EVOCACIÓN DE CANTAVIEJA
Cantavieja se alza como un farallón que alumbra el cruce de los vientos. Arriba está el cielo, terso como un espejo para buitres, y abajo están las hondonadas y los cauces que han perdido su hilillo de agua. Ese lugar de Teruel se convirtió en el refugio del general Ramón Cabrera, que dormía en la Casa del Bayle en una cama de cuadernas maestras con robustas patas de tigre. Allí, entre cornucopias, alfombras y lienzos, recibía los partes de guerra y a sus fugaces amantes. Cantavieja fue conocida como “La bienamada de Cabrera”; vista desde lo alto del Cuarto Pelado tiene algo de nave varada y construida en piedra milenaria. Cantavieja ha suscitado la admiración de Manuel Vicent, Pérez Galdós, Valle-Inclán o Pío Baroja, que la visitó y la cantó durante su estancia en Mirambel en 1930. Cantavieja y el Maestrazgo más abrupto, el que está lleno de escondrijos y peñascos, han sido un espacio ideal de templarios y más tarde feudo de enconos constantes entre carlistas y liberales. Por eso, hace muy pocos meses se inauguraba el Museo de las Guerras Carlistas en la vieja casa de telégrafos, un proyecto al que ha dado vida el apasionado historiador Pedro Rújula, uno de los más brillantes de su generación por su rigor y por su capacidad para enhebrar grandes proyectos y tramas de afecto, y un puñado de gentes hacendosas: los diseñadores Fernando Lasheras y Carlos Muñoz, el cineasta Emilio Casanova, el hostelero Mariano Balfagón, la agente cultural Cristina Mallén, entre otros. He vivido en Cantavieja: algunas tardes desoladas un hombre embozado salía a la plaza y descendía hacia el vergel del cementerio. Siempre pensé que era el espectro del general Cabrera.
*Parte posterior de la Casa del Bayle; justo aquí se inicia el descenso hacia el cementerio.
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