LA APARECIDA DE ALBARRACÍN
Durante años, en Albarracín se hablaba más que de la Torre de doña Blanca del fantasma de doña Blanca. Se decía en los corros nocturnos de la plaza o ante el mirador de la catedral que si se estaba alerta en las noches de luna, podría verse allá al fondo, en un vado del río Guadalaviar, resbalando en la corriente o estorbando el decir de amor de los amantes noctámbulos. Esa fábula se ajustaba perfectamente a la atmósfera de la ciudad: una villa así, tan costeruda, tan delineada por murallas y promontorios, precisaba de su leyenda de aparecidos en verano. Y todos se prestaron a darle vida, a entreverla en el cauce, a soñarla, a rescatar una conseja de origen medieval. Nadie, en ese momento de febril imaginar, reparaba en la soledad de la torre de rezagado románico, en su desolación, en su aspecto de caserón que ingresaba directamente en la podredumbre y en el olvido.
En ella, en sus sótanos si los hubo o en su interior tenebroso, debió consumirse una especie de princesa aragonesa que iba camino del destierro y se detuvo en la villa. Allí se enamoró locamente de un noble o de un príncipe; éste la amaba con fervor (algún escritor le ha puesto nombre incluso: Razin), pero su padre no aceptaba a la muchacha, hasta tal punto que la confinó en el edificio, y allí se desesperó, enfermó y murió. Convertida en espectro o en poética sombra blanca, podía huir por un vano y alcanzar la amena ribera del río en el plenilunio de agosto. Allí, si se está atento y se cree en el más allá, es posible presentirla, quizá verla. Ahora, con la Torre de doña Blanca rehabilitada, que se alza como una sombra sobre el cementerio, sólo hay que encaramarse en los miradores y observar. Lo esencial es invisible a los ojos.
En ella, en sus sótanos si los hubo o en su interior tenebroso, debió consumirse una especie de princesa aragonesa que iba camino del destierro y se detuvo en la villa. Allí se enamoró locamente de un noble o de un príncipe; éste la amaba con fervor (algún escritor le ha puesto nombre incluso: Razin), pero su padre no aceptaba a la muchacha, hasta tal punto que la confinó en el edificio, y allí se desesperó, enfermó y murió. Convertida en espectro o en poética sombra blanca, podía huir por un vano y alcanzar la amena ribera del río en el plenilunio de agosto. Allí, si se está atento y se cree en el más allá, es posible presentirla, quizá verla. Ahora, con la Torre de doña Blanca rehabilitada, que se alza como una sombra sobre el cementerio, sólo hay que encaramarse en los miradores y observar. Lo esencial es invisible a los ojos.
1 comentario
ana a. -
Gracias por Albarracín, Antón.