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Antón Castro

UN CUENTO EN MÉXICO*

UN CUENTO EN MÉXICO*

LA VIDA CRIMINAL DE ADOLFO MIRABÉN  

 

No sé si he matado a un hombre. En esa segunda vida que es el sueño siempre tengo la sensación de que bajo mi aspecto tranquilo se oculta un criminal. Hay un momento que, en mitad de la nebulosa de imágenes y acontecimientos, adquiero conciencia de mi condición y de mi fechoría: no sé muy bien cómo ni cuándo pero acabé con la vida de alguien, a quien desconozco. Mi imaginación le pone rostro, vaqueros y un cabello rebelde con perrera. Y eso me ocurre todas las noches. Unas veces, como si asistiera a fragmentos enigmáticos de películas de mi propia existencia, el crimen guarda relación con coches que van y vienen por el arrabal de la fábrica de salazones, con motos al galope por el acantilado de mis playas de siempre, con gentes reunidas en torno al coñac y al dominó en dos bares que se parecen mucho a Casa Recouso y Cafetería Sanchís, aunque en el sueño las cosas rara vez son idénticas a la realidad. A menudo se produce un salto brusco, un disfraz o una situación inverosímil que las aleja de la cotidianidad. Ni siquiera, a primera vista, tienen nada que ver con mis hábitos de ahora ni con la ciudad donde vivo; la atmósfera del sueño me remite a Baladouro, el pueblo donde nací y crecí, bastante lejos de aquí.         

Pero lo peor viene luego, con el despertar, durante la larga vigilia. Ando errabundo y melancólico, con la faz alargada y hostil, como un condenado. Sé que debo una muerte al mundo, y me angustia que los demás puedan enterarse. Me horroriza la posibilidad de que en la oficina de la inmobiliaria donde trabajo alguien pueda percatarse y que Ramón Pernas, que es el más bullanguero, vocee ante todos: "Con nosotros trabaja un asesino. Adolfo Mirabén". Pero lo que más me intranquiliza es que a media mañana de un día cualquiera, en la calle o en la oficina, sin venir a cuento, yo pueda matar a alguien. Así, sin más, porque me da la gana, porque no me ha gustado su mirada o me ha erizado el ánimo su pantalón fucsia Burberry's. No hay nada peor que convivir con un asesino por sorpresa si además es uno mismo.        

Fue hace tres noches cuando en la bruma de mis visiones distinguí un rostro adolescente que se me hizo familiar. Por la mañana, lejos de preocuparme de las casas de campo de Zuera, Pinseque y Movera que querían ver varios clientes, no hacía otra cosa que internarme por los laberintos de mi memoria e intentar recordar aquella faz. Fui escribiendo los nombres de mis compañeros de colegio y repasé con la mente sus caras: Lisardo, Da Ponte, Rebolo, Pedriño de Raúl, Amancio, Sanjurjo Sietecabezas, Juanín, Chago Veiga... A la mayoría hacía cerca de un cuarto de siglo que no la veía; a otros, sí, incluso en la ciudad donde ahora resido. ¡Cómo voy a olvidar la tarde de cierzo enloquecido en que me encontré a Tolín Iglesias por la calle Conde de Aranda, entonces General Franco, vestido de militar! Estaba como alelado de felicidad: miraba escaparates, coches, autobuses, castañeras. Tras el efusivo abrazo y los comentarios de sorpresa, me dijo: "Chico, no he visto tantas mujeres bonitas nunca. Esto es para morirse de gusto". O aquella noche que descubrí a David Pombo hablando a gritos por teléfono en el Paseo de Independencia, al lado de Correos. Había sido mi ídolo local en el fútbol muy de niño. Lo conocían por O Pelé de Uxes y decían que era más rápido que aquel viejo ferrocarril que pasaba por la solitaria estación llena de pájaros una vez por semana. También hizo aquí, creo que en San Lamberto, el servicio militar.        

A la noche siguiente, las ráfagas de imágenes fueron igual de perturbadoras y yo rara vez aparecía en ellas; quizá me descubrí en un fotograma lluvioso, durante la proyección de Los chiripitifláuticos, jugando al ajedrez con Pepe do Carmo, el dueño de Cafetería Sanchís. Al final, después de haberme desvelado y haber consultado el reloj varias veces, vi con nitidez a Eduardo El tigre, montado en su derby trucada de 49 centímetros cúbicos, doblando por la avenida del Balneario y el puente del río Bolaños. Eduardo El tigre, ¿cómo es posible?, me pregunté devuelto a la realidad al alba. Lo había visto con toda claridad tal como era: con el pelo rojizo y corto, la cara moteada de pecas, atigrada, y aquel cuerpo fibroso de junco que había hecho de él nuestro mejor jugador de baloncesto hasta que descubrió las motos y la pasión por la mecánica en el taller de Ramón Milmañas, que lo acogió como aprendiz durante el verano que tuvo como mascota a un zorro llamado Perico. Mi padre, que era malicioso, decía que no sabía bien si lo había contratado para aprender el secreto de las bielas y bujías o como cuidador del indomable animal.        

Eduardo El tigre y yo apenas fuimos amigos. Primero, porque él tardó mucho en venir a nuestra escuela y tampoco frecuentaba la doble sesión de fin de semana del Cine Real. En A Catuxa y Figueiroa, los muchachos iban a otro colegio, justo al lado de la vieja presa del molino en Candame. Y luego porque, cuando se trasladó a enfrente de mi casa, no nos caímos en gracia. Ambos vivíamos en un segundo piso y nuestras ventanas estaban a la misma altura, separadas por la avenida de plátanos que lleva al balneario. Yo, desde el balcón o nuestro comedor, cuando sus persianas estaban levantadas, oteaba los movimientos de su madre Clarisa Petón, enlutada y gruesa, o los suyos; si lo deseaba, sabía cuando iba al baño, cuando veía la televisión o si hacía los deberes. Y él, algo parecido. Sabía cuando yo leía tebeos o jugaba en la mesa con mi ejército de botones, pero estábamos en mundos diferentes. A mí me entusiasmaban el deporte, el monte y el río, y Humildad, la nieta de la carnicera, a la que vi desnuda, de cintura para abajo, en Valcobo cuando se le cayó la toalla y dejó al descubierto los rubios y rizados pelos del pubis; él era un chiflado de las motos, y solía ganar en las gymkanas infantiles de velocidad y equilibrio en bicicleta y moto ante Peirallo y los gemelos Balay.        

Mi padre trabajaba de operario en una fábrica de bloques de hormigón que tenía su propia cantera. A diario rebañaba con explosivos una inmensa roca. Un día, los artilleros debieron exagerar la carga y la explosión dejó una enorme secuela de cristales rotos en A Pedreira, Catuxa y Figueiroa, la parte alta y marítima de Baladouro. Y a mi padre le tocó la tarea de reparar tantos desperfectos. Mi padre era un tipo divertido de puertas afuera; igual le preguntaba a una mozuela por qué llevaba minifalda que le decía a una mujer casada lo guapa que iba y "como se ve que los años pasan de balde sobre ti. ¡Quién tuviera una mujer así! Vaya fiesta". Unas sonreían, otras le devolvían una mueca de enojo o de indiferencia y muy pocas le respondían abruptamente aquello de "¿Qué se habrá creído ese vieje verde?" Así que por aquí y por allá su actitud daba lugar a episodios jocosos y a equívocos más bien molestos que ensanchaban su aureola de seductor de aldea y acentuaban el mal humor de mi madre. Lo he dicho bien: el malhumor de mi madre, que no los celos.        

Una de las mujeres más simpáticas de A Pedreira era Mari Luz Merelas, Lucita para todos. Había sido peluquera en Suiza, y le gustaban las picardías. Aseguraba que mi padre, en cuanto a piropos y decires, "tiraba a dar como un viejo galán". A su marido aquello no parecía importarle; decían que era un aragonés sabio de Belchite, seguro de sí mismo. "A Ceferino se le van las fuerzas por la boca. Es inofensivo", solía decir a propósito de mi padre en las tabernas ante los cada vez más insistentes rumores, que se hicieron más constantes cuando mi progenitor pasó una tarde completa reparando los cristales de la casa de Lucita y exhibió alguna de sus mejores frases sin importarle que hubiese vecinas delante. Tal vez lo hiciese por eso, porque había vecinas y no corría riesgos. El conquistador de boquilla siempre precisa testigos. A los pocos días, recién llegado a nuestra escuela, Eduardo El tigre y yo tuvimos una disputa en el recreo. No recuerdo quién tenía razón. Y en medio del viejo solar del Frente de Juventudes, nuestro pedregal de juegos, desafiante y con ese tono de voz adecuado para que lo oyesen todos, dijo:        

--Y tú cállate, Mirabén. Mejor sería que vigilases a tu padre. Todo el mundo sabe que se entiende con Lucita.         Jamás había oído tal cosa ni me había percatado de las veleidades de mi padre. Recuperado de mi asombro, avancé unos metros para que retirase eso de inmediato, aunque sabía que no podría pegarle. Era mayor y mucho más alto que yo. Juanín y Chago Veiga me hicieron el favor de alejarme de él: me hubiera roto la cara; si quería era un auténtico abusón. Seguro. Pero yo estaba rabioso; notaba que la ira me salía por la boca y por los ojos, y que me ardían las orejas. Durante la cena, cuando vino mi padre, fue lo primero que le pregunté delante de mi madre.         --No le hagas caso. Es malo como toda su parentela                              -respondió.        

Y mi madre, sin perder su habitual frialdad, apostilló:        
--¡No le hagas caso, no le hagas caso...! Es muy bonito, hombre, que tu hijo oiga a la vista de todos que su padre va por ahí jodiendo con extrañas.        
Así lo dijo. Mi padre insistió:        
--Mira, mujer, no empecemos. Esta es una cháchara vieja. ¿Por qué no le ha dicho también que su padre se quedó en Suiza con otra y ahora van diciendo que se murió en el extranjero?        

Le cogí tal tirria a Eduardo El tigre que no podía ni verlo. O lo hacía a hurtadillas. Lo vigilaba desde mi ventana, creo que le eché alguna que otra maldición espantosa y juré vengarme en cuanto pudiese, no sabía muy bien cómo. Tal vez difundiendo lo que había dicho mi padre, aunque mi madre le cortó categórica: "Eso no es cierto". El azar acudió en mi ayuda a los pocos días: Eduardo El tigre se cayó de su derby trucada por un terraplén, rodó algunos metros, se hizo unas cuantas heridas, pero no le dio más importancia al accidente. Le dijo a su madre que le dolía un poco la cabeza, aunque no le refirió nada acerca de la caída. Y el sábado, a las siete de la mañana, empezó a sentirse mal y falleció de súbito, antes de que el doctor Amenedo se enterase bien de que se había desplomado por un promontorio del playerío de Barrañán. Dijeron que había muerto de una hemorragia interna. A mí, en aquel momento, no me importaban las causas. Me sentía vengado, y esa era una sensación íntima, pecaminosa, que no podía compartir con nadie. Aun tuve valor y morbosidad para contemplar desde la ventana el ritual del luto: la luz pálida del velatorio, el coro de plañideras, las flores, el tránsito de los muchachos de la clase, el pésame del profesor que vino ex profeso desde A Coruña. Fui el único que no acudí a su casa ni al entierro. Tampoco alargué la mano unos días más tarde para recibir la foto del muerto, embutido en un albornoz blanco, que le había hecho Manuel Seara de Castro en el comedor familiar con la ayuda de su inseparable Marica Doce, pintora y decoradora.         
A mi cruel felicidad, le siguió un insoportable sentimiento de culpa. Tenía la convicción de que mis deseos se habían materializado en el infortunio de El tigre, de que yo era, en cierto modo, el brazo ejecutor de su desgracia. Me recordaba implorando a no sé quién aquel desenlace. La pasada noche, en una nueva y dilatada pesadilla, volví a verlo como entonces, en la playa de Cambouzas en Barrañán: con su moto rugiente, su cazadora de cuero y aquellos vaqueros llenos de remaches plateados y pegatinas de campeón. No me cabe ninguna duda. Era él e iba a toda pastilla como si quisiera salir del sueño para recordarme que yo era su asesino y que ahora, tantos años después, volvía para vengarse.         

Aunque nunca lo sabrá, ya lo está haciendo desde hace quince años por lo menos. Mi padre huyó a Ginebra con Lucita y yo esta misma mañana he ido al psiquiatra con una incertidumbre en los labios: "Señor Lacruz --le dije al médico--, no sé si maté a un hombre". Y él me dio una de esas respuestas que salen en las películas de Luis Buñuel: “No te preocupes. Aunque quisieras, la imaginación no delinque. Es inofensiva”.        
No logro consolarme.

 

*Magda Díaz Morales y Carlos Manzano, dos espléndidas y cariñosas personas, publican en su revista "Narrativas" este texto mío que al final no aparecerá en mi próximo libro de relatos, que publicará Destino en dos o tres meses.

5 comentarios

jhp -

¡qué bien cuentas los cuentos!te viertes y te haces cuento.no sabemos lo que es sueño o realidad.tu si que eres hijo predilecto de esta nuestra ciudad(que diría el sr.cuesta

santiago -

Un cuento estupendo, Planetas.
Contamos los días para que el Destino nos traiga esos otros.
Aupa

Luisa -

Me ha encantado el cuento, Antón. Explica muy bien esa relación causa-efecto entre imaginación y realidad que creo todos hemos sentido alguna vez. En "Pan de Oro", al personaje Luis le ocurre algo parecido con la muerte de su padrastro. En tu cuento, me ha seducido además todo el cúmulo desgranado de anécdotas y personajes con esos nombres tan hermosos y sugestivos y evocadores. Si me lo permites, ¡qué gallego eres! Un abrazo

Fernando -

Muy bueno el argumento...esto de los sueños trae mucha tela que cortar y viene muy bien para crear historias y poemas. un abrazo

Magda -

Carlos y yo te agradecemos, en todo lo que vale, la publicación de tu texto en Narrativas. Un texto espléndido, sobra decirlo.

Enhorabuena por tu próximo libro, ya lo esperamos con entusiasmo.

Muchas gracias, Antón, y un abrazo.