A MI MADRE
Llevo varios días pensando en escribir un artículo sobre mi madre. Sobre las madres del mundo. Quizá la historia más bella que me ocurrió con ella, y son miles, siempre resulta para mí conmovedora. Me fui de mi casa a los 18 años, casi 19. Me fui porque necesitaba huir y encontrar un acomodo en el mundo. Había acumulado contradicciones íntimas durante un tiempo, había vivido con ansiedad y angustia, había querido ser escritor y amante de una muchacha que vestía una preciosa falda de tubo a orillas de la ría de El Burgo, y, sobre todo, me agobiaba la idea de hacer el servicio militar. La chica, que se llamaba Begoña y era dulce como la diosa inicial y demasiado humana que sueñas para salir a la calle, jamás me hizo ningún caso. Por todo eso, porque no me soportaba a mí mismo, vine a Zaragoza. Por eso me marché de mi casa.
Mi madre había vivido mis desórdenes adolescentes con dolor. No sabía qué me pasaba, pero lo adivinaba todo con ese octavo sentido de madre que entiende el mundo por el soplo del aire y por el color de la pielque usas desde el alba. Me había llevado al psiquiatra en vano, había intentado retenerme en Arteixo con su mirada líquida, asomada siempre al abismo de las lágrimas, asomada siempre a la impotencia del estupor. Me fui de casa, me vine a Zaragoza, empecé de cero sin saber hacer nada: derribos, vendimias, trabajo en la naranja, peonadas aquí y allá, mucho hambre, de casa en casa y casi siempre de prestado, hasta que apareció otra madre, Carmen, Carmen Gascón, la madre de mis cinco hijos, y la vida pareció adquirir un nuevo sentido, otra armonía.
Mientras, mi madre, que es muy religiosa, hizo una promesa a Nuestra Señora de los Milagros, el santuario de Caión, el santuario hechizado que antaño fue objeto de veneración por los balleneros y otros peregrinos de la Costa de la Muerte. La promesa consistía en que ella iría de rodillas, sobre la calzada, repleta de vaivenes, de montículos y descensos, repleta de cortantes guijas, si su Dios lograba que yo me repusiera. Y eso hizo: se destrozó las rodillas, sufrió un calvario de cariño por el hijo descarriado. En ese tránsito, mi madre contempló los pinares, los acantilados, los fondos marinos, absorbió los olores de la selva, los olores de la selva y del monte que yo respiré de niño junto a ella; en ese paseo de 11 kilómetros absorbió los celajes de luz medida y marina. Cuando pienso en ese gesto casi sobrehumano me echo a llorar. Lo pienso, lo imagino, y no soy capaz de creérmelo. Me parece que es una fábula que me cuento, me parece que es una mentira que me digo para convencerme de que mi madre piensa en mí como yo pienso en ella ahora y casi siempre. En éste que es su día y el todos los días de mi vida.
*La foto no es de mi madre -Carmen Castro Barreiro, Carme de Castro alláe n Galicia-, sino de la gran fotógrafa norteamericana Dorothea Lange, tomada en 1936. Encarna para mí la maternidad en su estado más bello de pureza.
9 comentarios
Maipita -
A. C. -
manuel -
ana a. -
Cide -
Oí una vez que quien no quiere a su madre no puede ser en ningún modo buena persona. Está claro, ¡qué figura la de la madre!
una madre -
A.C. -
Anónimo -
Nos veremos en Albarracín?
Adoptado -