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Antón Castro

ROSALÍA, LA LOCA DE LOS BOSQUES*

ROSALÍA, LA LOCA DE LOS BOSQUES* No sé la edad que tenía cuando oí hablar de “La loca”. No más de doce o trece años; una de mis aficiones era extraviarme en el corazón del bosque, tenderme con el oído vuelto hacia la tierra bajo el pinar mecido por un viento sibilante y escuchar aquella música interminable, el chicotazo de unas ramas contra otras encima de mis ojos. Permanecía largo rato hasta que caía la noche, hasta que las pavorosas sombras se multiplicaban en la fronda y me llenaban los pulmones y el ánimo de miedo. Entonces, para ahuyentar los malos pensamientos y el escalofrío del pánico, me ponía a cantar en alta voz, gritando todo lo que podía, para que si venía alguien supiese que por allí andaba yo, desamparado y solo, sorprendido por la tiniebla.

Solía cantar dos o tres canciones que ensayaba en los jueves de cine de diapositivas y de lecturas de tarde: «Gwendoline», que había popularizado Julio Iglesias en Eurovisión con traje sin bolsillos, «La última noche que pasé contigo» y una pieza que Juan Pardo había musicalizado: «Pobriña da tola», basada en un poema de Ramón Cabanillas, aquel vate de Cambados que usaba boina y un candor de abuelo ideal con la faz surcada de infinitas arrugas. Aquella melodía se convirtió en mi preferida. Y creo que había veces que ni siquiera podía dormir con la ansiedad de volver al monte para cantarla y, sobre todo, para encontrarme con aquella loca de atar, indómita y atractiva, que copiaba su cara blanca en los charcos de la piedra, y que se asustaba del rumor del aire, de los caballos sueltos en la campiña, de los labriegos que hacinaban leña en la umbría.

¡Cómo fantaseaba con aquella loca de los caminos! Hubo un momento que organizamos una banda para salir a buscarla. Los que no llevábamos cadena con crucifijo al cuello (era el talismán para ahuyentar al informe demonio con rabo que presentíamos en las foscas sendas), metíamos un ajo en el bolsillo y así, armados con la superstición más que con herramientas contundentes, ingresábamos en la espesura y entonábamos nuestro himno «Pobriña da tola», que así empezaba: Non teño parentes, // amores nin chouza. // Aldea en aldea, //parroquia en parroquia, // ando pol-o mundo // arredada e sola. (No tengo parientes, amores ni choza. Aldea en aldea, parroquia en parroquia, ando por el mundo, alejada y sola).

Con el paso del tiempo, aquella tola (loca) pasó a tener un nombre: Rosalía de Castro. Y adquirió un rostro de pómulos más bien gruesos, el pelo negro y la mirada levemente triste. Más adelante, al ver uno de sus retratos con los dientes más bien raídos y las mejillas chupadas, supimos que aquella mujer murió joven, mordida por el cáncer. Supimos también que su marido, el historiador Manuel Murguía, había nacido en Pastoriza, Oseiro, muy cerca de Arteixo. Y hacia el pueblo dirigimos nuestros pasos y anduvimos horas y horas sin suerte alguna. La negra sombra de Rosalía no apareció.

A partir de ese día, sentí una irresistible atracción hacia su poesía. Recuerdo que tras acabar octavo entré en la Universidad Laboral de A Coruña; iba a la biblioteca y copiaba sus poemas que me aprendía de memoria. “Cantares gallegos”, sobre todo «Adiós ríos, adiós montes» y «Campanas de Bastabales», que Amancio Prada estaba a punto de grabar, y “Follas novas” al completo. Los ríos Sar y Sarela me invocaban mucho nuestro Bolaños undoso y terso, en el que pescábamos truchas y anguilas. Mi madre, Carmen de Castro, me pedía que le leyese «Para Habana», el relato de la emigración que tanto le recordaba a mi padre, peón español en Vevey, y «A xustiza pola man»: el relato de una mujer humilde, humillada por los poderosos, que decide vengarse de manera violenta. A mi madre aquella composición la estremecía. No tardó en aprendérsela de memoria y a menudo, cuando cosía o plantaba lechugas y tomates en el huerto, la sorprendí con aquello de “Mireinos con calma, e as mans estendidas, // dun golpe, ¡dun soio!, deixeinos sin vida. // I ó lado, contenta, senteime das vítimas, // tranquila, esperando pola alba do día”. (Los miré con calma, y las manos extendidas, de un golpe, ¡de uno solo!, los dejé sin vida. Y al lado, contenta, me senté de las víctimas, tranquila, esperando el alba del día).

Uno de mis tutores en la Universidad Laboral era un señor de Lugo, orondo y simpático, llamado Rafael Sánchez-Fernández García, que poseía una modesta colección de libros en su casa de Culleredo y presumía de cuando en cuando de que tres años atrás había arrastrado carretillas de cemento por las obras. No es que presumiese exactamente: recordaba que la vida tiene tramos duros, que uno puede rehacerse y nunca se sabe lo que nos depara el destino. Me invitó a comer y me regaló una edición publicada en Santiago, bastante voluminosa, que contenía “Cantares gallegos”, “Follas novas” y “En las orillas del Sar”. A los pocos días, el doctor Amenedo de Baladouro me descubrió una anemia y un profundo y constante cansancio que me obligaron a estar casi dos semanas en la cama, alimentándome de leche con dos yemas de huevo batidas y azúcar y un filete de ternera gallega. Mi madre me cuidó como a un recién nacido y me hizo completamente feliz con algo impensable: se aprendió una veintena de poemas de carrerilla —su favorito pasó a ser «Negra sombra», que también es el mío— y me los recitaba como si fuera una actriz consumada que declama con más serenidad que sentido trágico.

Al cabo del tiempo comprendí que yo nunca daría con “La loca de los bosques”, pero que ella había venido a verme a mí. Y se había sentado en mi cama con el rostro emocionado de mi madre, Carmen de Castro, hija y nieta de labradores.

*Texto que ha aparecido en “El sembrador de prodigios” (Certeza. Zaragoza, 2005), un libro impregnado de autobiografía galaica, sobre todo en la primera parte.

3 comentarios

A. C. -

Querido May: Yo también estuve en A Matanza, ese lugar donde Rosalía moribunda pidió: "Deixádeme velo mar". Es un lugar encantador y romántico, con sus flores, sus hiedras que anudan la piedra, sus árboles frutales. Entonces estaba allí la gran actriz Maruxa Villanueva, que había hecho casi toda su carrera en Argentina, y seguía embelesada por la figura de Rosalía.
Mil gracias por entrar en el blog, por tus comentarios. Ayer Ophelie García-Badell me envió una preciosa carta y unas fotos del homenaje a su padre. Un abrazo.

Anónimo -

Estuve en la casa de Rosalía en una tarde gris, lluviosa...Cantamos en voz queda "Negra sombra"...fue algo especial. Cómo sois los gallegos, carayo...(May)

gustavo -

yo nunca vi recitar a Rosalia como el poeta Anxo Angueira.Un don para el alma!