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Antón Castro

LAS CORTES SÍ QUIEREN A JOSÉ VERÓN GORMAZ

LAS CORTES SÍ QUIEREN A JOSÉ VERÓN GORMAZ La pasada semana tomé café con José Verón Gormaz. Ni sospechaba, creo, que le fuesen a dar un premio como la Medalla de las Cortes, que recibió ayer. Me ha parecido una excelente elección: es magnífico que piensen en gente que trabaja, que sueña, que entrega cosas constantemente a los demás, que se busca a sí mismo en la poesía, en la prosa, en la fotografía, en la crónica. José Verón, además, había pasado unos meses terribles, en dura pugna con una enfermedad empecinada. Las Cortes, según leo, lo han galardonado por “la entrega incansable en pro del sentimiento de lo aragonés y su apuesta decidida por entender el pasado, explicar el presente y apostar por el futuro mediante el uso de la imagen y la palabra, lanzada a través de diversos soportes, como invitación permanente a la reflexión”. Hace cinco años escribí este texto para un catálogo de fotografía, que se titulaba “Nada de esto es un sueño”. Me alegra enormemente que se distinga a un ciudadano, a alguien que pasee entre nosotros, me encanta que las Cortes no necesitasen reparan en la existencia de un tal Rainer, que no nos dice nada o casi nada, y a quien tampoco decimos demasiado, por no decir nada. Enhorabuena, Pepe. Me encantan los premios sin complejos.

 

 

NADA DE ESTO ES UN SUEÑO

 

 



José Verón Gormaz apenas era un niño de doce años cuando su padre, que manejaba una Retina II B, le introdujo en la fotografía. Aquellos veranos inolvidables de finales de los 50 eran el umbral de la felicidad. Su progenitor, que se dedicaba a los viveros, iba de aquí para allá en coche y en muchos de sus viajes por España lo llevaba consigo. Eran viajes con tiempo, de complicidad al volante y varias noches fuera de casa. Don José Verón fue un gran aficionado a la foto y al cine en super--8, no en vano llegó a rodar, y sonorizar, varios documentales de los alrededores de Calatayud o de la Semana Santa bilbilitana.

Las clases del padre al hijo resultaban curiosas. Un día le decía: "Ten cuidado con los contraluces. Engañan". Otros le aconsejaba que emplease luz lateral y un filtro amarillo o naranja. Otra tarde de búsqueda y caminata le explicaba: "Para los paisajes procura enfocar un primer plano, así obtendrás sensación de profundidad". Empleaba película Plus X de Kodak, y más tarde cambió de cámara: compartió con su hijo una Retina III C. Y bien pronto obtuvo satisfacciones: con quince o 16 años, José Verón Gormaz comenzaba a ganar certámenes de fotografía. En aquella época, a inicios de los 60, ya era un cazador de instantes decisivos. Subía a las colinas en busca de una luz concreta, bajaba a las ramblas o al llano, y lo hacía con vehemencia, a toda velocidad. Entonces destacaba como mediofondista prometedor en el colegio de La Salle.

Hace poco veíamos fotos con José y ante una, marcada por los matices del sol, nos dijo: "Estuve una tarde entera esperando la luz, y la luz no venía. De repente, cuando había perdido la esperanza, vi que se abría una nube y zas... Me pegué una carrera tremenda hacia el collado y logré captar esta toma". Esta forma de trabajar ha sido permanente. José buscaba con los pasos del vagabundo y al final encontraba: extraía la poesía del entorno mediante la observación, la individualización del paisaje y el encuadre. Hojeamos su diminuto cuaderno de notas y apenas hay fotos dibujadas, es decir, concebidas antes del disparo; tan sólo vemos títulos, ideas recogidas en poco más de una línea, nombres de colinas, barrios y pueblos. El dinamismo de las estaciones le invita a improvisar.

A la pasión fotográfica le sobrevino la pasión por la literatura. Y hubo un instante en que ésta estuvo a punto de suplantar a aquélla. José estudió Ingeniería Agrícola en Madrid, y los tres años de estancia en la capital fueron decisivos: se zambulló en un mundo de curiosidades, de lecturas y de creatividad. Leía, escribía y arrojaba de inmediato sus textos a la papelera por pura exigencia, y visitaba de vez en cuando cafés literarios. Le disgustó el ambiente del café Gijón y acudió a una tertulia vespertina con un educadísimo Vicente Aleixandre en aquellas peregrinaciones de los jóvenes poetas a Velingtonia 3. De regreso en su ciudad natal, empezó a alternar la lírica y la fotografía.

A principios de los 70 adquirió nuevas cámaras (ha manejado hasta hoy una Cosina, semejante a la legendaria Leica de los Capa, Gerda Taro o Cartier--Bresson, una Zeiss Ikon Voigtlander, una Nikon F--2 sin fotómetro, una Nikon FE--2, una compacta Olimpus, la Nikon F--100 actual...) y se especializó en macrofotografía con resultados fantásticos. Sus tomas de insectos y botánica eran estupendas (vean esa rosa enfocada en el centro, donde reposa el caracol, empañada con vaho en los extremos), lo cual no excluye otro tipo de obras: retratos, reportajes, paisajes del legendario Bílbilis, desnudos. A final de la década abandonó las instantáneas en blanco y negro, y a punto estuvo de dejar la fotografía por entero. Una crisis le había llevado a un amago de deserción: vendió algunas cámaras, se deshizo de utensilios auxiliares, archivó los cientos y cientos de negativos como quien sepulta una afición perniciosa. Por aquellos días, su vocación literaria pugnaba con gran fuerza por salir al exterior: en 1979 el poemario “Legajo incorde” --para algunos críticos uno de los mejores de su trayectoria-- se hacía acreedor al accésit del premio San Jorge. Y dos años más tarde, la novela de ciencia ficción, claramente simbólica y fantástica, “La muerte sobre Armantes”, ganaba el premio San Jorge de narrativa.

En medio de ambos acontecimientos, José Verón realizó una exposición en su ciudad natal con un éxito arrollador. Sus paisanos se quedaron atónitos ante su trabajo: hermosura, sentido lírico, creación de atmósferas, amor por las raíces, meticulosa ambientación natural, todo ello fue detectado en la muestra y el creador se sintió no sólo querido; percibió que en aquella manifestación artística había un medio de expresión en el cual podía sentirse cómodo y crear a sus anchas.

Si algo debemos decir de Verón Gormaz es que es el fotógrafo de Calatayud. Ha eternizado la ciudad en todas sus formas y disfraces: los arrabales de la morería, los ríos que avanzan entre las cañas como culebras de oro, el Paseo bajo la nevada o durante un insoportable aguacero, la ciudad con sus afiladas torres vista desde extramuros, la ciudad mudéjar envuelta en una boira espesa que parece transformarla en un puerto de mar. Pero eso no le ha reducido al estrecho corsé de ”fotógrafo loca”l; al contrario, Verón retrata lo que conoce y lo que ama, la cuna de sus antepasados, y le otorga dimensión universal. Un buen ejemplo es el volumen “Calatayud, imágenes y sueños” (CEB/IFC, 1999), cuya calidad de reproducción no se ajusta a los cuidados positivos del artista.

Lentamente, concretó el campo de sus intereses en tres o cuatro asuntos con absoluta conciencia de ello: el paisaje, la abstracción inscrita en la propia naturaleza y el reportaje, o lo que José también llama foto social de carácter urbano. Y ahí se ha movido a su libre albedrío con numerosas series durante 20 años. Sus fotos del campo han cautivado allá donde han ido. Siempre ha resaltado la intensidad y el color con el empleo de la diapositiva cibachrome, que se adaptaba muy bien a lo que buscaba: la creación de ámbitos, el gusto por las nieblas y el levísimo desenfoque, la búsqueda de la singularidad de un paraje. En cada foto de Verón se detecta una melancólica serenidad, se vislumbra al hombre parsimonioso que ha encontrado una imagen en el tiempo y que nos entrega algo conocido como si fuese exótico o si no lo hubiésemos contemplado antes.

A José, entre otros, le entusiasma la obra de Amsel Adams, el fotógrafo de los grandes espacios, de la epopeya de la naturaleza, de las texturas y de la profundidad de campo, el artista que trabaja con diafragmas de 32 ó 64; Verón (que rara vez pasa del f/16) se aproxima a su espectacularidad al tratar un barranco, una rambla o un accidente minúsculo que no suscita una atención especial. Logra captar su grandeza, esa poesía sublime de las cosas, y funda una nueva realidad. Imágenes en el tiempo, en terminología de Octavio Paz. Despierta el ánima de lo sencillo, de lo inadvertido. Da lo mismo que atrape un atardecer de otoño en el monasterio de Piedra, los celajes con nubes en forma de águila sobre Armantes, un árbol, los senderos neblinosos de Soria, las parideras olvidadas en un rincón de Ribota y de Anchada o una tumba solitaria que emerge en mitad de la bruma. El secreto de José es la mirada, ese ojo enamorado de cazador de momentos decisivos que ordena el caos y halla siempre la hora de la luz exacta. ¿Cómo iba a entenderse si no esa serie tan sugestiva sobre las colinas de Armantes que él ha convertido ya en míticas: esa foto de 1991 que recuerda a un estudio de profundidades y perspectivas al modo de Leonardo da Vinci, ese mar de montes desdibujado por una lejanía que emula la espuma que cabrillea, los castillos que emergen de los aterrazados cerros, esa estampa bajo el arco iris que nos evoca la magia de la luz de Velázquez?

El reportaje le subyuga cada vez más. Sus series sobre la Semana Santa bilbilitana han sido galardonadas allá donde han concurrido, y sus aproximaciones a la Romería de San Roque de 1982 son de lo mejor de su trayectoria. Nos fascina esa foto que descubre un montón de velas en el pueblo cuando llega la noche mientras los niños y las mujeres se cuelgan de los senderos. Pero también nos gusta oírle contar cómo se ha guiado para preparar un reportaje. He aquí uno reciente y su anecdotario: andaba en las afueras de Moros y se encontró con un campesino que iba en su borrica. Le conocía de haberlo visto en ocasiones anteriores. Se pusieron a hablar y José decidió seguirle por las afueras de la población. Así, siguiendo sus pasos, culminó el atractivo trabajo: secuencias del campesino y del animal en primer plano, en tomas intermedias o en panorámicas siempre con el tapiz de casas y tejados al fondo. También hace desnudos con elegancia y, entusiasta admirador de la pintura, ha descubierto que en la naturaleza está el arte abstracto. No queremos hablar de “El color del silencio”, pero esa serie, entre otros valores estéticos, posee una importancia decisiva: nos demuestra que en las paredes desconchadas de nuestras ciudades, en las ruinas, en las puertas, podemos encontrarnos con cuadros de Tàpies o de Dubuffet con sus rasgos informalistas, su violencia o sus tachaduras, pero hay que pararse a verlos.

La evolución literaria de José Verón Gormaz ha sido muy meditada, o se nos antoja muy meditada con la perspectiva de dos décadas. Ha cultivado el epigrama con cierto sarcasmo e ironía, se ha acercado al culturalismo (es un gran lector: Octavio Paz, Marcial, al cual ha rendido explícitos homenajes, Quevedo, Rilke, Lezama, Valente o San Juan de la Cruz figuran entre sus vates predilectos) pero en los últimos tiempos se ha decantado por una obra esencialmente lírica, de vaciado del alma, que respira desolación y dolor, escepticismo y melancolía, aunque un fogonazo de inteligencia y sabiduría resplandece en todos los libros: “Baladas del tercer milenio”, “Ceremonias dispersas”, “Auras de adviento” (Premio Isabel de Portugal en 1988), “A orillas de un silencio” (Premio Isabel de Portugal en 1994), “El naufragio perpetuo” (Premio Hermanos Argensola, 1999, editado por el propio Ayuntamiento, 2000) , “Rayuela Blues”, dedicado a un gran seguidor de la fotografía: Julio Cortázar. O, más recientes, “Libro de horas perseguidas” y “El exilio y el reino”, ambos de 2005. En 1997, el escritor y profesor Javier Barreiro le prologó y le preparó una “Antología poética” (CEB / IFC). Amén de numerosos artículos en “Heraldo de Aragón” y de su quehacer como cronista y activista infatigable de su ciudad, la obra literaria de José Verón Gormaz se completa con el cuidado libro de relatos “Camino de sombra” (López Alcoitia editor, 1994).

La poesía y la fotografía en José Verón no son empeños escindidos. Al contrario: se complementan y se confunden. Con ambas se afirma y reinventa a diario la belleza del mundo con un tono elegiaco y con metáforas visuales. Cada vez que reflexionamos sobre él y su obra, siempre se nos impone la figura de Juan Rulfo: escritor, antropólogo y magnífico fotógrafo. Una de sus series más célebres se tituló “Nada de esto es un sueño”, y una de las fotos más conocidas muestra a un anciano en mulo y a una mujer que están a punto de internarse en el horizonte, el anchuroso mar del cielo. José Verón tiene una obra semejante: un carretero avanza por la calzada contra el incendiado sol del crepúsculo. Los dos, Juan Rulfo y José Verón, buscaron el don inefable de la naturaleza en la palabra y en la imagen. Y lo hallaron a menudo.

 

*Una foto de la danza y la contradanza de Cetina de José Verón Gormaz.

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