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Antón Castro

EL MUNDO DEL PINTOR GUILLERMO CABAL

EL MUNDO DEL PINTOR GUILLERMO CABAL EL ALIENTO MÍTICO DE LA MEMORIA

Acaso no haya nada más íntimo que el estudio de un artista. En pocos minutos accedes a su biografía, a su sensibilidad, a sus obsesiones. Miras en los estantes y encuentras los libros y los objetos que lo definen, miras en las paredes y aparecen los cuadros, los dibujos y las fotos que jalonan una trayectoria en el tiempo; atisbas las épocas, la evolución, el modo de enfrentarse a la creación y, posiblemente, a la existencia. Y eso, más o menos, acaba de sucederme con Guillermo Cabal: tenía vagas ideas acerca de su obra y de él mismo. Lo había en varias ocasiones, había asistido a algunas de sus exposiciones, había leído sus catálogos y me resultaba fácil emparentarlo con otro pintor aragonés, Eduardo Laborda, apasionado por las lecciones del tiempo que fabrica ruinas, por las periferias de las ciudades, por las máquinas y sus despojos. Y me resultaba fácil vincularlo también con el fotógrafo Andrés Ferrer, que había dedicado cinco años a captar las olvidadas azucareras, la mole espectral de las fundiciones, esa belleza varada de las afueras donde antaño, casi anteayer mismo, se gestó el temblor de la modernidad industrial.

Sin embargo, una visita a su taller, el primer encuentro con él en su obrador artesanal de creación, me dio una visión más compleja. Guillermo Cabal es un artista pegado a sus sueños: un amanuense perfeccionista que labra los objetos encontrados, un paseante sigiloso que busca matices y diamantes en los escombros, un romántico rezagado que asoma a un río, el Ebro, y a otros ríos que copiaron el fulgor del trabajo colectivo. Por aquí y allá, entre las fundiciones y las azucareras, en los viejos talleres abandonados, en los chalés que conquista y sepulta la voracidad de la hiedra, aún se oyen sonidos, aún existen fantasmas, piezas y metales y escorchones que no pueden zafarse del olvido. Si uno mira con atención, ingresa en un universo de sugerencias de fábricas abandonadas, vencidas por el orín, de vías muertas, de cables que anunciaban movimiento y esplendor. El hombre ha desaparecido, ha cesado la actividad, la ciudad ha expandido hacia otros foros su agitación, pero quedan sus huellas, una luz tamizada al crepúsculo, un claroscuro de talleres en desorden entre el polvo, una perturbadora quietud metafísica. Estamos en el reino de la decrepitud, en el páramo de las almas. Y por supuesto, permanece una melancolía espesa que se agiganta hora tras hora porque, más temprano que tarde, donde ahora habita la desolación habitará la absoluta extinción.

Guillermo Cabal parece muy inteligente para definirlo sólo como un artista preso de la nostalgia. Posee un sentido del enredo con los objetos y con el pincel que advierten contra las falsas etiquetas y alejan cualquier prejuicio. Hay nostalgia en su obra, en sus trazos, en su acusado sentido de la perfección, pero hay, sobre todo, afán de trascendencia, reinvención de un mundo que quiere ser fijado porque le fascina y lo retrata. Existe en sus propuestas una urgente necesidad de documentar lo que desaparece, de pintar lo que ya empieza a ser como un espejismo o un delirio. Hay elegía, verdad y autobiografía. El pintor estuvo allí, en el precipicio, vio lo que deber ser mirado, recogió como si fuese un buscador de tesoros el último apéndice del declive. Esta manera de proceder explica su estética, la poética en acción del “objeto encontrado”, que le entretiene, que manufactura, que acomoda a su sentido de la creación contemporánea. Y eso se ve en su pasión por los teléfonos, las lavadoras, las lámparas, los restos de máquinas: en sus manos y en su taller se convierten en una escultura, en un nuevo sueño, en un rescate y en un divertimento. Ese modo de proceder –con maderas, aceros, hierros, metacrilatos, chatarra…- lo sitúa en la órbita de las vanguardias históricas, en la estela y en la compañía de Duchamp, Joan Brossa, Ángel Ferrant o Fernando Ferreró, entre nosotros. O incluso de algunas experiencias de Juan José Vera.

Guillermo Cabal es un pintor hiperrealista de la pérdida o de lo que se extingue, un pintor sensitivo, un pintor que sueña y que inventa fábulas para sus piezas. Pensamos en “Cuquita”, a la que bautiza como “Esa coqueta germana de mis sueños (Fantasías de un operario en la fundición)”, que se ha convertido en una obsesión incluso literaria, en materia principal del narrador y poeta que lleva dentro; adviertan, por ejemplo, el título de sus obras, la alusión a las ninfas, la identificación de los talleres o fábricas con las catedrales, vean aquella obra de 1999 que tituló, nada menos: “Metafísica y erotismo en la jornada laboral”. Guillermo Cabal también es capaz de entrar en una bodega, en un palacio, en un caserón o en una mole de las afueras de Caspe y captarlos con minuciosidad, precisión, delectación en la forma y en el color. En todo lo que toca, en cuanto invoca, es capaz de crear una escenografía, un territorio de verdad, un aliento mítico de la memoria.

5 comentarios

Javier Dolcet Gomez -

Este domingo estuve viendo tu exposición en Caspe.Felicidades por tu arte.

Maria Beltrán Cabal -

Antón
escribo desde Chile y quisiera me informaras como puedo contactarme con Guillermo , ya que al parecer su padre era hermano de mi bisabuelo Casimiro Cabal Fanjul.
gracias

Izquierda Unida de Caspe -

Muchísimas gracias, Antón.
Un abrazo

De Antón -

Queridos amigos:

Podéis usar el texto. Me alegro que os haya gustado. Un abrazo. Antón

Izquierda Unida de Caspe -

La fotografía no sale, quizás porque es BMP en vez de JPEG, pero la descripción de Guillermo Cabal y su pintura es perfecta.
¿Nos das permiso para reproducir este artículo en nuestro blog? Citando la procedencia y autor, naturalmente. Aunque es tan bueno el texto que incita al plagio.
Saludos cordiales