UNA LECTURA DE "SUEÑOS DE BORRACHOS" DE FÉLIX TEIRA
Félix Teira Cubel (Belchite, Zaragoza, 1954) es un escritor muy coherente. Valiente, sincero, leal a sí mismo, y, por lo regular, políticamente incorrecto. Como narrador en breve, en “Gusanos de seda”, y como novelista en “Brisa de asfalto·”, “La violencia de las violetas” o “La ciudad libre”, entre otros títulos, siempre se ha preocupado por los márgenes, por el lado oscuro y salvaje, por primitivo, de la vida. Es un escritor expresionista porque mira hacia aquellos lugares donde la existencia pugna por ser digna, por poder llamarse vida, con sus fogonazos de alegría, de intensidad, pero siempre encuentra la sordidez, la tragedia, la urgencia de la vindicación y una imparable mancha de injusticia que se expande.
Sus seres son casi siempre criaturas a la deriva, gente desquiciada que habita un continente inquietante de miseria y de desgarro. Gente atormentada o herida. En este libro, “Sueños de borrachos” (Poliedro, 2005; 154 páginas), quizá haya ido más allá de lo que había ido hasta ahora, o profundice un poco más en el abismo, en el dolor, en la enajenación, en la incapacidad dramática de asumir el mundo. Este libro tiene una carga literaria muy potente, vinculada al Raymond Carver más despojado, a algunas piezas del mejor Charles Bukowski, a momentos de John Fante, por citar algunos ejemplos lejanos. E incluso al Cela de “La familia de Pascual Duarte”.
También es un libro de lobotomías: de exploración de los cerebros gastados de gente que se proclama paria, de gente que anuncia que “llevo la vida del perfecto inútil”; es un libro de alucinaciones visuales, de espejismos etílicos. Y puede decirse que el alcohol es el teatro constante de operaciones, el subrayado abrumador, la pared blanca que protege y agosta, el refugio y la intemperie, la caracola de destrucción. Todo a la vez.
Félix Teira ha escrito cinco relatos. Voy a citar los títulos porque el volumen no lleva índice: “Perro”, uno de los textos más impresionantes, bellos y terribles a la vez, que he leído en mucho tiempo; “El joystick”, la historia de una familia rota, con un hijo perturbador o incomprendido, y de un crimen y unas cuantas pesadillas; “Todo a tres euros”, un cuento cruel con un final, inesperadamente feliz, del que puede obtenerse una moraleja; “Grappa eterna” es un cuento social con una deriva inesperada hacia la premonición, el símbolo y la idea del doble más o menos macabro. Y “Los roedores roen” es una pieza que hurga en los desencuentros de una pareja, donde él es víctima del vodka, en los que interfiere una visión de roedores –la visionaria es una niña, Teresa- que bien podría salir por el váter.
Los de Félix Teira son cuentos crueles, sin duda. Como un cuadro de Otto Dix, o de Gutiérrez Solana. O de Antonio Saura y sus monstruos. O de aquel Gericault que investigaba en los manicomios los secretos de la locura. O de Goya, que habló del canibalismo de Saturno que devoraba a sus hijos. Aquí hay hijos que devoran a sus padres, y padres que devoran a sus hijos. Y esposos que devoran a sus mujeres, y que las golpean, las hieren brutalmente. Y hay mujeres que, en su desesperación, practican la tabla de salvación del acoso psicológico, incluso del homicidio, más bien difuminado o ambiguo. He dicho que son cuentos crueles porque no hay respiro. Ni tampoco esperanza. Los personajes, cuando cambian de vida, se van a lugares apartados en los que tienen que sufrir la contaminación de una papelera. ¡Vaya chollo, qué fatalidad!
Me parece importante definir la estética de los cuentos: en casi todos ellos hay, como dice Chejov o Ricardo Piglia, hay una historia no contada, una historia invisible que se evidencia de manera absoluta como una potencia subliminal por debajo de lo evidente, de lo que se está contando. Y también hay cuentos que siempre tienen un desenlace que es como un escalofrío o un vértigo que nace de la sorpresa y de la tensión, pienso en las consignas de Poe, Horacio Quiroga o Cortázar, y esos desenlaces son como una detonación; como se dice en la solapa, estallan en las manos, entre los ojos, en el corazón. Y ambas estéticas se aplican incluso en una pieza como “Perro”, que es una pesadilla, una visión tortuosa del sueño de Goya, una metáfora de destrucción y de horror. La pintura es muy importante en este libro, y en particular en ese texto que protagoniza una mujer, una pintora, y que parece una cosa y es otra, espeluznante. Félix Teira sabe huir del énfasis, de la morbosidad, aunque hable siempre de matrimonios imposibles, de turbulencias familiares.
También son muy importantes los animales: los perros, los ratones; como lo es el paro, la pérdida de dignidad, el desamor, la violencia. Hay muchos elementos simbólicos que invitan a la doble, al paralelismo: esas confidencias de los personajes, sobre todo en varios monólogos, son como un vómito sobre un mundo injusto. La esquela en un periódico de un personaje, Ramiro Huesca Lahoz, es como una broma macabra, tal vez una venganza de alguien, y sobre todo es la constatación de la realidad que se empeña en anticipar una muerte física que ha precipitado otra forma de muerte en vida, como puede ser el despido.
La gran metáfora de la derrota, de la pérdida, es el alcohol. Todas, como dice un personaje en algún momento, son “historias sucias”, viajes sin retorno hacia el territorio del estremecimiento, de la locura, de la imposibilidad de vencer esa forma diabólica de encadenamiento y de enfermedad.
El estilo es espléndido. De varios registros. Poético, funcional, fluido, preciso como una cuchillada, con buenos diálogos. “Sueños de borrachos” es quizá un título demasiado explícito y a la vez suficiente, demasiado obvio, pero a la par es preciso para estos seres que moran en la intemperie más profunda, en una supervivencia rabiosa, en las aristas de la fatalidad.
*"Sueños de borrachos". Félix Teira Cubel. Poliedro. Barcelona, 2005. 154 páginas. (Elijo esta imagen de "El perro de Goya", según Saura, porque uno de los cuentos más tremendos, que me ha hecho recordar a "Siempre hay un perro al acecho" de Pisón, es el primero, titulado "Perro").
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