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Antón Castro

QUEREMOS TANTO AL PADRE

QUEREMOS TANTO AL PADRE Esta ha sido una semana especial. Vivo tan de prisa, y creo que no sé bien por qué ni para qué, que apenas he podido manifestar mi profundo afecto a algunos amigos muy queridos que se han quedado sin su padre: Juan Manuel Moreno, Ángel Guinda o Javier Torres. Y además, aunque recibí mensajes de ellos, como no sé contestarlos, he quedado como un idiota. Carmen, mi mujer, siempre me reprocha que no le contesto a sus mensajes, ni siquiera los más románticos. Sin embargo, como mi padre también está malo y acaba de convertirse en octogenario, he pensado mucho en ellos. Javier me había contado cosas preciosas de reencuentro con su padre, las confidencias finales, el hilillo de complicidad que se había establecido con una sola mirada, con uno de esos gestos que ningún puñado de palabras acierta a describir. Acabo de leer el bellísimo texto de Iván Torres, hijo de Javier y fanático de Fernando Alonso, sobre su abuelo, y resulta conmovedor. Dice que convivieron poco pero que siempre exhibió el orgullo de ser un Torres, el orgullo de ser un hombre. Hace casi un mes que no sé nada de Javier Torres: es la discreción y el cariño que no perturban nunca. Como Cuchi Gómez. La última vez nos vimos fue en Albarracín hace más de un mes, donde dio un taller sobre los usos del móvil. Han funcionado tan regular nuestros vínculos afectivos en esta ocasión, los cinco o seis o veinte amigos que nos enlazan, que no me había enterado de que la dolencia de su padre se había agravado. Cada vez me cuesta más llamar por teléfono y he descubierto en mis papeles una nota que dice: “Como en casa no se está en ningún sitio”. Un amigo delgado, que antes fue gordo, me dice a veces: “Convendría que recordases que el móvil no sólo es para recibir llamadas. Con él también se puede llamar”.

Conocí a Ángel Guinda a principios de los 80, aunque no nos saludamos hasta 1986 en mi propia casa, en una increíble tarde en que yo entrevistaba a Carlos Vitale, que acababa de publicar “Noción de realidad” en Olifante, y Ángel se deshacía poco a poco con un aguardiente blanco que había destilado mi padre. Mi padre siempre dijo que ese aguardiente ni llegaba a quince grados de alcohol. Hubo una época de mi vida, que cuando iba a Madrid y pasaba una noche me encantaba pernoctar en su preciosa y ordenada casa de juguete con libros y una gata. En uno de nuestros viajes a Madrid, juraría que con Berna Martínez e Inmaculada Muro, una de mis traductoras favoritas, Ángel me contó su historia familiar: su madre falleció durante su parto, de ahí que luego él dijese que había cobrado la vida matando, y que iba a visitar muchas veces la tumba de la finada, que hablaba con ella e incluso que su padre le invitaba a hablar con una de sus fotografías. Mediante aquel ritual increíble y emocionante, que va más allá de lo tétrico porque era sincero, él recuperó una extraña relación con la mujer a la que no había llegado a conocer. Ahí fue muy importante la presencia de su padre, que logró reiniciar su existencia. Ángel y él estuvieron muy unidos, y Ángel tuvo esos detalles casi inadvertidos de buen hijo que siempre piensa que hay comprarle tabaco al padre, llevarlo de paseo, oír sus chistes, jugar a las cartas o ir a visitarlo en el día en que cumple años o es su onomástica.

A propósito de padres –a mis amigos les envío todo mi afecto y mi consuelo; la pérdida de los padres no se recobra nunca, ni siquiera al considerar que adquieren otra vida íntima y sigilosa en nuestro corazón y en nuestra memoria. Hace poco Víctor Pardo también perdió a su madre-, me sorprendió un libro que había ojeado en varias ocasiones, y que nunca había leído. Hablo de “Mi padre y yo” (Anagrama) de J.R.Ackerley, un libro que iba a comenzar así: “El pene de mi padre medía treinta centímetros y medio”; el autor, por pudor, acabó escribiendo: “Yo nací en 1896 y mis padres se casaron en 1919. Casi un cuarto de siglo podrá parecer un plazo excesivo para que alguien se decida a hacer algo, pero supongo que cuanto más se aplazan estas ceremonias menos indispensables parecen…” Conviene decir que el padre de Ackerley mantuvo dos familias distintas sin que se enterase de ello la otra, igual que le sucedió a un famoso pintor aragonés: comía y cenaba con su amante, y hacía lo propio luego con su esposa, y pasó de ser un atleta estilizado con aspecto de campeón de natación a un patriarca consolidado en bondad, papada y kilos. El libro, que parece una delirante ficción, arbitrario en su estructura, un tanto inverosímil, fue calificado por Truman Capote como “La autobiografía más original que he leído nunca”. J. R. Ackerley, que encontró en E. M. Forster una amistad especial –“la más larga, las más estrecha y la más importante de mi vida”- se retrata a sí mismo en un joven intelectual de clase alta que busca un amigo auténtico entre los muchachos asalariados de la clase baja y que además siente una especial por los animales, por su perra, y un creciente pánico a la impotencia. En las últimas páginas se lee: “Mi perra entró en mi vida a mitad de los años 40 y la transformó por entero. (…) Me ofreció algo que no había encontrado nunca en mi vida sexual, una lealtad constante, firme, incorruptible e incondicional que los perros pueden ofrecer por naturaleza. Se puso enteramente a mi merced. Desde el momento en que tomó posesión de mi corazón y mi casa, desapareció completamente mi obsesión por el sexo”.

3 comentarios

Cide -

No me había enterado yo tampoco de lo del padre de Javier Torres.
Yo era muy crío cuando murió mi padre. Tan sólo tenía cuatro años y casi no tengo recuerdos de él. Eso sí, en mi familia dicen que tengo los mismos gestos y la misma personalidad que él, que discuto de la misma forma e incluso que tiendo a utilizar los mismos mecanismos lógicos que él. Supongo que nuestro padre nos deja algo que es inseparable de nosotros.

Un abrazo y ánimo.

Anónimo -

may........

Anónimo -

Por cada poro de tu piel rezuma la suave nostalgia y se percibe el olor y sabor de aquel mar...Siempre sabes derramar la palabra justa. Yo amé a mi padre y le susurré al oído las últimas palabras que pudo escuchar...Siempre me ha consolado saber que viajó con ellas hacia el infinito. Antón: cuídate de los bandazos del cierzo: que jamás borre tu sonrisa.Un abrazo.