UN FANTASMA EN LA FOTO
UN CUENTO DE PATRICIO JULVE*
Patricio Julve no creía en fantasmas. Como fotógrafo tampoco le interesaban los castillos, tal vez porque esa labor de encerrarlos en un objetivo la había realizado siempre su maestro Juan Mora Insa. Pero con Loarre, fallecido aquel prodigioso documentalista hacía una década exactamente, creyó que bien podría rendirle un homenaje. Aunque eso, en realidad, lo pensó luego: exactamente cuando el canónigo y archivero Antonio Durán Gudiol le anunció que preparaba una biografía del castillo. Añadió aquel hombre menudo, al que conocían en Huesca como el cura rojo: ¿Y cómo hablar de un castillo sin las fotos?. Patricio Julve aceptó la indirecta como una invitación y como un desafío. Nunca se había sentido cómodo ante el lienzo de una pared, repintado por el tiempo y el vaivén de las estaciones. Nunca había tenido sensibilidad para singularizar una mole de torres, un mirador ojival que se abre a un horizonte cristalino, un oratorio íntimo frecuentado por reinas y señores. Ni siquiera se sentía llamado por esa instantánea general y evocadora de una arquitectura majestuosa que escala y recorta el aire invisible, cosida al armazón de los peñascos.
Ya en su estudio de Murallas Romanas, creyó que debía reflexionar acerca de la conveniencia de un proyecto que podía resultar, más que nada, una aventura descabellada. Al fin y al cabo era cojo, y el terreno escarpado y abrupto no facilitaría sus movimientos. Además, el castillo tenía varios desniveles, e iba a exigirle dinamismo, variedad de perspectivas y un poco de osadía física. Buscó en su archivo, donde tenía algunos positivos del maestro, y contempló las cuatro vistas del castillo: tres exteriores y una interior. Las exteriores habían sido fotografiadas desde el llano, desde la explanada de acceso, y desde el fondo de la serranía, con lo cual el castillo parecía un minúsculo mirador de vértigo que penetraba en una región de nubes. Se trataba, sin duda, de la foto más artística de todas. Y la del interior era una toma poco imaginativa, marcada por la confusión de los elementos y quizá por una mala posición del fotógrafo. Dedujo que el maestro Mora Insa, en vísperas de su adiós del mundo en 1969, no le había regalado las mejores piezas de un reportaje de 40 positivos reconocidos y catalogados.
Patricio Julve ya no tenía edad para recorrer el mundo en bicicleta como había hecho durante años. En aquella bicicleta semiautomática que había adquirido en París. Y tampoco había tenido tiempo ni paciencia para sacarse el carné de conducir. Sin embargo, cuando realizaba desplazamientos incómodos, que no podía resolver en autobús, acudía a su amigo Ventura Amar, el chófer gallego que escribía poemas mentalmente y los recitaba cuando se lo pedía alguien: los amigos, los concejales, su propio jefe. Ventura Amar era el taxista oficial del alcalde del Ayuntamiento de Zaragoza. En su tarjeta personal, había mandado escribir: Ventura Amar. Poeta y taxista de protocolo municipal. Ventura Amar y Patricio Julve tenían una magnífica relación de complicidad; se habían conocido en las riberas gallegas, mientras Julve ultimaba un reportaje sobre las ballenas en las Rías Altas, y el otro llevaba por primera vez a su joven esposa, alicantina, a conocer el faro del fin del mundo en Finisterre. Luego coincidirían en varias ocasiones y Ventura puso al servicio del fotógrafo su 1.500 particular, negro y de segunda mano, abrillantado y limpio, casi idéntico al coche oficial. Patricio Julve fue resolviendo en su magín estos problemas de intendencia, y decidió preparar una colección de 40 fotos, como su maestro, y otras diez más por cada uno de los años que llevaba muerto. Así de raro o sofisticado podía ser el fotógrafo cojo y ciego por completo del ojo derecho.
Estuvo dos o tres días como abotargado. Con el susto en el cuerpo. Para sus rutinas de profesional que considera que ya hecho sus mejores obras, la decisión lo perturbaba y le exigía un exhaustivo método de trabajo: estudio, planificación, desarrollo y ejecución sobre el campo de batalla. Añadió otros términos en su cuaderno de notas: Improvisación. Debo improvisar más que nunca. A la vejez, invención. Contra la realidad, ficción. A los cuatro o cinco días, cuando tenía los planos del castillo en su poder, una buena selección de fotos y grabados del recinto, algunas monografías y, sobre todo, un inventario de tomas imprescindibles, llamó a Ventura Amar. Te necesito como siempre, Ventura, sólo para mí. El conductor tampoco pedía demasiadas explicaciones, pero esta vez Julve le dijo: Necesitaré dormir una noche fuera. Te sería más cómodo que tú también te quedases, aunque sea en una pensión. Nos vamos a Loarre. El otro le confirmó que libraba el martes y el miércoles próximos y, si tanta era la urgencia, que contase con él.
Ventura Amar era un hombre pintoresco, de saberes y amistades inesperados. Tuviste suerte, mucha más de la que te parece, porque yo conozco al guardián del castillo de Loarre: Acacio Moré Guedes, natural de Ligüerre de Cinca. Casó de segunda vuelta en Loarre y le dieron ese trabajo. No le acaba de gustar. Patricio Julve estaba un poco despistado, o al menos aparentaba estarlo, como si no oyese. Ventura Amar volvió a la carga: Fui muy amigo suyo cuando trabajaba de camionero transportando sal de Remolinos. Dejó el empleo, y también a la mujer, porque le imponía tener que entrar a los túneles. Luego le perdí la pista y al cabo de unos años lo encontré aquí, muy cambiado, y con la misma cara de susto.
Patricio Julve, cuando rebasaron Huesca, le pidió que le volviese a contar la historia de su amigo. Al oírla de nuevo, le dijo: Ya tengo el primer personaje. ¿Crees que se dejará retratar?. Seguro que no -dijo Ventura-. Es de ésos que piensan que las cámaras, como las escopetas, las carga el diablo y, además, te roban el alma si de verdad existiera. Patricio Julve rió, Ventura era tan escéptico como él, y repasó mentalmente, con el castillo ya a la vista, el equipo que había traído: tres cámaras distintas, dos de paso universal y otra de 6 x 6, los trípodes, el tipo de películas, los objetivos, los filtros polarizadores, una linterna y dos cuerdas de distintos tamaños, por si se atrevía a colgarse de la muralla o hundirse en el negro pozo de los calabozos. Saludaron al guardián o centinela; Acacio y Ventura hicieron un aparte, y al poco tiempo todo estaba arreglado: Patricio Julve tenía la libertad de movimientos que quisiera y, además, podría plantar las cámaras de noche si se atrevía. Era el último martes de septiembre de 1969 y el maestro del retrato cambiaba de registro: iba a intentar arrebatar la grandeza, la espiritualidad y los secretos de la piedra del castillo de Loarre.
La tarea del fotógrafo que se enfrenta a una mole tan contundente y con una iconografía tan extendida puede resultar una aventura de conocimiento y de la imaginación, pero también un fiasco. O una repetición. Sin prisas, Julve recorrió por donde podía moverse sin demasiado esfuerzo. Se fijaba en todo: la torre del homenaje, las murallas y sus torreones, las atalayas, los arcos, las ventanas, los capiteles y los frontispicios con sus imponentes bestiarios, incluso se atrevió a subir a la capilla. Parecía estar confirmando in situ los recuerdos que tenía del castillo en una auténtica labor de reconocimiento. Sus ojos y su capacidad de mirar debían ir mucho más allá de lo ya visto tantas veces, y estaba a punto de iniciar su faena. Analizó la dureza de la luz del mediodía en la profundidad de las sombras, en la majestuosidad del entorno, en la caligrafía improvisada en la roca; siempre cerca, Ventura Amar hacía de porteador. Antes de entrar en Loarre, Patricio Julve ya lo había fotografiado en sus cuadernos de notas.
El primer contacto con el edificio no le satisfizo del todo. Habían rodeado en tres ocasiones distintas el castillo al completo y había ensayado perspectivas y escorzos, sin importarle fragmentar el conjunto, en una inclinación buscada hacia la abstracción. Obtenía detalles exteriores de la muralla, picados y contrapicados, buscaba la elocuencia de la luz sobre la densidad ocre de la materia. Dentro, el trabajo le resultó muy premioso: no acababa de ver los planos generales, se sentía incómodo en los planos medios -le dijo a las seis y cuarto a Ventura Amar: No veo nada, Ventura, nada. He perdido la ciencia de este oficio de jóvenes-, y se detuvo minutos y minutos frente a las columnas, las ojivas, los elementos de decoración y los pasadizos que llevaban a las mazmorras. En ese instante, Acacio Moré Guedes, que acompañaba a Ventura, ante la ausencia de nuevos visitantes, gritó: Les recomiendo que no entren ahí. Ventura pidió explicaciones. Intuía que detrás había una historia. Lo cierto es que sólo había indicios de una vieja leyenda: la historia de aquella abadesa del monasterio de Trasobares -o lo que fuese, apreció Acacio-, llamada Violante de Luna, que se trasladó al monasterio de Loarre, se enamoró de Antón de Luna, dueño del castillo y afín al Conde de Urgel en sus peleas con Fernando de Antequera, y se quedó embarazada de él. Acacio añadió que una vez tomado el castillo por Pedro de Urrea y vencido Antón de Luna, la mujer desapareció, y algunos sospechan que su espíritu habita las noches del castillo, que va de torre en torre, de atalaya en atalaya, y que durante el día se guarece en las espantosas celdas donde permaneció presa algunos días antes que se la llevasen de Loarre. Por eso dijo el guardián-, jamás he permanecido aquí después de la ocho. Ventura Amar preguntó más cosas, pero el fotógrafo quería aprovechar los últimos hilos de oro de la luz, el poniente de sangre que coronaba las torres y los muros, la indecisa claridad del crepúsculo. En ese instante, nadie habría dicho que aquel hombre era cojo: subía y bajaba, parecía correr por las escaleras, se incrustaba en el alféizar de las ventanas, y miraba en lontananza y gritaba: Toda la luz viene del cielo. Cuando Ventura y Acacio le anunciaron que se marchaban a cenar y a dormir a Loarre, estaba realmente exhausto. No quiso bajar al pueblo por el sinuoso camino del monte donde no crecía el romero (otra leyenda decía que el borrico de san Demetrio trastabilló y se cayó, y desde entonces desapareció para siempre aquella hierba tan aromática), ni le preocupó que apenas les quedase comida. Calculó que habría realizado más de 300 fotos y calculó que no eran suficientes. Quería explorar los misterios de la noche y el nacimiento del día siguiente. Por un instante, como quien desea darse nuevos ánimos, se dijo que Juan Mora, su maestro también cojo, habría estado orgulloso de él.
La noche en el castillo es especialmente romántica y perturbadora. El viento gime con un lamento constante que adquiere modulaciones inquietantes al golpear la piedra; las aves irrumpen de súbito con un chicotazo de alas desplegadas, y la oscuridad es tan densa que el silencio se multiplica en voces y sombras con ecos de cementerio. La modestísima linterna era un alivio y un conjuro contra las tinieblas. Patricio Julve no creía en fantasmas, pero intuyó que en esa atmósfera tenía que haber algo especial para su cámara. Colocó una en la entrada a las mazmorras y fue realizando tomas de larga exposición, de media hora, de una hora, de hora y media, de hasta cuatro horas la última. Y algo semejante hizo en la capilla y en diversas dependencias. Con otra cámara, armada con un potente flash, ensayó diversos juegos de luces. Quizá la noche de Patricio Julve en el castillo de Loarre se mereciese un libro completo, pero él combatió los malos pensamientos y el pánico, que llegó a percibir, con una actividad frenética, con una sangre fría casi sobrehumana.
Por la mañana, seleccionó una docena de tomas y las resolvió con un insólito sentido de la perfección. Deleitándose, disfrutando de cada matiz de la naturaleza. Cuando aparecieron Acacio y Ventura, lo encontraron feliz aunque fatigado y, sobre todo, hambriento. En cuanto los vio, sólo dijo: Ventura, volvemos a casa. Creo que he disparado más de 500 veces. El guardián preguntó: ¿Ha visto algo?. Patricio Julve respondió: No he visto nada, pero lo he oído todo. Si volviese otra vez aquí sería con tapones en los oídos.
Patricio Julve trabajó durante un mes en la preparación del reportaje. En ese periodo de tiempo, recibió hasta tres cartas de Antonio Durán Gudiol conminándole a que la enviase su trabajo. Lo ayudaría en su biografía del castillo. Julve positivó todas las fotos. Y cuando llegó a las laboriosas instantáneas de la noche, en las cinco o seis de los calabozos apenas se venía nada. Nada. Pero en una de la capilla se atisbaba una sombra blanca, en movimiento y borrosa, que acababa arrodillándose ante el altar. No era necesario tener una imaginación calenturienta: la foto parecía una película que registraba los movimientos del fantasma. Bien podría ser aquella Violante de Luna, abadesa de Trasobares, que tanto había pecado en vida. Patricio Julve preparó uno de sus mejores álbumes, no de 50 fotos sino de 100 exactamente, que nunca llegó a exponer, y le mandó una brevísima carta al historiador y sacerdote Durán Gudiol. Soy un pésimo fotógrafo que no cree en fantasmas, pero deben de existir y han convertido todas mis fotos en inservibles. Espero que entienda mi profunda decepción: Patricio Julve no sabe retratar el alma de la piedra. En 1981, Antonio Durán Gudiol publicó su libro El castillo de Loarre (Guara, 1981) y en la página once habla de la nefasta experiencia de un fotógrafo cuyo nombre quiero olvidar que no supo captar esa impresionante fortaleza de Dios que se divisa desde la hondonada y el llano.
*Este texto sobre Patricio Julve (el fotógrafo que nació en el libro "El testamento de amor de Patricio Julve" (Destino, 1995 y 2000) ha sido incluido en el volumen colectivo "Historias de Loarre" (March), en el que participan Ismael Grasa, Carlos Castán, Ana María Navales, Amadeo Cobas, Ramón Acín, Félix Romeo, Cristina Grande, Damián Torrijos y Óscar Sipán, que ha sido el coordinador y antólogo del volumen.
Patricio Julve no creía en fantasmas. Como fotógrafo tampoco le interesaban los castillos, tal vez porque esa labor de encerrarlos en un objetivo la había realizado siempre su maestro Juan Mora Insa. Pero con Loarre, fallecido aquel prodigioso documentalista hacía una década exactamente, creyó que bien podría rendirle un homenaje. Aunque eso, en realidad, lo pensó luego: exactamente cuando el canónigo y archivero Antonio Durán Gudiol le anunció que preparaba una biografía del castillo. Añadió aquel hombre menudo, al que conocían en Huesca como el cura rojo: ¿Y cómo hablar de un castillo sin las fotos?. Patricio Julve aceptó la indirecta como una invitación y como un desafío. Nunca se había sentido cómodo ante el lienzo de una pared, repintado por el tiempo y el vaivén de las estaciones. Nunca había tenido sensibilidad para singularizar una mole de torres, un mirador ojival que se abre a un horizonte cristalino, un oratorio íntimo frecuentado por reinas y señores. Ni siquiera se sentía llamado por esa instantánea general y evocadora de una arquitectura majestuosa que escala y recorta el aire invisible, cosida al armazón de los peñascos.
Ya en su estudio de Murallas Romanas, creyó que debía reflexionar acerca de la conveniencia de un proyecto que podía resultar, más que nada, una aventura descabellada. Al fin y al cabo era cojo, y el terreno escarpado y abrupto no facilitaría sus movimientos. Además, el castillo tenía varios desniveles, e iba a exigirle dinamismo, variedad de perspectivas y un poco de osadía física. Buscó en su archivo, donde tenía algunos positivos del maestro, y contempló las cuatro vistas del castillo: tres exteriores y una interior. Las exteriores habían sido fotografiadas desde el llano, desde la explanada de acceso, y desde el fondo de la serranía, con lo cual el castillo parecía un minúsculo mirador de vértigo que penetraba en una región de nubes. Se trataba, sin duda, de la foto más artística de todas. Y la del interior era una toma poco imaginativa, marcada por la confusión de los elementos y quizá por una mala posición del fotógrafo. Dedujo que el maestro Mora Insa, en vísperas de su adiós del mundo en 1969, no le había regalado las mejores piezas de un reportaje de 40 positivos reconocidos y catalogados.
Patricio Julve ya no tenía edad para recorrer el mundo en bicicleta como había hecho durante años. En aquella bicicleta semiautomática que había adquirido en París. Y tampoco había tenido tiempo ni paciencia para sacarse el carné de conducir. Sin embargo, cuando realizaba desplazamientos incómodos, que no podía resolver en autobús, acudía a su amigo Ventura Amar, el chófer gallego que escribía poemas mentalmente y los recitaba cuando se lo pedía alguien: los amigos, los concejales, su propio jefe. Ventura Amar era el taxista oficial del alcalde del Ayuntamiento de Zaragoza. En su tarjeta personal, había mandado escribir: Ventura Amar. Poeta y taxista de protocolo municipal. Ventura Amar y Patricio Julve tenían una magnífica relación de complicidad; se habían conocido en las riberas gallegas, mientras Julve ultimaba un reportaje sobre las ballenas en las Rías Altas, y el otro llevaba por primera vez a su joven esposa, alicantina, a conocer el faro del fin del mundo en Finisterre. Luego coincidirían en varias ocasiones y Ventura puso al servicio del fotógrafo su 1.500 particular, negro y de segunda mano, abrillantado y limpio, casi idéntico al coche oficial. Patricio Julve fue resolviendo en su magín estos problemas de intendencia, y decidió preparar una colección de 40 fotos, como su maestro, y otras diez más por cada uno de los años que llevaba muerto. Así de raro o sofisticado podía ser el fotógrafo cojo y ciego por completo del ojo derecho.
Estuvo dos o tres días como abotargado. Con el susto en el cuerpo. Para sus rutinas de profesional que considera que ya hecho sus mejores obras, la decisión lo perturbaba y le exigía un exhaustivo método de trabajo: estudio, planificación, desarrollo y ejecución sobre el campo de batalla. Añadió otros términos en su cuaderno de notas: Improvisación. Debo improvisar más que nunca. A la vejez, invención. Contra la realidad, ficción. A los cuatro o cinco días, cuando tenía los planos del castillo en su poder, una buena selección de fotos y grabados del recinto, algunas monografías y, sobre todo, un inventario de tomas imprescindibles, llamó a Ventura Amar. Te necesito como siempre, Ventura, sólo para mí. El conductor tampoco pedía demasiadas explicaciones, pero esta vez Julve le dijo: Necesitaré dormir una noche fuera. Te sería más cómodo que tú también te quedases, aunque sea en una pensión. Nos vamos a Loarre. El otro le confirmó que libraba el martes y el miércoles próximos y, si tanta era la urgencia, que contase con él.
Ventura Amar era un hombre pintoresco, de saberes y amistades inesperados. Tuviste suerte, mucha más de la que te parece, porque yo conozco al guardián del castillo de Loarre: Acacio Moré Guedes, natural de Ligüerre de Cinca. Casó de segunda vuelta en Loarre y le dieron ese trabajo. No le acaba de gustar. Patricio Julve estaba un poco despistado, o al menos aparentaba estarlo, como si no oyese. Ventura Amar volvió a la carga: Fui muy amigo suyo cuando trabajaba de camionero transportando sal de Remolinos. Dejó el empleo, y también a la mujer, porque le imponía tener que entrar a los túneles. Luego le perdí la pista y al cabo de unos años lo encontré aquí, muy cambiado, y con la misma cara de susto.
Patricio Julve, cuando rebasaron Huesca, le pidió que le volviese a contar la historia de su amigo. Al oírla de nuevo, le dijo: Ya tengo el primer personaje. ¿Crees que se dejará retratar?. Seguro que no -dijo Ventura-. Es de ésos que piensan que las cámaras, como las escopetas, las carga el diablo y, además, te roban el alma si de verdad existiera. Patricio Julve rió, Ventura era tan escéptico como él, y repasó mentalmente, con el castillo ya a la vista, el equipo que había traído: tres cámaras distintas, dos de paso universal y otra de 6 x 6, los trípodes, el tipo de películas, los objetivos, los filtros polarizadores, una linterna y dos cuerdas de distintos tamaños, por si se atrevía a colgarse de la muralla o hundirse en el negro pozo de los calabozos. Saludaron al guardián o centinela; Acacio y Ventura hicieron un aparte, y al poco tiempo todo estaba arreglado: Patricio Julve tenía la libertad de movimientos que quisiera y, además, podría plantar las cámaras de noche si se atrevía. Era el último martes de septiembre de 1969 y el maestro del retrato cambiaba de registro: iba a intentar arrebatar la grandeza, la espiritualidad y los secretos de la piedra del castillo de Loarre.
La tarea del fotógrafo que se enfrenta a una mole tan contundente y con una iconografía tan extendida puede resultar una aventura de conocimiento y de la imaginación, pero también un fiasco. O una repetición. Sin prisas, Julve recorrió por donde podía moverse sin demasiado esfuerzo. Se fijaba en todo: la torre del homenaje, las murallas y sus torreones, las atalayas, los arcos, las ventanas, los capiteles y los frontispicios con sus imponentes bestiarios, incluso se atrevió a subir a la capilla. Parecía estar confirmando in situ los recuerdos que tenía del castillo en una auténtica labor de reconocimiento. Sus ojos y su capacidad de mirar debían ir mucho más allá de lo ya visto tantas veces, y estaba a punto de iniciar su faena. Analizó la dureza de la luz del mediodía en la profundidad de las sombras, en la majestuosidad del entorno, en la caligrafía improvisada en la roca; siempre cerca, Ventura Amar hacía de porteador. Antes de entrar en Loarre, Patricio Julve ya lo había fotografiado en sus cuadernos de notas.
El primer contacto con el edificio no le satisfizo del todo. Habían rodeado en tres ocasiones distintas el castillo al completo y había ensayado perspectivas y escorzos, sin importarle fragmentar el conjunto, en una inclinación buscada hacia la abstracción. Obtenía detalles exteriores de la muralla, picados y contrapicados, buscaba la elocuencia de la luz sobre la densidad ocre de la materia. Dentro, el trabajo le resultó muy premioso: no acababa de ver los planos generales, se sentía incómodo en los planos medios -le dijo a las seis y cuarto a Ventura Amar: No veo nada, Ventura, nada. He perdido la ciencia de este oficio de jóvenes-, y se detuvo minutos y minutos frente a las columnas, las ojivas, los elementos de decoración y los pasadizos que llevaban a las mazmorras. En ese instante, Acacio Moré Guedes, que acompañaba a Ventura, ante la ausencia de nuevos visitantes, gritó: Les recomiendo que no entren ahí. Ventura pidió explicaciones. Intuía que detrás había una historia. Lo cierto es que sólo había indicios de una vieja leyenda: la historia de aquella abadesa del monasterio de Trasobares -o lo que fuese, apreció Acacio-, llamada Violante de Luna, que se trasladó al monasterio de Loarre, se enamoró de Antón de Luna, dueño del castillo y afín al Conde de Urgel en sus peleas con Fernando de Antequera, y se quedó embarazada de él. Acacio añadió que una vez tomado el castillo por Pedro de Urrea y vencido Antón de Luna, la mujer desapareció, y algunos sospechan que su espíritu habita las noches del castillo, que va de torre en torre, de atalaya en atalaya, y que durante el día se guarece en las espantosas celdas donde permaneció presa algunos días antes que se la llevasen de Loarre. Por eso dijo el guardián-, jamás he permanecido aquí después de la ocho. Ventura Amar preguntó más cosas, pero el fotógrafo quería aprovechar los últimos hilos de oro de la luz, el poniente de sangre que coronaba las torres y los muros, la indecisa claridad del crepúsculo. En ese instante, nadie habría dicho que aquel hombre era cojo: subía y bajaba, parecía correr por las escaleras, se incrustaba en el alféizar de las ventanas, y miraba en lontananza y gritaba: Toda la luz viene del cielo. Cuando Ventura y Acacio le anunciaron que se marchaban a cenar y a dormir a Loarre, estaba realmente exhausto. No quiso bajar al pueblo por el sinuoso camino del monte donde no crecía el romero (otra leyenda decía que el borrico de san Demetrio trastabilló y se cayó, y desde entonces desapareció para siempre aquella hierba tan aromática), ni le preocupó que apenas les quedase comida. Calculó que habría realizado más de 300 fotos y calculó que no eran suficientes. Quería explorar los misterios de la noche y el nacimiento del día siguiente. Por un instante, como quien desea darse nuevos ánimos, se dijo que Juan Mora, su maestro también cojo, habría estado orgulloso de él.
La noche en el castillo es especialmente romántica y perturbadora. El viento gime con un lamento constante que adquiere modulaciones inquietantes al golpear la piedra; las aves irrumpen de súbito con un chicotazo de alas desplegadas, y la oscuridad es tan densa que el silencio se multiplica en voces y sombras con ecos de cementerio. La modestísima linterna era un alivio y un conjuro contra las tinieblas. Patricio Julve no creía en fantasmas, pero intuyó que en esa atmósfera tenía que haber algo especial para su cámara. Colocó una en la entrada a las mazmorras y fue realizando tomas de larga exposición, de media hora, de una hora, de hora y media, de hasta cuatro horas la última. Y algo semejante hizo en la capilla y en diversas dependencias. Con otra cámara, armada con un potente flash, ensayó diversos juegos de luces. Quizá la noche de Patricio Julve en el castillo de Loarre se mereciese un libro completo, pero él combatió los malos pensamientos y el pánico, que llegó a percibir, con una actividad frenética, con una sangre fría casi sobrehumana.
Por la mañana, seleccionó una docena de tomas y las resolvió con un insólito sentido de la perfección. Deleitándose, disfrutando de cada matiz de la naturaleza. Cuando aparecieron Acacio y Ventura, lo encontraron feliz aunque fatigado y, sobre todo, hambriento. En cuanto los vio, sólo dijo: Ventura, volvemos a casa. Creo que he disparado más de 500 veces. El guardián preguntó: ¿Ha visto algo?. Patricio Julve respondió: No he visto nada, pero lo he oído todo. Si volviese otra vez aquí sería con tapones en los oídos.
Patricio Julve trabajó durante un mes en la preparación del reportaje. En ese periodo de tiempo, recibió hasta tres cartas de Antonio Durán Gudiol conminándole a que la enviase su trabajo. Lo ayudaría en su biografía del castillo. Julve positivó todas las fotos. Y cuando llegó a las laboriosas instantáneas de la noche, en las cinco o seis de los calabozos apenas se venía nada. Nada. Pero en una de la capilla se atisbaba una sombra blanca, en movimiento y borrosa, que acababa arrodillándose ante el altar. No era necesario tener una imaginación calenturienta: la foto parecía una película que registraba los movimientos del fantasma. Bien podría ser aquella Violante de Luna, abadesa de Trasobares, que tanto había pecado en vida. Patricio Julve preparó uno de sus mejores álbumes, no de 50 fotos sino de 100 exactamente, que nunca llegó a exponer, y le mandó una brevísima carta al historiador y sacerdote Durán Gudiol. Soy un pésimo fotógrafo que no cree en fantasmas, pero deben de existir y han convertido todas mis fotos en inservibles. Espero que entienda mi profunda decepción: Patricio Julve no sabe retratar el alma de la piedra. En 1981, Antonio Durán Gudiol publicó su libro El castillo de Loarre (Guara, 1981) y en la página once habla de la nefasta experiencia de un fotógrafo cuyo nombre quiero olvidar que no supo captar esa impresionante fortaleza de Dios que se divisa desde la hondonada y el llano.
*Este texto sobre Patricio Julve (el fotógrafo que nació en el libro "El testamento de amor de Patricio Julve" (Destino, 1995 y 2000) ha sido incluido en el volumen colectivo "Historias de Loarre" (March), en el que participan Ismael Grasa, Carlos Castán, Ana María Navales, Amadeo Cobas, Ramón Acín, Félix Romeo, Cristina Grande, Damián Torrijos y Óscar Sipán, que ha sido el coordinador y antólogo del volumen.
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A. C. -
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