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Antón Castro

ENTREVISTAS CON LA FOTÓGRAFA CHRISTINE SPENGLER

ENTREVISTAS CON LA FOTÓGRAFA CHRISTINE SPENGLER “JAMÁS HE ROBADO UNA FOTO”

Christine Spengler recuerda a Louise Brooks, a Claudette Colbert o a Kiki de Montparnasse, la musa de Man Ray. Si habla en francés su voz suena como la de su amiga Jeanne Moreau, a la que retrató para “Vogue”. Cuando apareció el fotógrafo rogó: “No me tomes las fotos sin que me entere”. Oliver Duch le puso una cámara en las manos. Luego, con ese aspecto de pícara buena o seductora dulce e incorregible, ensaya una caída de ojos, una mueca, se finge geisha irresistible a la sombra de una palmera y un búcaro con flores. Selecciona las fotos con el reportero, elige una y le elogia. A cambio, le ofrece una suya dedicada.

-Usted iba para escritora.
-Quise serlo escritora quizá porque me hizo mucho daño el divorcio de mis padres. Me mandaron a Madrid con mis tíos, a aquella horrible calle Velázquez, al lado de iglesia de la Concepción, donde veía a las señoras vestidas de negro, los zapatos de charol que me recordaban a los tricornios de la Guardia Civil y las gafas negras de Franco en el No-Do. Era un mundo opuesto al que yo había vivido con mis padres en la casa de las contraventanas amarillas, al de Marsella, donde rugía el viento austral. Además mi madre era bellísima. Cuando se murió en París la despidieron como “la última artista surrealista”. Era rubia, pero a raíz de la muerte de mi hermano Eric se tiñó el pelo de negro.

-¿Se acordaba usted de sus obras?
-No demasiado, pero hacía cosas sorprendentes. Concibió un casco redondo para enmarcar una televisión todo cuajado de ostras y mejillones. Estuve alejada de ella durante 20 años porque la hacía responsable del suicidio de Eric, y cuando conocí a Philippe, “el hombre de blanco”, no se lo podía creer. “¿No has visto a tu madre en los últimos 20 años?”, me preguntaba. Había muchas cosas en sus obras que reaparecían en la mía y yo ignoraba por completo lo que había estado haciendo: plumas de pavo, retratos de toreros. Recuerdo que yo capté al hermano de El Yiyo en la antesala de la muerte, en esa soledad de ese momento en que ningún suspiro de amante o ningún amor de madre puede ayudarle. Y lo adorné con mejillones.

-Eso quiere decir que usted cree en la herencia artística, en la genética, ¿no?
-Desde luego. Utilizábamos los mismos objetos (mejillones, corales...), los mismos colores: rosas, turquesas, verdes ajenjos, colores venidos de Marruecos y Argelia, donde había vivido y se había enamorado de esos países como yo.

-Sorprende esa parte de su obra, entre onírica y surrealista, cuando usted se hizo famosa como corresponsal de guerra con sus fotos en blanco y negro.
-Como corresponsal, mi trabajo en blanco y negro es de un gran rigor y una gran austeridad, ahí me esfuerzo en dar peso a la historia, a esos rostros desgarrados o maravillosos que se plantan delante de mi cámara. Son ellos los que tienen que existir en la foto. Cuando se suicidó Eric, yo lo pasé fatal. Estuve quince años de duelo. Me corté el pelo a lo Juana de Arco y me vestí de luto como una viuda iraní, sin átomo de pintura. Entonces todo esa parte artística heredada de mi madre y de mi padre, la luminosidad de mi existencia en Francia, todo ello lo amputé bajo espesas capas y capas de abeto de mi Alsacia natal. Había puesto un enorme candado a mis sentimientos.

-¿Por qué fue para usted tan terrible la muerte de su hermano Eric? El suyo resulta un dolor casi sobrehumano.
-Eric era el hombre con quien me hubiera podido casar, pero era mi hermano. Nunca hicimos el amor. Eso era un tabú, pero nuestro amor sería puro hasta el fin de nuestra existencia. Cada uno podría llevar su propia vida amorosa, pero nuestro sueño era el de morir juntos en las dos camas del cuarto rojo y dorado de la casa de Provenza. Y de golpe, víctima de la depresión y de la distancia, él me dejó cuando yo empezaba a ser “Moonface”, “Cara de luna”.

-Él también condicionó su vocación. Eric era el fotógrafo y usted nunca había cogido una cámara.
-Eso ocurrió en el Chad en 1970 cuando estuvimos unos días arrestados. Él era ayudante de un famosísimo fotógrafo de modas, Harry Meerson. Por eso llevaba las cámaras que yo cogí y accioné. Y ahí empezó todo.

-Recobremos el hilo de lo que nos quería contar. De golpe se suicidó Eric y usted estuvo quince años de duelo.
-Sí, en 1984 yo estaba condenada a muerte en Beirut por esos combatientes terroríficos que son los morabitos. Me iban a ejecutar de noche, pero de repente intercedió por mí el líder druso Walid Jumblat y me soltaron. Me devolvieron al hotel Comodore, el único que tenía grupo electrógeno, en un Mercedes blanco mientras caían los cohetes israelíes. Aquella noche, por primera vez en quince años, me di cuenta de que había estado muy cerca de la muerte. Todos los corresponsales de guerra hemos estado centenares de veces cerca de la muerte. Cuando oyes el silbo de la bala es buena señal: ya ha pasado y te has salvado. Pero nunca me pasó como aquella vez...

-Diga, diga, qué le ocurrió.
-El Tribunal Revolucionario me juzgó durante cinco horas con los ojos vendados y me condenó a muerte. Un niño palestino de nueve años me colocaba el revólver en la sien. Y el juez me decía: “Eres un espía israelita. Reconócelo. ¿Por qué aprendes árabe?”. Y no sólo eso. No entendían que hacía una mujer en aquella complicada misión. Insistían: “¿Por qué estudias árabe? ¿Por qué has estado cuatro veces en el Líbano en los últimos seis meses, tú, la mujer de negro? ¿Es que Sygma no tiene hombres que mandar a la guerra?”. Fue de las pocas veces, lo confieso, que ser mujer se volvió en contra de mí. Bueno, pues esa noche salí indemne como un torero y volví a soñar en colores, con paisajes oníricos y surrealistas, casi dalinianos, como no lo había hecho en los últimos quince años. Me dije: “A partir de hoy, de cada foto de duelo o tragedia que he sacado en mi vida, expondré su contrapunto en la belleza”.

-Quedémonos un instante en su tarea de corresponsal. Ha dado a entender que ser mujer le ha favorecido.
-Creo que sí. Yo no soy calculadora. Mujeres fotógrafas en la guerra quedan cada vez menos. Ya no hay vocaciones nuevas, ahora soy la única de mi generación. En televisión sí siguen existiendo muchas. Me acuerdo ahora de Ángela Rodicio, a la que admiro mucho. La persona de televisión no rompe el cordón umbilical: siempre está atada al móvil, al fax o al teléfono con Nueva York, Madrid o París. El fotógrafo de guerra es el ser más desarraigado, es un ser marginal que para hacer buenas fotos tiene que ir a contracorriente de los demás. Recuerdo que hice la foto del “Carnaval en Belfast” o la de los niños en Londonderry. ¿Sabe por qué las hice?

-No. Cuente, cuente.
-Porque no acepté volver al hotel como los demás. Vi a un grupo de niños en la calle, unos recanuajos. Me vieron y me dijeron: “No pasarás. Vete al diablo. Somos los reyes de la calle”. Como soy rápida, saqué la foto que ha dado la vuelta al mundo. Y el Día de los enamorados de 2001 volví a Londonderry y me los volví a encontrar un cuarto de siglo después bebiendo Guinnes, cerveza negra y mezclándola con vodka, en un pub terrorista del IRA, peligrosísimo. Hablamos, se alegraron de verme y me recordaron que ese día obsequiaban rosas rojas a sus mujeres. Me dijeron: “Tráete a tu compañero a pasar las vacaciones con nosotros”.

-¿Qué le atrae de las guerras?
-Supongo que igual que a los hombres me gusta vivir en el filo de la navaja. Los corresponsales somos los ojos de la guerra, los ojos del mundo. Nos gusta vivir sin red como al trapecista. Y es muy excitante esa idea de que cada segundo puede ser el último. El último café, el último cigarrillo, la última copa, el último amor. Una mujer corresponsal de guerra, lo he pensado muchas veces, es un poco andrógina. Necesita los condicionamientos físicos del hombre: dureza, valor, fuerza física. Hay una cosa que he aprendido de los hombre, y estoy encantada de ello: es esa cualidad de saber vivir el momento presente como si fuera el último instante. Y los hombres actúan sin pensar en el mañana o en la muerte, da igual que sea tomándose una copa o en el amor. Nosotras no nos podemos entregar amorosamente sin planes en la cabeza. “¿Estará casado, tendremos niños, se separará de su mujer?”, nos preguntamos. En la guerra caen las máscaras, ceden los tabúes, y eso es algo que he aprendido de los hombres.

-¿Y qué ocurre cuando es él que se queda en casa?
-Sufre claro. Por ejemplo, ahora estoy a punto de marcharme al Sahara. Y Philippe, mi compañero sentimental de los últimos doce años, el hombre que me devolvió la esperanza y la vida, me dice: “Voy a llorar como Eric. Voy a dejar de comer hasta que vuelvas. No me moveré de la cama, ni arreglaré la casa ni regaré las flores”. Sufre, claro, dice que tengo el diablo en el cuerpo y que no hay nada que hacer. Él detesta el negro: en casa tengo una foto grande de los mártires de Irán y casi le aterra. Quiere que me dedique a la publicidad, a la foto de moda, que me vista con colores alegres. Le gusta, como a mí, todo lo que sea la vida. Yo soy muy dramática por dentro y muy alegre ante la vida, claro, como estoy dispuesta a morir en casa segundo. ¿Sabe una cosa?

-Diga, diga.
-En Hollywood están muy interesados en mi historia y en mi libro “Entre la luz y la sombra. Autobiografía de una corresponsal de guerra” (El país Aguilar, 2001). Estamos en conversaciones. Les interesa mi historia personal y mi historia de amor con Philippe. De reportera reconozco que soy otra persona: me visto en siete segundos. Me levanto, salto de la cama, me pongo las sandalias o las botas, la túnica negra, el pantalón, un pañuelo sobre la cabeza y me pongo la cámara al hombro. En siete segundos estoy lista.

-¿Qué va a hacer al Sahara?
-Quiero actualizar mis fotos importantes de hombres, mujeres y niños de 1977, cuando se fundó el estado saharahui. Entonces, vivían en las tiendas, por las noches oías las toses de los niños, no había médicos, las mujeres iban vestidas de militares. Ahora creo que ya hay casas de adobes y las mujeres han trocado las guerreras por los tradicionales velos de gasa. Espero que pronto lleguen la paz y la libertad.

-Le he leído una frase que me ha impresionado. Dice usted que la muerte y el horror de la guerra le ha hecho descubrir la belleza del mundo.
-En cierto modo le he respondido ya. He estado en muchísimas guerras, en lugares horribles. He vivido monstruosidades, piense ahora en Argelia, donde han llegado a arrancar los niños del vientre a las mujeres y luego van a casa y hacen el amor a sus esposas. Son situaciones que recuerdan el nazismo. Pienso en Líbano o Kosovo. Pero las guerras también engendran, por reacción, los sentimientos de solidaridad, de ternura, de amor. Las guerras engendran hermosos sentimientos, la belleza del mundo. Y además recuerde la cantidad de impresiones que se producen porque el corresponsal vive como si estuviese en el último segundo de su existencia.

-Ha dicho que intenta huir del sensacionalismo. ¿Es posible?
-Creo que sí. Recuerdo que una de mis fotos más famosas fue un bombardeo sobre la capital de Camboya. No necesité dar la imagen de ningún cuerpo destrozado y sí había captado la hecatombe. Quiero ser un fotógrafo de la vida y de la esperanza. A mí como a Robert Capa me interesan los supervivientes, eso que alguien llamó “las flores de la guerra”. Y le digo una cosa también: jamás he robado una foto en mi vida. Busco la complicidad con los ojos y en cuanto me han contestado, disparo.

-Le leí esta definición del fotógrafo: “Es alguien que capta la luz en un cuarto de segundo”. ¿Le parece suficiente esta visión?
-No. Intento captar la luz y el encuadre, desde luego, pero eso es lo mínimo. Yo pretendo hacer fotos simbólicas que sinteticen, que resuman una situación: el dolor, un momento histórico, la terrible situación de las mujeres agfanas, que me parece una vergüenza universal. Uno de mis primeros maestros me decía que “una buena foto no necesita pie”. Estoy de acuerdo y trato de ajustarme a ello.

-¿Puedo preguntarle cómo le han condicionado sus años en España?
-A mi hermano Eric lo metieron interno en los jesuitas y yo me vine a España con mis tíos Luis y Marcelita, que eran diplomáticos y no tenían hijos. Se esforzaron para que fuera feliz. Mi tía Marcelita me lleva al Museo del Prado dos veces por semana y de ahí seguramente deriva mi sentido del encuadre. Mi tío me llevaba a San Isidro. ¿Quién me iba a decir que los ruedos sangrientos de los toros me iban a llevar a los ruedos sangrientos de las guerras? Desde muy pequeña fui familiarizándome con la sangre porque los colores de España era el negro y el rojo. El negro de los charoles, las mantillas, las gafas oscuras de Franco, los tricornios. Y el rojo del vino oscuro de las tabernas, de los claveles en el pelo de La Chunga y sobre todo del rojo de los capotes en el domingo por la tarde. Creo que todo ello explica una parte de mis fotos.

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