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Antón Castro

ADIÓS A JOAQUÍN ARANDA, ESCRITOR, EDITOR, CRÍTICO*

ADIÓS A JOAQUÍN ARANDA, ESCRITOR, EDITOR, CRÍTICO*

La primera vez que oí hablar de la elegancia de Joaquín Aranda fue en un Premio Planeta, a Lola Ester, redactora o subdirectora ya del periódico más o menos rival, si en este oficio plural puede hablarse de algo así: dijo que Aranda la había arropado, recién llegada a las noches del galardón, y que la había presentado a todos como redactora cultura de ese “estupendo periódico que es ‘El Día de Aragón”’. Entonces, para todos Joaquín Aranda era una referencia: como crítico literario, como director de la desaparecida editorial de “HERALDO”, donde publicó a autores como Julián Gállego, Luis Buñuel, José Ramón Arana o Manuel Andújar, entre otros, y también por otro detalle con carácter casi legendario: en las fotos de los años 50, con Borau, con Hemingway, con tantas otras personas ilustres que pasaban por Zaragoza, como Max Aub, por ejemplo, siempre estaban un hombre joven: Joaquín Aranda. Más tarde, como otra leyenda urbana, empezaron a decirme que Joaquín Aranda era como un acostado de fin de semana: “se mete en la cama con un montón de libros, y lee y lee como si estuviese a punto de llegar el fin del mundo”. Un sábado, en la librería Central, me lo presentaron, hablamos de libros. Siempre pensé que lo había encontrado antes de su ritual de lector que se oculta del mundo entre sábanas.         

Cuando llegué a HERALDO, Joaquín Aranda ya se había jubilado, pero pronto establecimos una relación entrañable porque venía todos los días. Joaquín Aranda era lisonjero y cariñoso con los compañeros; con todos tenía un código particular: a Christian Peribáñez lo admiraba y lo llamaba Gunter, por Gunter Grass, por su formación alemana y por su audacia constante. A Rebeca Cartagena le preguntaba siempre por los imaginativos platos que cocinaba para su chico; su pregunta era: “¿Qué le has hecho hoy?”. Y ella, que es una gran cocinera, le dejaba patidifuso con su imaginación, la variedad de sus condimentos y su ausencia de pereza. Tenía debilidad por todas: por Nuria Casas, por Ana Usieto, por Esperanza Pamplona,  la última por incorporarse, por Victoria Martínez, por Elena Gracia, a la que llamaba “nuestra Marilyn”. La lista de anécdotas podía ser interminable, sin duda. Venía del cine, del teatro, de la música clásica o de la danza, y salíamos a conversar al pasillo. Diez minutos, quince, veinte, el tiempo exacto de fumarnos un Marlboro. Siempre estaba leyendo un libro: unas veces releía “Tirant lo Blanco”, otras a Lorenzo Villalonga o a Espriú. O a Carles Riba. Y a Jesús Moncada, me pidió “Camí de sirga” en catalán y me dijo: “Es bueno, pero es un catalán muy difícil para mí”. Pero también a Tolstoi, Dostoievski, autores franceses e ingleses o italianos, Dino Buzzatti, por ejemplo, a los que leía en su lengua original. O Ezra Pound, que se convirtió durante unos meses en su poeta preferido. Dijo: “Estoy haciendo un poema erótico de ocho versos. Llevo varios meses trabajando en ello. Y sólo tengo un verso. Quiero que sea mi obra maestra”.  Aprovechaba para hablar de Juan Ramón Masoliver, de Max Aub, con quien hizo un viaje por Alcañiz y Calanda, de Luis Buñuel, que era pariente suyo y cómplice; lo visitó en México con Agustín Sánchez cuando iban a preparar la edición de "La obra literaria de Luis Buñuel" (Heraldo de Aragón, 1982). Y hablaba de Eduardo Fauquié y de su amigo Manolo Derqui. De Juan Ramón Jiménez, a quien consideraba el mejor poeta español. Su poema favorito era “Espacio”; a Christian Peribáñez le regaló ese libro, recordaba hace un instante. Le encantaba hablar de José Luis Borau, al que había admirado mucho: “¡Quién habla mal de Borau es un cretino! Encarna la bondad”. Pero también hablaba de su padre, médico de pueblo en Luco, y de los años que pasó en el pueblo el pintor Rafael Barradas, que se desposó allí.

Le interesaba todo, y tenía su propio método crítico. Eso, con la música clásica, por ejemplo, siempre andaba con sus diccionarios franceses o ingleses, o las impecables ediciones de Turner. Parecía tener los conceptos claros: si no le gustaba la ciencia ficción, iba y lo decía sin ambages; si le parecía detestable una obra de Víctor Mira, “El cielo de las mujeres”, lo escribía. Y se quedaba tan ancho. Se sentía..., intentaba ser un hombre libre. 

Su pasión eran los libros, los escritores, las anécdotas literarias. Siempre tenía varios volúmenes abiertos, era de las personas que iban todos los días a las librerías, siempre andaba buscando algo, y a veces si aparecía una nueva edición de algo iba y a comprar. Y además, su pregunta más constante era: “¿Qué estás leyendo? ¿Qué lees?”. En lo que leían los otros, esperaba encontrar algo definitivo, algo que le hiciese la vida más hermosa y más llevadera. Ahora ha decidido, discretamente, hacer verdad su leyenda: se ha metido a leer en un lugar escondido y para siempre. A fumar un Marlboro, a leer,  a soñar con sus películas favoritas.

*Joaquín Aranda falleció ayer por la tarde. Fue redactor jefe de HERALDO, crítico de cine, teatro y música clásica, editorialista, y director de la editorial donde publicaron Julián Gállego, José Ramón Arana, Manuel Andújar, Ana María Navales, Luis Buñuel y Agustín Sánchez Vidal, etc. Era un apasionado lector. La foto es de Luco de Jiloca. 

3 comentarios

Ruben Pamplona -

Siento su perdida, he disfrutado muchisimo leyendo sus criticas tan iconoclastas. Señores de Heraldo: para cuando una antologia?

Víctor Rebullida -

Vaya mala noticia llegar hoy de vacaciones y leer esto.
Aranda ha sido toda una institución.

Cide -

Está claro que se va todo un personaje.