ACTA DE UN CUARTO DE HORA CON GILLIAN WATLING
ESCRITORA Y MADRE DE LEONOR WATLING
Salí demasiado tarde de “Heraldo”, quise escanear (lo hace, en realidad, mi admirado Jesús Berdún: una de las almas maravillosas del periódico, un hermano y un cómplice de ésos que te regala la redacción) y con una bolsa pesada cargada de papeles. El Zaragoza, en los penaltis, acababa de ganar: es el heroísmo de la Copa, incluso cuando se juega con equipos inferiores. Se vive siempre en el filo de la navaja, y este Zaragoza, más. Crucé la calle Cádiz y dejé la cartera y los objetos en el garaje. Mi hijo Daniel, que había hablado de “El fumador pasivo” (Xordica) en la biblioteca de Eva Puyo, me esperaba con el colombiano Efraim Medina Reyes, el escritor colombiano, y con Félix Romeo, entre otros. Crucé la calle de nuevo y llegué a la plaza de España: me gusta la gran noche de Independencia, las luces, los pasadizos hacia el Tubo, el lento y glacial avance de las manijas de los relojes. Me siento, en esta intemperie ideal, como en casa. Me siento en las acogedoras calles de mi casa del mundo. Avanzo por la calle Ossau y en el fondo de la plaza de Santa Cruz distingo a Félix. Me dice: “En Casa Hermógenes, está Luis con los chicos de Marlango”. Está con Leonor Watling, Alejandro, con el cineasta Javier Calvo, con Luis, por supuesto, el refugio de ternuras secretas del forastero que llega a la ciudad. Luis es como una libélula de todos los afectos: un imán y un geiser, un abrigo de sonrisas y de felicidad contra el cierzo. En Casa Hermógenes también está Gillian Watling, la madre de Leonor, british writer, una mujer extraordinaria, apasionada de la literatura, gran lectora, que fue durante seis años corresponsal del “The New York Times”, nada menos. En realidad, me dijo, fue corresponsal desde 1969 a 1975 de España y Portugal, el norte de África y Oriente Medio. A los norteamericanos no le interesaba en exceso España, mejor dicho casi nada, salvo asuntos de las infantas o de la supuesta agonía de Franco. Cuando Gillian llamaba al Pardo siempre le decían: “¿Que Franco está enfermo? En absoluto. Lo desmentimos”. Recuerda con mucho cariño de aquellos tiempos a políticos como Raúl Morodo o Nicolás Sartorius.
Una de las cosas más curiosas de Gillian Watling es su pasión por la literatura. Acaba de regresar de Inglaterra con un montón de libros. Lee todo: lo mismo puedes hablar con ella de John Dos Passos que de Paul Auster o de su mujer, la inquietante y bella, diríase que glacial y dulce a la vez, Siri Hustvedt, autora de libros como “El hechizo de Lily Dahl”, “Los ojos vendados” o “Todo cuando amé”. Hablamos de algunos de sus libros, publicados en España en Circe; “Todo cuanto amé” también lo publicó Anagrama. Y por aquellas cosas del azar, tras revelar que le gustaba que fumasen un poco en su entorno, que le gustaba el olor del humo, que le gustaba reírse, hablamos mucho de Laurie Lee (1914-1997), el autor de “Partí una mañana de verano”, “Una sidra con Rosie” o “Un instante de la guerra”, aquel libro estremecedor que publicó Muchnik y luego El Aleph, creo recordar, donde narra, entre otros muchos episodios, la batalla de Teruel donde mató o creyó matar a un hombre en medio de aquella terrible nevada de diciembre de 1937 y los primeros meses de 1938. Gillian Watling estaba casada con el economista Gonzalo Ceballos (tenía, por cierto, dos tíos fascinantes que eran ingenieros de montes, a los que Gillian evocó de pasada), que debió ser un hombre verdaderamente fascinante, curioso y viajero. Gonzalo hacia 1963 tuvo la ocurrencia de llevar a su mujer o compañera o novia, que tanto no me atreví a preguntar, de vacaciones de amor a Teruel, a ver el mausoleo de Los Amantes, y luego a Albarracín. Me pareció chocante pero preciosa la anécdota, y más anoche porque dentro de unas horas voy a Teruel con Rafael Bardají para estar con Javier Sierra y para ver el nuevo mural de Jorge Gay en el mausoleo de Los Amantes.
En este encuentro fugaz, de apenas quince minutos, me quedé con otra revelación muy bonita. No sé por que razón volvimos a hablar de Laurie Lee, aquel escritor y brigadista que llegó a España con un violín al hombro, que hacía sospechar a todo del mundo de su presencia. Gillian Watling dijo que había leído su autobiografía, donde evocaba con inmenso cariño y respeto a su madre, que debía ser tan bonita como fascinante, embrujadora. Le apasionaban las plantas, las flores, cuidar el jardín. Y dice Laurie Lee, confieso que no he leído el libro, que su madre lo cuidaba a él y a sus hermanos como si fueran flores, que los regaba, los alimentaba, los mimaba igual que a las plantas. Y en ese modo de derramar el cariño había una incalculable porción de libertad: los niños se movían a su antojo como pájaros libres en el jardín, tras el aroma del heno. En ese momento, Gillian Watling miró a su hija y me dijo: “Así he intentado criar yo a Leonor”.
Miré un momento a Leonor Watling, la cantante de Marlango, que llenó anoche en el Principal, la magnífica actriz, la elegante fumadora de cine negro, la cómplice de tantas noches y tertulias de Luis Alegre y de Félix… Su madre sonreía… A Félix le conté esta anécdota de regreso hacia la plaza de Santa Cruz. Sonrió y dijo: “Tiene razón. Supongo que Leonor tendrá algún defecto, pero es tan maravillosa y natural que no se le conoce”.
*Foto de Marlango: Alejandro Pelayo (piano y compositor), Leonor Watling (voz) y Óscar Ibarra (trompeta y otras formas del swing).
8 comentarios
jfc -
Supra Skytop -
Juan Antonio Diaz -
Gracias
Silvia Florido -
PM -
Cide -
No sé el porqué, pero no me sorprende la amistad entre Luis Alegre y Leonor Watling. En cuanto hay chica guapa por el medio, allí está Luis. ¿Qué les dará? ¿Cuál es su secreto? En fin, cuánto me hace sufrir la envidia.
Anónimo -
Anónimo -