneros que se guarecían, lejos de la Benemérita, en las cuevas del río.

Pero quizá el río que te subyuga de verdad es el Guadalaviar cuando envuelve Albarracín: cada mes de mayo te asomas a sus balcones, a los miradores que se ciernen sobre su curva de ballesta entre las rojizas montañas y el enjambre de tejados. Lo ves, primero, cómo llega desde Royuela, cómo abraza el peñascal y el contorno de la Torre de Doña Blanca, y después acompaña y lame el precioso parque. Ese río en espirales es, más que la admirable textura de la piedra y el aroma medieval de la población, el gran pretexto para volver siempre a Albarracín y decirle al viento palabras de amor. Igual que se las dijo Gerardo Diego al río Duero, cuando se preguntaba “quién a acompañarte baja”, igual que se las dice al Ebro el escritor Miguel Mena a largo de sus 1863 pasos cotidianos porque le encuentra siempre matices distintos, fragmentos de belleza y emoción. Lo cual no es sino una elegante manera de refutar a Heráclito, que dijo que uno nunca se podía bañar dos veces en la misma corriente, y a Lao-tsé, que anunció: “El agua no se para ni de día ni de noche”.

Los ríos son una herida de luz en el paisaje, la memoria líquida de aquellos que se asomaron ante la corriente y que nos legaron, como un don esencial, el brillo de sus aguas, la paulatina fecundación de la tierra.

*Acaba de aparecer una nueva entrega de la revista “Laberintos” del I. E. S. Elaios, dedicada al agua. Allí está incluido este texto.

6 comentarios

Jluis -

Me ha gustado mucho leer este artículo. Esta misma mañana, de martes, he visto el "cuadro más hermoso del río que has visto nunca: Los Placeres del Ebro que pintó Marín Bagüés entre 1934 y 1938" Y lo he visto en Sevilla!
Ha sido por casualidad, no lo esperaba y hacía muchos años que no lo veía... me ha vuelto a emocionar.
Se expone en la Sala Villarís, la exposición se llama "La Ciudad Placentera" y el cuadro de Martín Bagués "reivindica la conquista del goce de la naturaleza y el reencuentro con el propio cuerpo"... en la ciudad.
Y, ahora que lo pienso, ¿No es ese del cuadro el meandro de Ranillas?

Un saludo desde Sevilla

De A. C. -

Gracias a todos. Me agrada mucho que os gusten tanto los ríos como a mí. Un abrazo.AC.

José María Ariño -

Enhorabuena, Antón, por tu artículo sobre los ríos. Coincido contigo en todo. Hay otro río que evoca mi infancia y tiñe de nostalgias mis escapadas periódicas a Aliaga. Es el río Guadalope, que en Aliaga toma este nombe después de juntarse el río La Val y el río Miravete. Todavía recuerdo sus aguas cristalinas en los años 60, sus truchas, barbos, cangrejos y su caudal impoluto. Hoy, sufre para mantener su caudal en los estíos secos y en invierno pierde su energía. Tengo una oda elegíaca al Guadalope que algún día te enviaré.

ana alcolea -

Me ha encantado la evocación fluvial, que es evocación de vida.

Javier -

¡Es precioso! ;)

Tarangu -

Tus ríos humedecen de emoción.
Un abrazo, guapín.