EL RUMOR DE LOS PINOS
Anteayer, antes de que nos visitase la lluvia, Jesús Vegué nos podó los pinos con la motosierra verde. Y hoy partimos las ramas más gordas para hacer leña. Se ha llevado una pequeña parte a Santa Isabel, a su casa de 600 metros cuadrados con finca. Jesús, militante antaño del PT (eran compañeros suyos de entonces Pedro Arrojo o Paco Polo, entre otros) y miembro fundador de la Peña El Brabán, ha sido cartero durante muchos años en Zaragoza, Barcelona y acabó en Luesia. Allí conoció a Ángel Guinda. Dice que tiene un poemario suyo dedicado. Fuma tabaco cubano, Popular, que se parece mucho al Ducados.
Jesús acabó su faena hacia las doce y media, y yo me quedé por allí, en la finca, amontonando ramas con sus piñas, con su impresionante olor a resina. Mi abuela paterna, Emilia Ferro, era vendedora de piñas en A Coruña: llevaba en carromato o en el autobús sus sacos y luego iba distribuyendo las piñas de plaza en plaza o de casa en casa, cuando había apalabrado servicio con los clientes.
Los pinos han sido fundamentales en mi vida: de niño me tendía en los bosques con la cabeza hacia arriba mirando el cielo a través de la fronda y me sentía transportado por su melodía, por el chicotazo de sus ramas: hay un momento en que el viento al traspasar sus hojas parece hincharse como un velamen y emula a un mar denso y perfumado. Un poeta que leí mucho en la adolescencia, Eduardo Pondal, habla mucho de os rumorosos, que son esos pinos constantes de la Costa de la Muerte cuyas hojas cabrillean como un mar encendido de fosforescencias. Mi abuela me hablaba de los pinos y de sus aventuras en una ciudad que parecía desvelarse con los organilleros y las mujeres que, como ella, gritaban: Piñas, piñas.
Y en los bosques de pinos perseguía afanosamente sombras de mujeres malvadas y de fantasmas, porque María de Carballido aseguraba que cuando moría la tarde aparecía una mujer con un espejo y una navaja barbera que atraía a los hombres irremisiblemente y que el suyo había sucumbido, fatalmente y para siempre, a su hermosura. Ni siquiera había devuelto su cuerpo. De los bosques de pinos conservo recuerdos muy nítidos: iba con mi padre en el carro de una vaca (Perucha, se llamó una de ellas) a buscar leña, ramas, piñas, y los dos recogíamos sin apenas hablar nada. Pero yo me sabía seguro e iluminado por dentro. Cuando hay confianza absoluta, sobran las palabras. Tendría 6, 7, 8 años. En el Campo da Choca mi padre me contaría que allí había sido portero de fútbol en los tiempos en que empezaba a hacerse famoso Juanito Acuña.
Esta mañana, antes de que vaciase la tormenta, todos estos recuerdos me golpearon la cabeza. Y recordé también que a mi abuelo, el albéitar Jesús Rodríguez Muñiz, se le escapó una vaca, la vaca que traía a mi casa. Hubo que buscarla en uno de los bosques de Angra Escura, de Campo de Choca, etc. Con mi padre y mi hermano Luis, lograron reducirla por la tarde, y cuando entró en casa, camino del establo, no sé cómo, la vaca, que era una ternerilla más bien, me estampó una coz en la ceja y en la cara cuya señal aún llevo, tantos años después. Mi abuelo Jesús me consoló con un abrazo, refregó su copiosa y dura barba en mi cara, y me dio un plátano. Quizá fuese el primero que comía en Galicia. Año 1967.
Jesús acabó su faena hacia las doce y media, y yo me quedé por allí, en la finca, amontonando ramas con sus piñas, con su impresionante olor a resina. Mi abuela paterna, Emilia Ferro, era vendedora de piñas en A Coruña: llevaba en carromato o en el autobús sus sacos y luego iba distribuyendo las piñas de plaza en plaza o de casa en casa, cuando había apalabrado servicio con los clientes.
Los pinos han sido fundamentales en mi vida: de niño me tendía en los bosques con la cabeza hacia arriba mirando el cielo a través de la fronda y me sentía transportado por su melodía, por el chicotazo de sus ramas: hay un momento en que el viento al traspasar sus hojas parece hincharse como un velamen y emula a un mar denso y perfumado. Un poeta que leí mucho en la adolescencia, Eduardo Pondal, habla mucho de os rumorosos, que son esos pinos constantes de la Costa de la Muerte cuyas hojas cabrillean como un mar encendido de fosforescencias. Mi abuela me hablaba de los pinos y de sus aventuras en una ciudad que parecía desvelarse con los organilleros y las mujeres que, como ella, gritaban: Piñas, piñas.
Y en los bosques de pinos perseguía afanosamente sombras de mujeres malvadas y de fantasmas, porque María de Carballido aseguraba que cuando moría la tarde aparecía una mujer con un espejo y una navaja barbera que atraía a los hombres irremisiblemente y que el suyo había sucumbido, fatalmente y para siempre, a su hermosura. Ni siquiera había devuelto su cuerpo. De los bosques de pinos conservo recuerdos muy nítidos: iba con mi padre en el carro de una vaca (Perucha, se llamó una de ellas) a buscar leña, ramas, piñas, y los dos recogíamos sin apenas hablar nada. Pero yo me sabía seguro e iluminado por dentro. Cuando hay confianza absoluta, sobran las palabras. Tendría 6, 7, 8 años. En el Campo da Choca mi padre me contaría que allí había sido portero de fútbol en los tiempos en que empezaba a hacerse famoso Juanito Acuña.
Esta mañana, antes de que vaciase la tormenta, todos estos recuerdos me golpearon la cabeza. Y recordé también que a mi abuelo, el albéitar Jesús Rodríguez Muñiz, se le escapó una vaca, la vaca que traía a mi casa. Hubo que buscarla en uno de los bosques de Angra Escura, de Campo de Choca, etc. Con mi padre y mi hermano Luis, lograron reducirla por la tarde, y cuando entró en casa, camino del establo, no sé cómo, la vaca, que era una ternerilla más bien, me estampó una coz en la ceja y en la cara cuya señal aún llevo, tantos años después. Mi abuelo Jesús me consoló con un abrazo, refregó su copiosa y dura barba en mi cara, y me dio un plátano. Quizá fuese el primero que comía en Galicia. Año 1967.
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