QUEREMOS TANTO AL PADRE

Conocí a Ángel Guinda a principios de los 80, aunque no nos saludamos hasta 1986 en mi propia casa, en una increíble tarde en que yo entrevistaba a Carlos Vitale, que acababa de publicar Noción de realidad en Olifante, y Ángel se deshacía poco a poco con un aguardiente blanco que había destilado mi padre. Mi padre siempre dijo que ese aguardiente ni llegaba a quince grados de alcohol. Hubo una época de mi vida, que cuando iba a Madrid y pasaba una noche me encantaba pernoctar en su preciosa y ordenada casa de juguete con libros y una gata. En uno de nuestros viajes a Madrid, juraría que con Berna Martínez e Inmaculada Muro, una de mis traductoras favoritas, Ángel me contó su historia familiar: su madre falleció durante su parto, de ahí que luego él dijese que había cobrado la vida matando, y que iba a visitar muchas veces la tumba de la finada, que hablaba con ella e incluso que su padre le invitaba a hablar con una de sus fotografías. Mediante aquel ritual increíble y emocionante, que va más allá de lo tétrico porque era sincero, él recuperó una extraña relación con la mujer a la que no había llegado a conocer. Ahí fue muy importante la presencia de su padre, que logró reiniciar su existencia. Ángel y él estuvieron muy unidos, y Ángel tuvo esos detalles casi inadvertidos de buen hijo que siempre piensa que hay comprarle tabaco al padre, llevarlo de paseo, oír sus chistes, jugar a las cartas o ir a visitarlo en el día en que cumple años o es su onomástica.
A propósito de padres a mis amigos les envío todo mi afecto y mi consuelo; la pérdida de los padres no se recobra nunca, ni siquiera al considerar que adquieren otra vida íntima y sigilosa en nuestro corazón y en nuestra memoria. Hace poco Víctor Pardo también perdió a su madre-, me sorprendió un libro que había ojeado en varias ocasiones, y que nunca había leído. Hablo de Mi padre y yo (Anagrama) de J.R.Ackerley, un libro que iba a comenzar así: El pene de mi padre medía treinta centímetros y medio; el autor, por pudor, acabó escribiendo: Yo nací en 1896 y mis padres se casaron en 1919. Casi un cuarto de siglo podrá parecer un plazo excesivo para que alguien se decida a hacer algo, pero supongo que cuanto más se aplazan estas ceremonias menos indispensables parecen Conviene decir que el padre de Ackerley mantuvo dos familias distintas sin que se enterase de ello la otra, igual que le sucedió a un famoso pintor aragonés: comía y cenaba con su amante, y hacía lo propio luego con su esposa, y pasó de ser un atleta estilizado con aspecto de campeón de natación a un patriarca consolidado en bondad, papada y kilos. El libro, que parece una delirante ficción, arbitrario en su estructura, un tanto inverosímil, fue calificado por Truman Capote como La autobiografía más original que he leído nunca. J. R. Ackerley, que encontró en E. M. Forster una amistad especial la más larga, las más estrecha y la más importante de mi vida- se retrata a sí mismo en un joven intelectual de clase alta que busca un amigo auténtico entre los muchachos asalariados de la clase baja y que además siente una especial por los animales, por su perra, y un creciente pánico a la impotencia. En las últimas páginas se lee: Mi perra entró en mi vida a mitad de los años 40 y la transformó por entero. ( ) Me ofreció algo que no había encontrado nunca en mi vida sexual, una lealtad constante, firme, incorruptible e incondicional que los perros pueden ofrecer por naturaleza. Se puso enteramente a mi merced. Desde el momento en que tomó posesión de mi corazón y mi casa, desapareció completamente mi obsesión por el sexo.
3 comentarios
Cide -
Yo era muy crío cuando murió mi padre. Tan sólo tenía cuatro años y casi no tengo recuerdos de él. Eso sí, en mi familia dicen que tengo los mismos gestos y la misma personalidad que él, que discuto de la misma forma e incluso que tiendo a utilizar los mismos mecanismos lógicos que él. Supongo que nuestro padre nos deja algo que es inseparable de nosotros.
Un abrazo y ánimo.
Anónimo -
Anónimo -