DANIEL CASTELAO
CASTELAO, EL CREADOR TOTAL QUE NOS ENSEÑÓ A VER*
No sé cuándo compré mi primer libro de Castelao: Cousas, un breviario de narraciones, descripciones y prosas líricas que parece una casa encendida en medio del paisaje. Lo descubrí porque era el momento de hacerlo en la Universidad Laboral de A Coruña a mediados de los 70. Fue algo más que una revelación: un trallazo de identidad y de complicidad. De repente tomé conciencia de que podía sentirme alguien y vinculado al pueblo, a una idiosincrasia, a un clima cultural del que nadie me había hablado jamás. En primer lugar, con Castelao redescubría mi propia lengua, el único idioma que hablaba mi madre desde el alba hasta la noche, e incluso en sus sueños de mujer abandonada que parlotea con el marido emigrado en Vevey. Y redescubría a mis paisanos y una forma de estar sobre la tierra, marcada por el recelo y la melancolía, así como a un creador capital, humanísimo, que podía hacerlo todo desde una pasión océanica por el hombre encerrada en un nombre de mujer: Galicia. Siempre en Galicia, siempre por Galicia, siempre con Galicia, incluso en el destierro, ya en vísperas de la muerte, casi ciego.
Para nosotros, jóvenes e indocumentados, Castelao fue todo un profeta de sensibilidad. Nos enseñó a ver. Antes de él, antes de la poesía combativa y amorosa de Celso Emilio Ferreiro, no veíamos casi nada: sólo intuíamos el misterio y, en el atardecer del mar con brisa, se nos llenaba el corazón de una sensación de extrañamiento que nos disolvía en dolor y nostalgia. Castelao puso imágenes y palabras y sueños a esa impresión con sus viñetas, con sus dibujos de paisanos y señoritos, con su sátira del caciquismo; también con sus libros de relatos como Retrincos (además de Cousas) y con su novela Os dous de sempre. Y con sus Diarios de artista o sus estudios de las cruces de piedra de Galicia y de Bretaña. Siempre recordaré cuando Teatro Circo, dirigido por el gran Manolo Lourenzo, representó Os vellos non deben de namorarse en A Coruña con Xoán Manuel González Eirís y Luisa Merelas, entre otros. Creí que hasta entonces no había visto teatro. Repetí sesión hasta seis veces en un mes. Me encandilaba oír las frases de Castelao, la burla tierna de los ancianos fascinados por jóvenes mujeres, circes perversas que los condenan a una muerte prematura; me deslumbró el afán totalizador de la tragicomedia con máscaras.
Castelao encarna el espíritu de Galicia, su conciencia crítica, su profunda solidaridad. Castelao encarna a un artista universal que cree en el valor del arte, como espejo de emoción interior válida por sí misma, y como parábola que nos abraza y nos explica a todos. En cada uno de sus proyectos logra aunar la ternura y la ira, el sarcasmo y la compasión, la crítica mordaz y la ironía, el infinito talento con la lucidez. ¡Y qué sentido de la compasión derramó con los mendigos de pedir por puertas, las mujeres inocentes de aldea, los ciegos abrazados a la tiniebla y al violín, a quienes consideraban sus hermanos! Lo hizo todo: estudió medicina en Santiago de Compostela, fue caricaturista insuperable, político (diputado en dos ocasiones y cofundador del Partido Galleguista), escritor, perteneció a la mítica generación Nós; fue historiador del arte, pintor de mérito, sobre todo como acuarelista, y teórico del nacionalismo gallego. Murió en Buenos Aires, la ciudad que lo había acogido tras la Guerra Civil: la quinta provincia de Galicia, en 1950.
La contienda entre españoles le inspiró sus particulares desastres de la guerra que agrupó en tres álbumes: Milicianos, Galicia mártir y Atila en Galicia. Akal reeditó las tres obras, una de las mayores apologías de la paz que se hayan hecho nunca, la crónica estremecedora de la barbarie. Yo adquirí esos volúmenes a finales de los 70. Cuando se produjo la intentona de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, atemorizado como estaba (entonces era objetor de conciencia, trabajaba en el único bingo que no cerró aquella noche y había enviado una dura carta a los militares contra el servicio militar), los guardé en un sitio de la cocina, en mi casa de Toledo 20, que consideraba inaccesible en caso de que alguien subiese a buscarme. En medio de aquel tumulto fascista todos estábamos un poco neuróticos. Pero lo más grave no fue eso, sino que unos días más tarde, o quizá el mismo 24, llevado por un impulso irracional, los destruí como quien destruye una horrible prueba que le culpa de no se sabe bien qué.
Alfonso Daniel Rodríguez Castelao irmán Daniel, le llamaba el poeta Ramón Cabanillas no se merecía eso y cada vez que pienso en él, no puedo olvidar aquel arrebato de pánico, aquella solemne estupidez que me lleva a pensar en el artista de Rianxo con mala conciencia. O con la turbia conciencia del criminal que oculta lo que es y destroza lo que ama.
*Castelao fue un escritor esencial en mi formación. En un día como hoy estaría muy feliz: vence la izquierda tantos años después. Este texto apareció en un modesto libro reciente titulado "El sembrador de prodigios" (Certeza, Zaragoza, 2005).
No sé cuándo compré mi primer libro de Castelao: Cousas, un breviario de narraciones, descripciones y prosas líricas que parece una casa encendida en medio del paisaje. Lo descubrí porque era el momento de hacerlo en la Universidad Laboral de A Coruña a mediados de los 70. Fue algo más que una revelación: un trallazo de identidad y de complicidad. De repente tomé conciencia de que podía sentirme alguien y vinculado al pueblo, a una idiosincrasia, a un clima cultural del que nadie me había hablado jamás. En primer lugar, con Castelao redescubría mi propia lengua, el único idioma que hablaba mi madre desde el alba hasta la noche, e incluso en sus sueños de mujer abandonada que parlotea con el marido emigrado en Vevey. Y redescubría a mis paisanos y una forma de estar sobre la tierra, marcada por el recelo y la melancolía, así como a un creador capital, humanísimo, que podía hacerlo todo desde una pasión océanica por el hombre encerrada en un nombre de mujer: Galicia. Siempre en Galicia, siempre por Galicia, siempre con Galicia, incluso en el destierro, ya en vísperas de la muerte, casi ciego.
Para nosotros, jóvenes e indocumentados, Castelao fue todo un profeta de sensibilidad. Nos enseñó a ver. Antes de él, antes de la poesía combativa y amorosa de Celso Emilio Ferreiro, no veíamos casi nada: sólo intuíamos el misterio y, en el atardecer del mar con brisa, se nos llenaba el corazón de una sensación de extrañamiento que nos disolvía en dolor y nostalgia. Castelao puso imágenes y palabras y sueños a esa impresión con sus viñetas, con sus dibujos de paisanos y señoritos, con su sátira del caciquismo; también con sus libros de relatos como Retrincos (además de Cousas) y con su novela Os dous de sempre. Y con sus Diarios de artista o sus estudios de las cruces de piedra de Galicia y de Bretaña. Siempre recordaré cuando Teatro Circo, dirigido por el gran Manolo Lourenzo, representó Os vellos non deben de namorarse en A Coruña con Xoán Manuel González Eirís y Luisa Merelas, entre otros. Creí que hasta entonces no había visto teatro. Repetí sesión hasta seis veces en un mes. Me encandilaba oír las frases de Castelao, la burla tierna de los ancianos fascinados por jóvenes mujeres, circes perversas que los condenan a una muerte prematura; me deslumbró el afán totalizador de la tragicomedia con máscaras.
Castelao encarna el espíritu de Galicia, su conciencia crítica, su profunda solidaridad. Castelao encarna a un artista universal que cree en el valor del arte, como espejo de emoción interior válida por sí misma, y como parábola que nos abraza y nos explica a todos. En cada uno de sus proyectos logra aunar la ternura y la ira, el sarcasmo y la compasión, la crítica mordaz y la ironía, el infinito talento con la lucidez. ¡Y qué sentido de la compasión derramó con los mendigos de pedir por puertas, las mujeres inocentes de aldea, los ciegos abrazados a la tiniebla y al violín, a quienes consideraban sus hermanos! Lo hizo todo: estudió medicina en Santiago de Compostela, fue caricaturista insuperable, político (diputado en dos ocasiones y cofundador del Partido Galleguista), escritor, perteneció a la mítica generación Nós; fue historiador del arte, pintor de mérito, sobre todo como acuarelista, y teórico del nacionalismo gallego. Murió en Buenos Aires, la ciudad que lo había acogido tras la Guerra Civil: la quinta provincia de Galicia, en 1950.
La contienda entre españoles le inspiró sus particulares desastres de la guerra que agrupó en tres álbumes: Milicianos, Galicia mártir y Atila en Galicia. Akal reeditó las tres obras, una de las mayores apologías de la paz que se hayan hecho nunca, la crónica estremecedora de la barbarie. Yo adquirí esos volúmenes a finales de los 70. Cuando se produjo la intentona de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, atemorizado como estaba (entonces era objetor de conciencia, trabajaba en el único bingo que no cerró aquella noche y había enviado una dura carta a los militares contra el servicio militar), los guardé en un sitio de la cocina, en mi casa de Toledo 20, que consideraba inaccesible en caso de que alguien subiese a buscarme. En medio de aquel tumulto fascista todos estábamos un poco neuróticos. Pero lo más grave no fue eso, sino que unos días más tarde, o quizá el mismo 24, llevado por un impulso irracional, los destruí como quien destruye una horrible prueba que le culpa de no se sabe bien qué.
Alfonso Daniel Rodríguez Castelao irmán Daniel, le llamaba el poeta Ramón Cabanillas no se merecía eso y cada vez que pienso en él, no puedo olvidar aquel arrebato de pánico, aquella solemne estupidez que me lleva a pensar en el artista de Rianxo con mala conciencia. O con la turbia conciencia del criminal que oculta lo que es y destroza lo que ama.
*Castelao fue un escritor esencial en mi formación. En un día como hoy estaría muy feliz: vence la izquierda tantos años después. Este texto apareció en un modesto libro reciente titulado "El sembrador de prodigios" (Certeza, Zaragoza, 2005).
2 comentarios
mientrashayaluz -
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