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Antón Castro

MAÑANA, VUELVO A SEGOVIA*

MAÑANA, VUELVO A SEGOVIA*

Una mañana de diciembre me llamó Ignacio Sanz, escritor, ceramista y cuentacuentos, para invitarme a una charla, con tertulia y lectura, en Segovia. Ni lo dudé. Me parecía que era el momento oportuno de conocer esa ciudad, tan amada de Cervantes, Antonio Machado, María Zambrano, Alfredo Castellón, Xavier Rodríguez Baixeras o el pintor aragonés Jorge Gay, que me dijo alguna vez que el atardecer más bello de la tierra lo había visto en Segovia. Era como un atardecer ideal entre pájaros, escapado de los cuadros de Pinazo, Rosales o Muñoz Degrain. Me encanta conducir. Oigo la radio o música, preferiblemente gallega, pero también griega, Roy Orbison,  Serrat, francesa (Charles Aznavour, Brel…), Paco Ibáñez (“Tus ojos me recuerdan // las noches de verano…”), y Javier Ruibal. Antes de salir estoy aterrorizado, con esa incómoda sensación de que voy a tener un accidente o a extraviarme en cualquier esquina del mundo. Así que salgo con el corazón en vilo, con un miedo antiguo, ineludible, que es el mismo que tenía de niño. Pero salí hacia las tres y media de la tarde por la carretera de Madrid y viví una aventura apasionante. Aunque sea una frase manida o desgastada hasta el hartazgo o la inexpresividad, soy un coleccionista de paisajes. Me encantan las nubes, los celajes, las hondonadas, la fronda, las choperas solas en los dedos del vendaval, la luz que dora o enrojece las montañas, la majestuosidad sondormida del campo. Cuando entras en Soria, camino de Almazán, ya te invade una extraña sensación: recuerdas a Machado y Leonor, la tierra de Alvargonzález, los ecos sombríos de la Laguna Negra, experimentas un desamparo existencial y gozoso parecido al frío. Y empiezas a ver torres aguzadas, minúsculos ríos que avanzan entre la niebla, puentes. Y avanzas como en un espejismo en carreteras interminables y sin nadie, en las que quisieras pararte a cada instante, con cámara de fotos, o con el ojo del alma impreso en la mirada. Almazán, El Burgo de Osma, Ayllón, San Esteban de Gormaz y, más tarde, entre los restos duros de una nieve de pedernal, ya atisbas Segovia: su catedral, la madeja de los tejados, el Acueducto. Y detrás del Acueducto, la calle Real. Me hospedaba en el hotel Las Sirenas, nada menos. Muy cerca de la estatua de Juan Bravo, la iglesia de San Martín (que te hace recordar a la vez San Juan de la Peña y la catedral de Jaca) y del Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente. Al llegar a la sala donde iba a tener lugar mi conferencia, me encontré  con Enrique, farmacéutico de Cantimpalos e hijo de madre aragonesa de Villarluengo. En cierto modo, a él le debo la invitación: es un apasionado de algunos de mis libros, eso que no conocía “El tesoro”, que sucede en Villarluengo y cuyo argumento me regaló Fernando Sanmartín. La tertulia fue estupenda: la gente se rió a gusto, y hubo un momento en que me pregunté si no tendría yo una oculta madera de humorista. Pregunta retórica, claro está.

Después se organizó una espléndida cena-tertulia con el narrador y médico José Antonio Abella, autor de “Yuda”, 1992; la  soprano Amparo García, que tiene varios discos en el mercado, y su marido Ángel Egido; el poeta y profesor Paco Otero, antólogo del volumen “La ciudad inmóvil” y lector apasionado de Belén Gopegui; María Jesús Martín; los citados Enrique e Ignacio Sanz; Claudia de Santos, directora de colegio, defensora del ciudadano, cuentacuentos, por cierto actúa mañana con su marido Ignacio Sanz en Jaca; el poeta y traductor Luis Javier Moreno, amigo de Jaime Gil de Biedma, traductor de Robert Lowell… Fue una maravillosa noche donde brilló el sentido del humor de Luis Javier Moreno, que te hace recordar a Uxío Novoneyra y de algún modo a Miguel Labordeta. Hablamos de otros amigos como Carlos Barbáchano, que vivió varios días en Segovia. De escritores, de proyectos, de la intrahistoria de la ciudad: Josefina e Ignacio Aldecoa, Javier Tomeo, José Antonio Labordeta, Javier Martín, Maruja Torres, Juan José Millás, Rosa Montero, Elvira Lindo, Antonio Gamoneda, Belén Gopegui, Luis Felipe Alegre, Ramón García Mateos, de Alberto Martín Baró, que había estado en la tertulia y acababa de publicar un nuevo libro: “El cuaderno de San Rafael”. O Alejandro Gándara, que será el próximo invitado a la tertulia. Había empezado la tarde hablando de Segovia en la pintura de Jorge Gay y hacia la medianoche, como si le pitaran los oídos, llamó Jorge Gay. 

Salí a pasear hacia las ocho de la mañana. Y volví a quedarme hechizado, literalmente seducido. Segovia es una ciudad parsimoniosa y elegante, llena de rincones evocadores, de detalles esculpidos en la piedra, de buen gusto y encanto. Volví a tomar la carretera sin pereza alguna y viví cuatro horas espléndidas de diálogo sigiloso con el paisaje, con las tierras de Segovia y Soria. Llevaba en el bolsillo otra invitación para volver en julio y para que monte un espectáculo narrativo de una hora y cuarto o así con siete u ocho cuentos. Ignacio me ha convencido de que lo haga. Además, me ha convertido en un personaje de una novela que está escribiendo en homenaje a Avelino Hernández, el escritor de quien tanto nos hablaba Carmelo Romero, aquel novelista, ya fallecido, que trajo hace unos años a “Invitación a la Lectura” Ramón Acín. Ayer por la mañana, volvió a llamarme Ignacio: “No lo dudes. Lo pasaremos muy bien”. Es decir, que si no hay novedad o escalofrío, en julio iré a pasar unos días a Segovia, esa ciudad donde se recuerda a Cervantes, a Machado y a María Zambrano con enorme cariño. Esa ciudad que te acoge al entrar y te despide al salir con el abrazo y la bendición de su acueducto.

 

*Estuve hace un par de años en Segovia y ahora Ignacio Sanz me ha invitado para que vaya a participar en el festival de narradores orales. La función es mañana, a las 22.00, en el patio de la casa de Andrés Laguna. Cuelgo aquí el texto que redacté  entonces.Sólo voy a contar cuentos de mi infancia en Galicia, salvo que me pidan otra cosa. En la foto, vemos a Ignacio Sanz con su traje de ceramista.

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