"CINE, ARTE Y LITERATURA", EN CÓRDOBA. NOTAS DE VIAJE
Cuando era joven descubrí a García Lorca y entre sus versos me quedé con él que decía “Córdoba, lejana y sola”, que era estudiado del derecho y del revés en un libro, “El autor y su obra”, coordinado por Ildefonso-Manuel Gil. Había estado en varias ocasiones –Sevilla, Granada, Almería, Málaga, Puerto de Santa María, Cádiz, y poco más…-, pero jamás había llegado a Córdoba, igual que aquel jinete trágico que se quedaría afuera, con un puñal o un disparo hundido en el centro del pecho. El escritor, presentador de televisión y coordinador del suplemento de letras del diario “Córdoba”, Antonio Rodríguez Jiménez, gracias a la sugerencia de Luis Alegre, me invitó al VIII Encuentro Literario “Cine, arte y literatura” de Pozoblanco, la localidad donde murió Paquirri. Allí, el gran Félix Romeo fue el incitador de asuntos y polémicas e historias en dos mesas redondas, una sobre “Las nuevas tendencias”, con Almudena Grandes, Manuel Martín Cuenca y Almudena Grandes, y otra con una de las sesiones predilectas del joven público universitario cordobés: el coloquio entre Rafael Azcona y José Luis García Sánchez, que va a llevar al cine, de nuevo, a Ramón María del Valle-Inclán; antes de empezar el rodaje ya ha sido víctima de una estafa.
A mí me tocaba entrevistar a Jaime Chavarri, tras la conferencia de “La Pintura y el cine”, que dio José Luis Borau; tras el coloquio Azcona-Romeo-García Sánchez, y otro coloquio vespertino sobre “Cine, arte, poesía e intriga”, con Yolanda Castaño, Pedro Costa y Javier Tomeo, bajo la moderación del poeta y narrador y técnico cultural Alejandro López Andrada. En Madrid, ni salí de Atocha, no tenía tiempo para ir al Reina Sofía ni a la Central para ver a Martín López-Vega, pero sí para paladear un poco la estación con sus plantas, sus laberintos, el aire viciado de prisa, las últimas revistas. Desde hace algún tiempo sueño con hacer una revista literaria, y con mi hijo Daniel no hacemos más que darle vueltas. Sería una revista mensual de literatura, reportajes, entrevistas, y algo de arte. De Córdoba no vi casi nada, quería llegar a oír a Félix y sus invitados, pero se complicó todo un poco: no encontraba al taxista, y cuando lo encontré yo, quien no lo encontró fue el productor y director Pedro Costa, desesperado tras veinte minutos de espera. Me encantó pasar cerca de Cerro Muriano, donde Capa tomó la foto de Federico Borrel, aquella instantánea que dio la vuelta al mundo y que aún ahora no se sabe si es verdad o mentira, puesta en escena o la muerte en directo. Le conté a Costa cosas de Capa, de su novia Gerda Taro, de su muerte en Brunete bajo una tanqueta, y él habló del proyecto de “Las Trece Rosas”, en el cual está trabajando con Ignacio Martínez de Pisón para el realizador Emilio Martínez Lázaro. Esa historia de trece jóvenes de izquierda, salvo una que era de derechas, ha sido contada por Pedro Fonseca, Dulce Chacón, Jesús Ferrero, Rafael Torres y el propio Pisón en un bellísimo artículo en “El País”, centrado en Carmen Castro, hermana de Julio Alejandro, y María Sánchez Arbós.
No llegamos a tiempo para oír a Félix. Comimos juntos, pero tuvo que irse pronto. No sabía si habría alguna posibilidad de llegar a La Romareda. Por la tarde, Costa me recordó sus relaciones y contactos con Raúl Tartaj, me explicó su sentido publicitario, su gran inclinación al surrealismo baturro, sus colecciones de películas eróticas absolutamente insólitas. Luego conocí a Chávarri, asistí a la entrevista que le hizo Rodríguez Jiménez para Onda Mezquita y para su programa “Los Puentes de la Luz”, y salí a caminar un rato con el cineasta madrileño. Hablamos de todo: de los Panero, de “A un dios desconocido”, de “Las cosas del querer”, de Manuel Bandera, de la espléndida y radiante Ángela Molina, de su pasión por Buñuel y Renoir (especialmente el Renoir de “La gran ilusión” y “La regla del juego”; dijo que Buñuel y Renoir le habían enseñado algo más que cine: le habían cambiado la vida), de la clase de Fanny Ardant, del “pésimo proyecto global” de “El año del diluvio”, y hablamos de su nueva película sobre Camarón. Jaime Chávarri es un hombre de una gran cultura, inteligente y apasionado, que procede de una familia de derechas: sobrino de Constancia de la Mora, que publicó sus memorias en Gadir, la mujer que recibía a Hemingway, es hijo de Marutxi de la Mora, una mujer falangista que García Sánchez me había anunciado como novia de José Antonio, cosa que él desmintió. Chávarri la consideraba más hedillista que de José Antonio. En la charla, Chávarri contó por qué le gustaba el primer Torrente o Tarantino, y defendió un cine que complete el espectador, un cine que huya de la obviedad. Dijo, además, que él no tenía una trayectoria, sino que sencillamente hacía películas, de géneros distintos y que eso era lo que le apasionaba. Elogió la Mezquita de Córdoba, dijo con absoluta sinceridad que no recordaba haber visto nunca nada tan impresionante, nada que le emocionase con tanta intensidad, y retrató así a Camarón: “Era un personaje que se movía en dos polos: el del más absoluto desamparo, el de la fragilidad, lejos de la escena. Cuando salía al escenario se transformaba y era una increíble fuerza de la naturaleza, un cantaor prodigioso”.
Había llegado Bernardo Atxaga, que tenía que hacer un bolo en un lugar de Córdoba y hubo de contestar a las preguntas constantes de una lectora de 80 años. Habían llegado también Puy y Montxo Armendáriz. De repente vi pasar a esa mole de sabiduría y de sensibilidad que es Miguel Picazo, autor de “La tía Tula”, que tiene muchos seguidores Córdoba, y de “Extramuros”. Chavarri y él no pararon de hablar durante toda la cena, con una pasión juvenil por el cine, por las actrices, por las películas, por la memoria. Picazo tiene algo de patriarca, de Papa del cine, de memorioso insondable que habla como si leyese un libro, del que apenas cambia ni los acentos. No hay dato que se le escape, ni personaje que le huya, no hay actriz a la que no atreva a definir de un modo diferente a otra: la elegancia de Aurora Bautista, la alegría profunda y la sabiduría de María Luisa Ponte, cuenta miles de detalles, hasta Mari Cruz Soriano, que fue elegida para una película de José Frade, que nunca hizo, apareció en la conversación. Y de Dolores del Río y de María Félix, "La Doña", ambas impresionantes. Y Victoria Vera: tanto Chávarri (que también conoció a la inolvidable Alida Valli, y a Sofía Loren, rotunda y sensual) como Picazo la describieron, la definieron, hicieron acopio de lucidez y sensualidad para retratarla. Picazo, entrevistado a la mañana siguiente por Enrique Ignaola, casado con una zaragozana muy simpática que veranea en Jaca y alrededores, dio una lección de cine, de vitalidad, de ironía, de sentido del humor que es extraordinario sobre todo cuando contaba “el rijo de los censores”. El gran Luis Alegre escribe de él con su embaucadora prosa en el bonito libro que le han dedicado en el Festival de Cine de Jaén, que dirige Ignaola, donde también le han publicado el guión original de “La tía tula”. Hubo un momento en que habló que había barajado la posibilidad de llevar a la pantalla grande el guión de “San Manuel Bueno, mártir”; tiene la versión de Julio Alejandro y Alfredo Castellón, que no se ajusta del todo a sus sueños, y seguramente, casi octogenario ya, no lo rodará.
Armendáriz recordó que la posibilidad de ir a los Oscar le ha dado una segunda vida a la película. A “Obaba”, ese territorio de fuego y de enigmáticos lagartos. Habló de Bárbara Lennie, que lo convenció desde el primer instante, de Pilar López de Ayala, siempre con entusiasmo, y definió un clima de complicidad y de entendimiento absoluto con Bernardo Atxaga. Presentados y dirigidos por Jesús Vigorra, el presentador de un programa de libros de Canal 2 de Andalucía, todo un héroe popular en Andalucía, clausurarían la jornada. Antes de eso, antes de la despedida, la noche se prolongó hasta las dos y media en un Café del Temple. Antonio Rodríguez Jiménez quería dormir: tenía que seguir haciendo entrevistas, grabando para la tele, preparando los discursos de despedida. Y con todo eso aún tiene tiempo para escribir poemarios y novelas. Vine con uno de los últimos “Sagrados labios verdes” (Algaida), y con dos del escritor Alejandro López Andrada, con quien hice especialmente buenas migas y con quien Atxaga intercambió la vida realista y mágica de la gente del campo: “La nieve en los espinos” (Algaida, 2004), una antología poética de su larga docena de poemarios, y “Los años de la niebla” (Algaida, 2005), un libro de tono lírico y memorialístico que explora e investiga en las vidas de los pastores de la posguerra, antes de que existiesen las alambradas.
Otra cosa especialmente bonita fue que regresé a Córdoba con Javier Tomeo. Nos llevó un joven conductor que tenía una novia, María del Pilar, que estaba embelesado con las ocurrencias de Tomeo. Antes de dejarnos en la estación, nos llevó de paseo por la ciudad bajo la lluvia, suave aún, y así fue como vimos Córdoba, lejana y sola, maravillosa, cruzada por el Guadalquivir, poderosa de monumentos y de fragancias árabes, mientras el autor de “Amado monstruo” contemplaba y se enamoraba de las bellas cordobesas rubias que andaban por la calle. Javier Tomeo es un ejemplo para los más jóvenes: cada cien metros descubre uno de los infinitos y fugaces amores de su vida.
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