CON RICHARD SERRA, EN BILBAO
Hacía 18 años que no entraba en Bilbao. Estuve en varias ocasiones de paso hacia Santander, cuando preparaba un guión de una película cuyo título provisional era La muerte del farero, que anda por ahí en la memoria de ordenadores que ya no uso. Lo leyeron amigos como Pepe Melero y Luis Alegre y me dijeron, con mucha sensatez: Toniño, dedícate a otra cosa. El cine no es lo tuyo. Supongo que dentro de algunos años ese texto reaparecerá por algún lugar. Ni siquiera había estado nunca en el Guggenheim, y al fin cumplí un modesto sueño el pasado lunes. Tomé un autobús Alsa a las 9.15 y llegué hacia el mediodía. Y allí, como a otros periodistas, me esperaban Carmen Giménez y Richard Serra; el escultor de California, apasionado del acero, ultimaba el montaje de sus Torsiones elípticas en la sala Arcelor, de 3.000 metros cuadrados del museo, junto a su Serpiente de 1997.
Serra, que es como un torbellino, me preguntó: ¿Prefiere recorrer las ocho piezas solo o en mi compañía? La verdad es que en este momento tengo mucha hambre. Recorrí el largo centenar de metros, penetré en el corazón del acero, las espirales y los óvalos con una sensación contradictoria: a veces sentía que exploraba una ciudad fantasmal, que me extraviaba, me desorientaba; a veces percibía que entraba a una suerte de laberinto en cuyo final estaba un centro, un núcleo. El trabajo de Serra invita al viaje, al contacto con la materia, con la materia del tiempo, como dice él. Son piezas grandes, son pasadizos hacia la tiniebla o la claridad final: rondas, avanzas, ves, penetras. Las obras son majestuosas y aunque a veces presentan una cierta sensualidad, acentuada por las curvas, a mí me parecieron que prolongaban su minimalismo de antaño. El minimalismo de Serra, que sostiene que esta obra la completa el espectador, aquel que se introduce en sus meandros, en sus recovecos, en sus laberintos psicológicos.
Por la tarde, con la ayuda esencial de Nerea Abasolo, conversé detenidamente con Serra. Yo preguntaba, él respondía con la fuerza de un torbellino, Nerea Abasolo, una mujer estupenda y cálida, traducía, pero antes de que acabase sus frases, ya entraba Serra de nuevo a matizar. ¿De qué se alimenta un escultor como usted?, le dije a modo de despedida. Respondió muchas cosas, pero me quedé con ésta: Ver es pensar y pensar es ver. Mientras conversaba no dejó de hacer dibujos con un carboncillo gordo ni un instante. Explicaba, matizaba, recordaba edificios y obras, dijo nombres como Richard Long, Picasso, Julio González, Matisse o Zurbarán, pero también Goya. Comprobé que se vacía en cada entrevista, entendí cómo ama su trabajo. Carmen Giménez, con su peculiar acento, dijo: Esta obra es muy importante. Ahora ya no podrán decir que el Guggenheim sólo es un contenedor, ahora también hay una obra permanente como ésta. Un obra que se aleja de la teatralidad, admirable, en tensión.
Me quedaba un par de horas y salí a la calle. Sin rumbo fijo.O quizá Sí.Debía ir hacia Arellano, me entretuve en varias librerías, compré libros de Dalí, de Gabriel Cualladó, sobre un fotógrafo de tiempos de Madame Blavatsky y uno de ballenas. Me sorprendió la calma de la ciudad: espléndida, plena de humanidad, la gente disfruta en la calle al máximo.
Serra, que es como un torbellino, me preguntó: ¿Prefiere recorrer las ocho piezas solo o en mi compañía? La verdad es que en este momento tengo mucha hambre. Recorrí el largo centenar de metros, penetré en el corazón del acero, las espirales y los óvalos con una sensación contradictoria: a veces sentía que exploraba una ciudad fantasmal, que me extraviaba, me desorientaba; a veces percibía que entraba a una suerte de laberinto en cuyo final estaba un centro, un núcleo. El trabajo de Serra invita al viaje, al contacto con la materia, con la materia del tiempo, como dice él. Son piezas grandes, son pasadizos hacia la tiniebla o la claridad final: rondas, avanzas, ves, penetras. Las obras son majestuosas y aunque a veces presentan una cierta sensualidad, acentuada por las curvas, a mí me parecieron que prolongaban su minimalismo de antaño. El minimalismo de Serra, que sostiene que esta obra la completa el espectador, aquel que se introduce en sus meandros, en sus recovecos, en sus laberintos psicológicos.
Por la tarde, con la ayuda esencial de Nerea Abasolo, conversé detenidamente con Serra. Yo preguntaba, él respondía con la fuerza de un torbellino, Nerea Abasolo, una mujer estupenda y cálida, traducía, pero antes de que acabase sus frases, ya entraba Serra de nuevo a matizar. ¿De qué se alimenta un escultor como usted?, le dije a modo de despedida. Respondió muchas cosas, pero me quedé con ésta: Ver es pensar y pensar es ver. Mientras conversaba no dejó de hacer dibujos con un carboncillo gordo ni un instante. Explicaba, matizaba, recordaba edificios y obras, dijo nombres como Richard Long, Picasso, Julio González, Matisse o Zurbarán, pero también Goya. Comprobé que se vacía en cada entrevista, entendí cómo ama su trabajo. Carmen Giménez, con su peculiar acento, dijo: Esta obra es muy importante. Ahora ya no podrán decir que el Guggenheim sólo es un contenedor, ahora también hay una obra permanente como ésta. Un obra que se aleja de la teatralidad, admirable, en tensión.
Me quedaba un par de horas y salí a la calle. Sin rumbo fijo.O quizá Sí.Debía ir hacia Arellano, me entretuve en varias librerías, compré libros de Dalí, de Gabriel Cualladó, sobre un fotógrafo de tiempos de Madame Blavatsky y uno de ballenas. Me sorprendió la calma de la ciudad: espléndida, plena de humanidad, la gente disfruta en la calle al máximo.
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A. C. -
matilde -