UN PERRO ENTRE REYES
CUENTOS DE MARTÍN MORMENEO / 37
Rara vez escribo, pero cuando lo hago empiezo siempre igual: me llamo Manuel Martín Mormeneo y soy fotógrafo. Vivo en las afueras de Zaragoza, en un barrio tranquilo con canales de riego, una iglesia de aspecto francés, como la plaza de palmas y de pinos y de surtidores, y muchas urbanizaciones bajas de adosados con un minúsculo jardín. Tengo una perra, contra mi voluntad. Siempre hay algún amigo que nunca tendría un perro en su casa pero que se empeña en metértelo en la tuya, basta que le insistan tu mujer y los hijos. Recuerdo perfectamente el sábado por la mañana que la trajo: en una caja, diminuta y de piel blanca, algodonosa, acariciable. Era una mastina del Pirineo.
No entiendo nada de perros, o más bien poco a pesar de lo que mucho que he leído sobre ellos, pero me di cuenta de inmediato de que aquel animal, en unos pocos meses, sería gigantesco. Ahora, un año más tarde, es como una osa de las nieves que hiberna en mi propio salón, sobre el sofá. Mi amigo ya no viene por casa, pero cuando lo hace siempre percibe alguna contrariedad en mi mirada o intuye una dolorosa ironía en mis palabras (es más su mala conciencia que mi actitud hostil, creo), y hay un momento inevitable en que me dice: “¿Me lo perdonarás algún día?”. Desde luego que no. A mí jamás se me ocurriría llevar un perro a la casa de alguien que detesta los perros. Eso sí, mi mujer, antes de irse de casa con un poeta bilingüe de Olivenza, le estaba muy agradecida. Lo más patético para mí es que a los niños la perra les hace la vida imposible: les destroza los juguetes, las muñecas de trapo, las botas de fútbol, algunos tebeos (le gusta morderlos y rebanar las aristas de la portada y dejar bien nítidas las huellas de sus colmillos), hasta ha destrozado las patas de la mesa y de las sillas de madera oscura que nos llegaron de Finlandia. La perra les hace la vida imposible, pero no quieren que nos deshagamos de ella por nada del mundo. Eso sí, quien la saca a pasear por las mañanas y por las noches soy yo. Seré sincero: soy el único al que obedece Julia Margarita, así se llama la perra (tendría que explicar que debe su nombre a una fotógrafa pictorialista, que ilustró “Los idilios del rey” de Alfred Tennyson..., y sería peor), y paso buenos momentos, de madrugada, bajo un cielo azul de tiniebla que se ahueca de estrellas, mientras la perra amontona sus excrementos en el descampado.
Les cuento esto, pero ni quería ni quiero hablar de Julia Margarita. No. Es otra de esas paradojas o contradicciones habituales que me regala la vida y que acepto con resignación. Con resignación y sin tentativas de suicidio o de irme de casa para siempre, ésa es la verdad. En realidad, yo quería hablar de mi primer perro: Pluto, un perro de aguas, azafranado, de larga melena al viento y una sonrisa de perturbado que no rechaza las limosnas. Un cocker spaniel de pura raza. También me lo metieron en casa cuando yo estaba en Galicia haciendo un reportaje sobre los pescadores de percebes que me habían encargado en el periódico “El día de Aragón”. Siempre me intrigó por qué le interesaba a un diario de secano la vida de aquellos hombres de mar. No es que el director fuera cómplice de los deseos de mi mujer, no: Plácido Díez Bella acababa de leer la novela “Gran Sol” de Ignacio Aldecoa y por aquellos días lo habían invitado a una fiesta gastronómica de marisco, donde le insistieron que los percebes eran afrodisíacos y que “endulzaban el vientre de las embarazadas”. Estaba a punto de ser padre por segunda vez. Esas eran las peregrinas razones de mi viaje a Muxía, Laxe, Malpica, Camariñas, a Corcubión, Fisterra, Corme, Caión, Barrañán. No quiero abrumar a nadie con más nombres, ni con los gigantescos faros, ni con las imágenes un tanto fúnebres de las cruces plantadas en el precipicio: desde allí, un hombre o una mujer se habían despeñado al océano cuando hurtaban percebes a las rocas. Allá me fui, digo, y durante mi ausencia entró el perro en casa. Lo trajo mi cuñada Isabel de San Sebastián. Si hubiera tenido arrestos me habría separado. O agallas. O pundonor. O amor propio. De los perros me molestaba todo: jamás se me habría ocurrido llamarlos ni arrojarles nada, me incomodaba su olor, mucho más que el humo del tabaco negro, los pelos que iban dejando por el sofá y las camas, sus ganas de jugar, sus celos, los celos que sienten cuando acaricias o bañas a los niños. Me ven pasar y me ladran con una ferocidad incomprensible, como si husmearan a mucha distancia mi pánico. Además, este perro, como era joven, lo mismo se meaba o se cagaba en el dormitorio que en la alfombra de la salita. Eso era casi lo peor, y explico el casi porque había algo más horrible: cada noche cuando volvía del bingo a las tres y media de la mañana lo sacaba a pasear en la explanada de la Magdalena. Decían que era un barrio peligroso, de apariciones inesperadas y violentas, de alcohol descontrolado y de droga; pues era igual. Debía sacarlo a la calle con la falsa templanza del que silba o canturrea para disfrazar el miedo a una navaja, a una pandilla furiosa, a lo desconocido. Y, claro, ese perro canijo y burlón no asustaba a nadie. Ni siquiera a mí.
Hice de tripas corazón. Intentaba convencerme a diario de que el animal era bueno, cariñoso, que me quería como quieren los perros: con esa mixtura de servilismo interesado y de desdén. Como soy de temperamento obsesivo y perfeccionista –mi mujer me decía que parezco “ortopédico” y con eso quiere decir que soy rígido, que carezco de la más mínima naturalidad-, me dije que, ya que Pluto iba a quedarse en casa, tendría que amaestrarlo. Compré todos los manuales habidos y por haber de editorial de De Vecchi e incluso se dio la casualidad de que tenía una compañera de bingo, Asunción Ribalta, que se dedicaba a la cría de negros pastores belgas. Le explicaba mis avances y mi desesperación. Al final, tras contarme las crías que tenía, los nuevos campeones, los minuciosos resultados de una competición “apasionante” de fin de semana, ya ni quería oírme: “No pierdas más el tiempo. Los cocker spaniel están locos, y el tuyo está rematadamente loco”. Seguí comprando libros de perros, llegué a realizar antologías e inventarios de perros de casi todos los asuntos: de cuentos, de poemas, de tebeos, antologías de perros en el cine, de perros en la pintura, de fotos de perros (me hice amigo de Ferdinando Scianna, el artista siciliano, y él me hacía llegar una copia de cada una de sus fotos con perros; mi favorita es la de un perro que se lame el culo bajo un cielo plomizo en Benarés, la India, en 1972, aunque tengo otras de Siracusa, Sevilla, Roma y Bagheria). Y de ahí, cuando ya me parecía que no me quedaba nada que saber ni que coleccionar sobre los perros, inicié otro proyecto: el perro en la mitología. Cuentos populares del mundo con un fondo de perros.
Lo he dicho ya antes: no quiero aburrir ni alargarme en exceso. No sé si fue por mi impaciencia y por mi falta de habilidad, o por la misma naturaleza indómita del perro, pero acabé cediendo en mis propósitos. Nunca sería capaz de educar a Pluto. Aunque soy fotógrafo por libre, o lo era entonces cuando no se abusaba del término “free lance”, me gano la vida como secretario de ayuntamiento. El bingo fue un trabajo ocasional. Me destinaron a Urrea de Gaén, un pueblo de aspecto árabe del Bajo Aragón turolense. Pluto vino con nosotros; al principio intenté mantener mis hábitos de siempre: sacarlo a pasear por la mañana y por la noche, pero como vivíamos en una casa de campo el perro aprovechaba cualquier descuido y se iba por el pueblo de ronda a su antojo. Deambulaba por el cementerio, los huertos, la Hoya del Moro, el campo de fútbol, la chopera, los cañaverales; se introducía en los corrales ajenos y provocaba un alboroto de gallinas y conejos. Se hizo famoso allí; de vez en cuando, se llevaba alguna zapatilla, un zapato de charol, un muñeco, lo que fuese capaz de quitarnos. Siempre había alguna mujer cariñosa que iba al bar La Maravilla, donde yo leía los periódicos, o que venía a casa y nos devolvía los objetos. Intenté encauzar el desorden del animal: lo llevaba a correr conmigo por un camino paralelo al río. A veces me dejaba atrás y se internaba en la chopera, en las huertas de higueras y manzanos, o se zambullía en el río Martín. Volvía siempre empapado de agua y de barro. Mi mujer lo bañaba casi a diario como a los niños.
Acepté aquella vida en libertad del animal. Como todos sabían que era el perro del secretario del ayuntamiento, respetaban sus desmanes. Siempre hay alguna excepción, claro. Más de uno lo pateaba o le pegaba con un palo. Al principio, no me daba cuenta, a pesar de que me intrigaba mucho que un perro tan pacífico e ingenuo ladrase ferozmente, enrabietado, cuando pasaban algunos vecinos. Y cuando mi mujer me dijo que las hierbas silvestres o el trigal le habían reventado la córnea del ojo derecho, del que se quedó ciego, la creí. No se me ocurrió pensar que había sido objeto de una cruel agresión. Lo llevamos al veterinario, nos gastamos un dineral en la intervención, pero no había nada que hacer. Teníamos un cocker spaniel tuerto, y esa variedad no figuraba en ninguno de los catálogos sobre perros que yo había hecho. Pluto, sin embargo, era Pluto: el rey de la aldea y el rey de mi casa. Su belleza rivalizaba con su gracia, su candor y su dignidad: de noche, tendido sobre la alfombra, cerca de la chimenea, me hacía sentir como un noble inglés venido a menos que sólo conservaba de su pasada aristocracia el fuego y el perro.
Era uno más de la familia. La mascota ingobernable. Permanecimos en Urrea de Gaén casi diez años. Hice de todo: entrené a los equipos de fútbol de benjamines, alevines e infantiles, y compré varias cámaras nuevas, instalé un laboratorio muy bonito en el desván con una ampliadora Durst, y logré publicar mis primeros libros en edición de autor: “La noche en casa”, 33 visiones (33 años tenía yo entonces) nocturnas de distintas viviendas de Urrea, con sus luces tras la ventana, con su arquitectura, con su moles de sombra en la oscuridad del barranco, y la serie “El trabajo del hombre”, un conjunto de reportajes sobre los oficios del lugar: aparecían campesinos, vareadores de la oliva, mineros en el pozo y a cielo abierto, mecánicos, electricistas, carniceros, panaderos, y ebanistas y pintores como Joaquín Sanz, que realizaba una obra con mucho color y muebles de estilo mudéjar, y si te descuidabas impartía lecciones de filosofía popular en su propio taller. No sé si es necesario recordar aquí que en Urrea de Gaén nació el médico, académico y pensador Pedro Laín Entralgo. Como el perro me acompañaba casi siempre, salió en muchas de las fotos.
Como yo soy muy obsesivo y egoísta, siempre me falta tiempo para vivir conmigo y para compartir con los otros, no me di cuenta de que el perro había envejecido. Cojeaba con frecuencia, vomitaba, se rezagaba en las carreras por el campo, no sentía la necesidad de sumergirse en la corriente del río, no respondía a la provocación de los escolares y cruzaba la carretera completamente despistado. La gente me decía: “A tu perro ha estado a punto de matarlo un coche” o “Pluto ya no entra en mi corral como antes”. Teníamos un piso en la calle Bretón, en Zaragoza, un cuarto sin ascensor. Y una de las veces que vinimos a pasar un fin de semana, me quedé estupefacto. Estaba tan dolorido, se sentía tan inválido, que ya no era capaz ni de bajar las escaleras. El cuerpo empezaba a paralizársele y mi mujer me advirtió que ya no veía nada. “Ahora es como un anciano. Si fuera hombre tendría 80 años”. Recuerdo que tuve que cogerlo en brazos y bajarlo a la calle a hacer sus necesidades. Aquello ya me pareció un exceso, en cierto modo una humillación para alguien que no amaba precisamente los chuchos, otra inmensa paradoja de mi existencia. Decidimos sacrificarlo. Pero no de cualquier manera. Ya le había tomado cariño: lo veía manso, inmóvil, con los ojos vidriosos. Creo que fue en ese instante cuando me di cuenta de que, a mi modo, lo había querido mucho, de que me inspiraba una gran ternura. Nunca lo quise como entonces, cuando era un moribundo, un enfermo terminal.
Mi mujer, que es médico, no sé si lo he dicho, le puso una inyección letal. Y me preguntó dónde iba a enterrarlo. Ese, le dije, es mi secreto. Preparamos una caja de manera, la misma en la que habíamos recibido un jamón de Teruel por Navidad, y me lo llevé. No soy de aquí, de Aragón, pero siempre he sentido una gran debilidad por los lugares simbólicos de la Comunidad: el Moncayo, el Maestrazgo, Sos del Rey Católico, Loarre y su castillo, Montearagón o San Juan de la Peña. Debajo de la casa de Bretón, había y hay una ferretería. Adquirí pico, pala y unos listones de madera. Allí iba a enterrarlo, en San Juan de la Peña: en una ladera, cerca del monasterio, entre el monte Oroel y la espesa fronda del monte Pano, quizá muy cerca del lugar donde estuvo a punto de despeñarse el caballo del mozárabe Voto, que perseguía a un ciervo veloz y buscaba la cuerva del eremita Juan de Atarés, una historia, dicen, vinculada al nacimiento del lugar y de la leyenda. Me costó llegar. Aparqué como pude, intenté no llamar la atención de los vigilantes del monasterio y me puse a excavar. No fue fácil. Antes de sepultarlo, quise tomar algunas fotos: un olor dulzón y nauseabundo me encharcó los pulmones. Armé una cruz y escribí: “Pluto. Nació en San Sebastián, vivió en Aragón y descansa para siempre en San Juan de la Peña. Como los reyes”. Coloqué en la cruz una pequeña foto de Pluto asomado a una ventana, tomada por uno de los fotógrafos de “Heraldo de Aragón”, Juan Carlos Arcos, y contemplé los montes, las vaguadas, el cielo tenebroso, el monasterio imponente. Estaba en el espacio del origen. Disparé varias veces mi cámara Yashica Fx-3: es antigua, es manual, se ha vuelto vulgar y anacrónica, pero es mi favorita. Sé que algún día publicaré mi tercer libro de autor sobre este espacio. “San Juan de la Peña. El primer solar del reino”. Se abrirá y se cerrará con Pluto, el perro de largo pelo azafranado. Él también es un perro con historia: su vida asume y compendia la mía y se ha convertido para mí, que detestaba los animales de compañía, en un animal mitológico, en el amigo íntimo que tardé demasiado tiempo en reconocer.
*La famosa foto del perro de Benarés de Ferdinando Scianna.
**Este texto pertecene al volumen conjunto "Visiones. San Juan de la Peña", que ha coordinado Luis Ballabriga para Delsan. Prologado por Agustín Ubieto Arteta, en él participan los siguientes autores: Javier Aguirre, Luis Ballabriga, Juan Domínguez Lasierra, Teresa Garbí, Chema Gutiérrez Lera (que ha realizado los motivos iconográficos), José Antonio Labordeta, Román Ledo, Francisco M. Marín, María Jesús Mayoral, Antonio Pérez Lasheras, Adela Rubio Calatayud y José de Uña Zugasti. El volumen, continúa el camino abierto con "Visiones. Bécquer y el monasterio de Veruela".
5 comentarios
sol -
A.C. -
Espero que sigas siendo tan feliz como un colibrí a orillas del río Martín. Y qué nostalgia de cuando eras el "Presidente de mi club de fans" y nos veíamos dos o tres veces al año o al mes.
¿Cuántos años hace ya que no nos vemos?
Por cierto, estoy seguro de que te has tenido que tomar más de una copa con el tal Manuel Martín Mormeneo. Me han dicho que frecuentaba uno de tus bares favoritos de Híjar: "El Volante".
Cúidate. Un abrazo.AC
Angel -
A. C. -
Celia -
...qué bonito.