EL ENAMORADO DE ZARAGOZA (CUENTO)
EL ENAMORADO DE ZARAGOZA
Acabo de cumplir 50 años y sé que no volveré más a Zaragoza. Ha sido mi ciudad secreta, el lugar al que siempre he querido volver, aunque viviese a más de mil kilómetros. Mi existencia ha sido poco ejemplar, y el lugar donde me he sentido más humano es en Zaragoza. No porque haya hecho nada diferente a lo que hacía y hago en La Coruña o París, donde ocupo buena parte de mi tiempo, sino porque allí he encontrado mi sitio, la libertad, un lugar apacible donde me he sentido cómodo, a mis anchas. Tranquilo. Me he dejado ir: he vivido, he disfrutado, he amado mucho, con la urgencia del amante clandestino, con la furiosa intermitencia de las pasiones efímeras.
Llegué a la ciudad por puro azar. Me tocó hacer el servicio militar en San Gregorio, exactamente en 1976. Había cumplido 20 años, y ya sabía que no iba a lograr el título de Perito Industrial que me exigía mi padre, zapatero y barbero de sábado, que no iba a jugar en Segunda División, y más que por mi propio nombre, Samuel Lamas, todos me conocían por “El Violines”. El origen del apodo tenía su gracia: mi debilidad era y es la música anglosajona que nos llegaba con cuentagotas, e intentaba seducir a los chicas cantando obsesivamente a Tom Jones, a Los Beatles, a Andy Williams, a Petula Clark. Un día, me fui al parque del balneario de mi pueblo, jugueteaban por allí, con sus delantales plisados, las muchachas que hacían el Servicio Social, e irrumpí yo como una aparición desafinada con algún tema. Clara Esmorís, la más deseada de la comarca, la fabulosa Miss Piernas del curso 1973, dijo: “Hay algo peor que el Servicio Social y es la música del ‘violines’ ese”. La carcajada general fue apoteósica, y me quedé con el nombre. Con todo, quién lo habría dicho, Clara Esmorís fue mi primera novia y tal vez la causa de algunas de mis desventuras: éramos la pareja de moda en el pueblo, la que paseaba con mayor elegancia por la orilla del mar, la que se besaba con mayor desenfreno, la primera que hizo el amor en las dunas de la playa de Barrañán e inauguró una costumbre que se extendió tanto como la brisa salobre de los suspiros, pero un día desapareció para siempre con un entrenador de fútbol, algo mayor, Talito de la Iglesia, que vestía traje de corte, trataba a todos los jugadores de usted e impartía lecciones tácticas con una moviola. En realidad, yo siempre pensé que la había seducido su descapotable rojo.
Siempre me han dicho que tiendo a la dispersión. Retomo el hilo de mi relato. Acababa de llegar a Zaragoza y lo hacía con una sensación de cansancio infinito. Como si hubiera perdido todas las peleas. El sentido de la fatalidad de los 20 años produce risa cuando tienes 50. La verdad es que el servicio militar, tengas o no ardor guerrero, no es el mejor lugar del mundo. Pronto hice buenas migas con un compañero de Cádiz, Luisito Bonald, y con otro de Alcorcón, Daniel Peñaranda. Los dos estaban en las oficinas y eran tan vividores como yo, y de eso nos dimos cuenta de inmediato. Antes de los seis meses, ya nos las arreglamos para alquilar una habitación los fines de semana en el Hostal Ávila, y eso nos permitía disfrutar el viernes y el sábado a nuestro capricho. Al principio, gozábamos la ciudad en todos sus poros: íbamos a los conciertos, frecuentábamos las salas de fiestas y el Plata y el Oasis, y aprendimos al unísono a tirar de jeta o a usar la picardía cuando nos quedábamos sin blanca. Juraría que estuve dieciocho meses completos, sólo vivía para la jarana y sin vocación militar alguna. Y si había que ir a las fiestas de Cariñena, Ejea, Zuera, allá estaba yo, allá estábamos los tres. Dormimos más de una noche la borrachera en cobertizos, en cuevas, en el porche de las iglesias, en pleno campo, bajo la sombra gigantesca de los alcornoques o los olivos. Mi madre me escribía y me preguntaba si no pensaba volver a casa en ningún instante, si no tenía permisos o si me “había desnaturalizado”. Y yo le contestaba con la indolencia del hijo que ni desea volver ni tiene paciencia en el trato hacia sus mayores. Mis cartas eran como las de un muchacho que empieza a descubrir las claves del sujeto, verbo y complemento: “El Pilar es más grande de lo que había imaginado”. “Zaragoza tiene tres ríos, pero el Ebro es el que me gusta”. “Esta es una ciudad de cines. Todos son más grandes que nuestro cine Real”. “Las mujeres andan por las calles con tranquilidad, son muchas y parecen las más bonitas del planeta”. Creo que fue ésta la frase más complicada y también la más explícita, aunque mis experiencias con el sexo femenino tampoco eran para echar cohetes.
No me puedo olvidar de las primeras fiestas del Pilar que coincidieron con mi estancia aquí. No me lo podía creer: la gente en la calle, la alegría incontenible, la Ofrenda, tantos baturros en romería, como habría dicho mi madre. No se parecían en nada a las fiestas de La Coruña: me parecieron más estruendosas y desinhibidas, y creí que la ciudad era como un perfecto teatro de representación con sus paseos, esas plazas casi siempre abarrotadas, con sus soportales tomados por la multitud. Nunca me han gustado las jotas, pero aquí empecé a considerarlas; jamás había asistido a un montaje de Pedro Osinaga, Ana María Vidal o Arturo Fernández, nunca había visto una función tan lasciva y desternillante como las de “La Maña”. Hasta Mary de Lis, la reina del Plata, parecía multiplicar su erotismo de matrona maciza al mediodía, a media tarde y de madrugada. La orquesta atacaba siempre las canciones con un desdén calculado sobre un fondo de marina exótica. Ahora, mis gustos son otros, pero entonces tuve la sensación de que alguien me abría los ojos y las carnes como a dentelladas, con absoluta vehemencia.
Volví a casa y nunca logré ser un hijo modélico, ni un ejemplo de trabajador. Perfeccioné mis canciones en la propia Inglaterra hasta que me harté de fregar platos y de realizar ruedas de reconocimiento para la policía, lo cual, en mi caso, era toda una temeridad: fui rubio, era un poco atildado, usaba peines con cuchillas que me ondulaban levemente el pelo y era más bien alto y flaco. Para muchos era un perfecto inglés con madera de delincuente, lo cual dio lugar a enojosos equívocos. Durante mi estancia en Inglaterra, regresé a Zaragoza para disfrutar de las fiestas del Pilar. Había quedado con mis amigos. Y aquella visita, en los días de octubre, pasó a formar parte de un ritual, de algo imprescindible. Me costó encauzar mi porvenir, pugné con más pereza que intención por hallar un trabajo estable y acabé realizando, a los 32 años, una pequeña jugada maestra: engatusé a una rica heredera de La Coruña, a la hija mediana del dueño del matadero de Mafriesa, y cuando se dieron cuenta de que la niña, Olimpia Seivane, bebía los vientos por un desheredado del mundo como yo, por “un pícaro tarambana”, como diría mi futuro suegro, ya no había nada que hacer. Redondeé la faena y mi estrategia de seducción con un embarazo muy oportuno, y entonces desarmé la resistencia del empresario. Soy consciente de que esta forma de expresarme resulta chulesca y desconsiderada hacia mi mujer: no tengo queja de ella, me ha entendido, hemos vivido con silencios y sobreentendidos, y esa situación me ha permitido ir de aquí para allá. Me he dedicado y me dedico sin entusiasmo a los negocios, he viajado, mejoré mi inglés y también mis nociones de marketing, y nunca he renunciado a mi semana o mis diez días en Zaragoza. Eso era sagrado. He inventado pretextos al principio, y mentiras piadosas, hasta que hubo un momento que esos días se convirtieron en un hábito que no debía ser cuestionado. Olimpia, que podría ser pija e hija de papá pero no tonta, comprendió que aquella larga semana también le iba a permitir descansar de mí, sentirse libre, estar con amigas o buscarse alguna aventura. Nunca he querido saberlo: intento no ser celoso.
En mis estancias en Zaragoza me ha ocurrido de todo. He hecho cosas completamente absurdas por cariño a la ciudad: estuve tardes enteras dando vueltas en los autobuses, recorriendo todas las líneas. Y la recorrí en taxi durante varias horas. Le decía al conductor: “Lléveme por dónde quiera”. Y me llevaba por los barrios, por el centro, parábamos un instante a merendar, a comprobar un nuevo puente, una nueva calle peatonal, la escultura de una plaza o de una salida de la ciudad. Efectuábamos recorridos por las autovías de acceso: a mí me encantaba ver la ciudad desde fuera, como enterraba bajo la neblina y el sol, como algo que está ahí como una promesa de felicidad y misterio entre las torres mudéjares y los grandes ventanales. El día que el taxista me pidió exactamente 756 euros, tras varias horas, percibí cómo había crecido Zaragoza. Mis rarezas iban mucho más allá: tomaba fotos, visitaba museos, caminaba, comprobaba los edificios nuevos y también los desaparecidos. Percibía la mudanza. Y eso también lo viví de una manera particular. Cada cierto tiempo cambiaba de hotel: pasé de Las Palomas al Gran Hotel, y de éste al Corona de Aragón, luego Hotel Melia, y después frecuenté el Don Yo, y el Hotel Oriente, y el Goya, que me gustaba al principio, pero acabé encontrándolo demasiado severo y oscuro, aunque me ocurrió algo inolvidable: una vez me crucé por los pasillos con una espléndida Rosa Valenty y otra vez con Sancho Gracia. Zaragoza también incrementaba sus hoteles, y yo iba cambiando mi alojamiento: pasaba del Zaragoza Royal al Palafox, del Reino de Aragón al Ciudad de Zaragoza, que se acabó convirtiendo en mi favorito por sus vistas hacia el río y Helios, hacia el Moncayo y Huesca, y hacia el meandro de Ranillas.
Estoy seguro de que mi pasión por Zaragoza resulta bastante increíble. ¿Por qué ir a la ciudad cuando se vuelve más bullanguera? Creo que tampoco me lo pregunté en exceso, como si no reparase en esa contradicción. Me sentía uno más. No he tenido que ocultarme de nadie y he disfrutado a mi gusto: en los cines, en el teatro, en los conciertos, en el Auditorio, en los museos y en los peep shows. O en aquellas salas de fiestas, como Cosmos o Aída, donde podías contemplar sexo en vivo si querías una noche desaforada y salías de pesca. He aprendido a amar la ciudad de año en año, estudiándola de nuevo, recuperando sensaciones. Siempre descubres algo que ignoras, siempre hay un nombre que te fascina y que te arrastra.
En los últimos años, me he aficionado al arte de las vanguardias, y eso me condujo a interesarme por la obra de José Luis González Bernal, Federico Comps, Honorio García Condoy y Alfonso Buñuel, pero también me ha conmovido la fuerza de la escultura de Pablo Serrano. No quiero convertir esta confesión en un inventario del patrimonio artístico y cultural de la ciudad, en absoluto. Mi artista favorito es Pablo Gargallo: a la menor oportunidad, volvía a visitar su museo, que ha sido como un refugio, un remanso de sosiego y evocación, e incluso un lugar de seducción. Allí coincidí con una profesora española que daba clases de español y de historia del arte en Dijon. Hablamos un instante ante “Urano”, que está en ese patio espectacular de la primera planta, y “Kikí de Montparnasse”, la escultura cubista, perfecta, que quizá sea la obra maestra del artista, instalada en una sala más íntima en el piso superior. Me pareció una mujer arrolladora, ese tipo de mujer que buscas en las fiestas del Pilar o en cualquier lugar de la tierra. Prolongamos algo más la conversación, hablamos de la decoración del lugar, de esa fabulosa visión del hueco, y del arte español que tanto se había desarrollado en París. Nos intercambiamos nuestros correos electrónicos. Ya no pude pensar en nada, y juraría que no hice otra cosa que buscarla. A los dos o tres días, le remití un correo, y luego otro, hasta media docena. Cometí algunas locuras, la embriaguez no fue la peor de todas, y regresé a La Coruña más desorientado que nunca, más ensimismado que otras veces. Al cabo de seis meses, cuando empezaba a aliviar mi desesperación y me reincorporaba a mi condición de empresario, marido y padre, recibí un correo suyo. Lo contesté, claro, y mantuvimos una correspondencia cada vez más constante. Ella me contó que había permanecido dos días más en la ciudad y que me había buscado casi tanto como yo a ella. Nos entregamos a una fantasía recíproca, a un juego de conquista que se nos antojaba sumamente peligroso. En cada correo había una advertencia: nos asomábamos al abismo, al delirio, al deseo incontenible. Nos soñábamos.
Le dije que era imprescindible que nos volviéramos a ver. Una vez al menos, un día, unas horas, una noche completa. Y nos citamos en Zaragoza, en las fiestas, en el hotel Ciudad de Zaragoza. Nunca había estado tan nervioso. Llegué yo primero y me instalé en una de las últimas habitaciones. Caía la tarde, una luz última de oro y de seda se esparcía en el horizonte inacabable. Me acomodé en el cuarto, pero no pude soportar la espera y bajé a pasear. Eran las seis y volví al palacio de los Argillo. Cuando pienso en cómo era yo, en lo que fui, me sorprende que haya sido capaz de disfrutar tanto en ese ámbito de bailarinas y máscaras, de faunos, pastores y mujeres que se miran al espejo, bajo esa gran bóveda de claridad. Subí a la planta de arriba, como si me llamase de nuevo el rostro de aire de Kikí de Montparnasse. De repente, percibí unos pasos y me puse a temblar. Era uno de los vigilantes. Recorrí el pasillo y entré en el cuarto de las máscaras. Allí estaba ella, como si me esperase. “No estabas en el hotel y pensé que te iba a encontrar aquí”, dijo. La abracé no con amor exactamente, con desesperación, sentí que en mis brazos y en mi piel se agolpaba la ansiedad de más de trescientos días sin sol. Estaba más bella que el año anterior. Olía a manzanas golpeadas por un temporal. O a membrillos. Sonrió: “Tengo un jardín muy bonito en Dijon. Y tres perros”. Volvimos al hotel. No salimos hasta el día siguiente. Jamás había deseado a una mujer así, nunca había amado con tanto desorden, tan fuera de mí. Se lo dije, y volvió a sonreír. Miramos el río, los puentes, el meandro, el populoso arrabal que yo había visto crecer año tras año como si fuera, cada vez, un lugar distinto. Nos fuimos a la calle. Nos mezclamos con las charangas, nos parábamos ante los músicos callejeros, ante los actores que alzan un circo de gestos y concentran a la gente estupefacta. Montamos en taxi, oímos a Gregory Sokolov, quizá nos emborrachásemos tras la cena. O eso creí yo. Le regalé un pequeño dibujo del Ebro que firmaba Ignacio Mayayo. Nos sobraban las palabras, nos sobraba la vida lejos de Zaragoza. Ella no dijo lo que yo no quería escuchar aún, ni yo le revelé que había otra mujer, varios hijos, una empresa. ¿Para qué? Muchas veces me había preguntado en qué consiste una velada romántica. Al fin y al cabo siempre he sido un cazador con un poco de conversación. Volvimos a entregarnos como si nos plantásemos en el precipicio o como si se avecinase el fin del mundo.
Por la mañana, hacia las once, ella había desaparecido. Y sobre la mesa, había un libro, “Sombra del paraíso” de Vicente Aleixandre, y una nota que me pareció demasiado escueta: “Prefiero morir de amor antes que volver a verte. Además de un jardín, en Dijon, tengo dos hijos y un marido que no entendería esta locura. Nunca olvidaré al enamorado de Zaragoza. Serena”.
Creo que ya lo he dicho: acabo de cumplir 50 años y sospecho que no volveré más a Zaragoza.
33 comentarios
jesus -
Margret -
destrozada por un maño... -
Nike Shox Turbo -
anonimito -
jorge -
José Antonio -
Un relato que me ha pemitido recorrer con mi corazón las calles y los rincones que también describes, caminar junto a las gentes que caminaron contigo, y asimismo he sentido y compartido las sensaciones que nos deja un amor imposible, en esa historia que tan magnícamente narras.
Un abrazo de un aragonés que se ha sentido muy cercano a ti y esa ciudad que es Zaragoza.
Ana -
Adriana -
FELICIDADES !! compartimos el mismo sueño..
Que viva Zaragoza por siempre
mamen -
yo solo buscaba unas fotos de zaragoza y encontre tu cuento
mañana es el dia del Pilar
gracias
amanda -
monica -
onli woman -
andrea -
t. a. d. f. m. o
david -
alOoO -
UN MAÑO -
Ani.Tenerife -
Sergio Andreas -
Llevo unos dos años deseando volver, pero desafortunadamente, por edad, aún no dispongo de los medios para encaminarme a la aventura de mi vida.
Allá me espera un corazón, el que dejé en los ojos de quien todos esos años anteriores me había estado esperando.
Gracias por haber removido con tus palabras, la tierra donde mis raíces se asientan cada vez más.
Un andaluz enamorado
Chuan -
vanessa -
Manu_zgz -
Pilar -
http://stricke1985.blogspot.com
Pilar -
Judith -
Pilar -
Manuel Segura -
El cuento me parece delicioso. Sólo una ciudad como Zaragoza puede deparar en un escritor brillante como tú esa prosa tan admirable.
En esa capital -siempre lo digo- viví los mejores años de mi vida personal y profesional. Y a ella espero volver pronto para pisar las calles que me abrazaron con tanto cariño como sus gentes lo hicieron.
Un fuerte abrazo, amigo.
Anónimo -
mitsuis -
Teresa -
ENRIQUE -
m ; ) -
Y el programa de ayer, qué tranquilo estaba el de los marinos árabes.
anonimo -
Qué bien nos cuentas la ciudad. Qué bien nos cuentas la vida.