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Antón Castro

FRANCISCO RALLO, POR SÍ MISMO*

FRANCISCO RALLO, POR SÍ MISMO*

[En vísperas de la retrospectiva de Francisdo Rallo que se exhibió en el palacio de Sástago en el invierno de 2001 y 2002, quedé con el escultor en su taller. Lo vimos juntos, repasamos los olores y los sabores, y luego conversamos largo y entendido. Este texto iba a aparecer en el catálogo de la muestra, que creo que no llegó a publicarse.  El pasado miércoles, de manera inesperada, fallecía Francisco Rallo.  Este texto integrará un extenso libro de conversaciones en Aragón que aparecerá para el otoño o así. Recojo aquí la entrevista sobre el escultor de los leones de la ciudad.]

ENTREVISTA CON EL ESCULTOR FRANCISCO RALLO LAHOZ

"Soy un escultor realista, de sentimientos y de emociones"   

Francisco Rallo Lahoz repasa su largo medio siglo en el arte

1. El escultor aborda sus inicios, fue alumno de Pedro Arnal Cavero, y recuerda su relación con Félix Burriel. 
2. Recrea la Zaragoza de cines, prostitutas y salas de baile de su juventud.
3. Se define como artista y recuerda el influjo que han tenido en él artistas como Llimona, Clará, Gargallo. 

DIÁLOGO, RETRATO Y EVOCACIÓN  

Al entrar en su taller, repleto de objetos, de materiales y de polvo, nos hemos acordado del estudio parisino de Pablo Gargallo:  son talleres con color, con olor, con la pátina del tiempo que el aire viciado por el arte y el tesón impone en la atmósfera. Son talleres con aureola: el lenguaje de las manos aletea invisible como un pájaro antiguo. Desnudos de bronce, de olivo o de boj, esculpidos con esbeltez y elegancia, maquetas o desarrollos en escayola, que luego crecerán por el sistema de puntos, retratos grandes y pequeños, tornos, mesas, sillas, estanterías, herramientas: todos esos cachivaches resumen la vida del artista, el empecinamiento de Francisco Rallo Lahoz (Alcañiz, 1924), escultor, trabajador infinito, curioso e indesmayable como el mar.          

--¿Qué le parece si empezamos por el principio: Alcañiz, sus padres, sus primeros amigos?                   
                 
--Mi padre, Miguel Rallo, era trabajador de un comercio de tejidos, se encargaba de la distribución en el almacén, y mi madre, Josefa Lahoz, fue muy emprendedora. Tuvo negocios de venta ambulante de telas, y montó dos tiendas: una de frutas y verduras, y otra de vinos y comidas. Siempre hablaban de Clermont--Ferrand, en Francia, donde se dedicaron a tareas campesinas: aquella estancia parecía establecer un momento de felicidad en sus vidas. Yo nací en Alcañiz, pero estuve muy poco allí. Pasaba muchos veranos en casa de mis tíos, y era un periodo que me fascinaba. Me gustaba mucho la vida rural: la siega, corretear al aire libre, la naturaleza, los animales, el baño en el río con los amigos. Me instalé en Zaragoza muy pronto y ha sido y es mi ciudad. Apenas he salido de ella mentalmente, aunque he estado por toda España y por Europa. Me recuerdo jugando en el Boterón, donde había una plaza que cerraba
la Plaza del Reino y que era nuestro escenario de la guerra de pedradas.                            

--¿En qué colegio estudió? 
           
--En
la Escuela Palafox, que estaba en San Vicente de Paúl, vivíamos detrás de La Seo, y luego fui a Escolapios, donde comulgué. Hacía tanto frío que llevábamos los pies y las piernas colorados. Las clases eran de 70 con un único profesor. Las bofetadas del cura iban y venían, y se castigaba con rigor: sólo si se sabía la lección se podía bajar al recreo, donde jugábamos al marro, al "tú la llevas", al fútbol. Yo era de los alumnos que iban a "gratuitos"; por entonces, mi padre estaba sin trabajo; él también había estudiado en Escolapios. Recuerdo con mucho cariño al padre Cosme, que era un excelente educador.          

--Salgamos a la calle, al barrio. ¿Cómo transcurría su vida, cómo se divertía?
         
 
--Me divertía mucho. Pasaba el carro de la lechera, el del regaliz; jugábamos a policías y ladrones, a pitos y canicas. Tiempo había un juego de temporada con los huesos de los albaricoques: los impulsábamos por las canaleras a toda velocidad. O también jugábamos a las estampas: las pegábamos en las paredes.       
        

--Luego, fue al Joaquín Costa, ¿no? 
          
--Sí. La ciudad ya estaba revuelta. Se oían tiros por la calle Sepulcro. Nos trasladamos a Madre Sacramento, 59, estuvimos en un piso. Recuerdo que ya cogía una navajita y hacía mis primeras esculturas: soldados, aviones, metralladoras. Me divertía mucho. Desde mi casa, veía a los italianos, a los alemanes, a los soldados de regulares, del tercio, a los moros, que se habían instalado en el Campo del Sepulcro para sus maniobras. El centro Joaquín Costa, que era mi nuevo colegio, se transformó en hospital de guerra. A nosotros nos trasladaron a
la Facultad de Medicina. Siempre había gente ante mis ojos, al otro lado de la calle, pero no pasó nada. Era una estampa constante de mucho colorido. Siempre ocurrían cosas. En los alrededores estaba la antigua estación de Cariñena, no había nadie, y había vagones, en la calle Santander, de vía estrecha hasta la localidad vinícola.          

--¿Cómo le fue en el colegio Costa? Allí coincidió con el pedagogo y escritor Pedro Arnal Cavero.                  
               
--Permanecí dos años, a los trece y catorce años. De
1935 a 1937. Pedro Arnal Cavero entraba a las clases cuando quería, sin aspectos fijos de docencia. Lo mismo entraba a Física que a Lengua o Matemáticas: calaba divinamente con el otro profesor. Yo lo veía mucho fuera del colegio: iba con un perro al que sacaba a pasear, pero yo era un mozalbete y nunca me reconocía.          

--¿Sabía usted que se trataba de un intelectual importante de la ciudad? 
               
--No, la verdad. En el aniversario de Costa no era fácil escribir nada de él. Sin embargo, Arnal Cavero redactó media página acerca de lo que había escrito Costa y daba una explicación de su obra en Heraldo de Aragón, y la pegó en una pared del colegio sin ninguna otra explicación. Aquello me chocó y a la vez me agradó.
         

--Nos ha anticipado que en aquellos días de tumultos y de desórdenes sociales, usted ya se entretenía esculpiendo maderas con la navaja. ¿No querría ser escultor, artista, por entonces?                   
                 
--Creo que sí, pero mis padres pensaban que tener un artista en casa era como tener un sinvergüenza o algo así. Hube de buscar un empleo y me dirigí hacia los talleres de mármoles. Estuve medio año con Lorán, un señor que me abrió caminos hacia la escultura. Me ocurrió algo muy curioso: empecé a trabajar el mismo día del Pilar y me entretuve, absorto por completo, haciendo flores sobre diversos materiales. Viendo mi afición, les dijo a mis padres que deberían mandarme también a
la Escuela de Artes y Oficios. En Lorán trabajaba un profesional veterano que me dijo que tenía un hijo que estudiaba con Burriel. Conocí a ese muchacho, Nicolás Ortiz, le transmití mis primeros sueños y me dijo: "Dilo en casa. Para ser escultor no hay nada como estar con un escultor". Y es verdad. Ingresé en el taller de Félix Burriel: me daba poco, y para ir al cine tan sólo. Permanecí con él desde los catorce años y medio hasta los 21. Félix Burriel ya era muy conocido en la ciudad: era maestro en la Escuela de Artes Aplicadas y tenía su taller en el Paseo Pamplona ...          

--¿Debemos considerar a Félix Burriel como su maestro? 
               
--Sí. Al final me pagaba. Era un hombre de una profesionalidad tremenda. Prestaba tanta atención a lo que hacía, que eso te marcaba. Me enseñaba a no conformarme con nada: buscaba la perfección hasta la meticulosidad. Me decía ante un error: "Esta es mi ruina". Exageraba. ¡Dios nos libre de ser perfectos siempre!, pienso ahora. Pero era exigente y te metía el anhelo de mejorar en el cuerpo. Estabas con él y lo aprendías todo: la ampliación por puntos, a modelar, a construir esqueletos para la arcilla, a tallar la madera, a modelar en el bronce, a realizar mascarillas mortuorias.
         
--¿Le hablaba de otros escultores?                  
              
--Muy poco. Tenía relación con Moisés de Huerta, cuyo maestro era Mateo Inurri. Se carteaba con muy poca gente. Los escultores de entonces tenían un inmenso ego y la obra de los demás valía muy poco. 

--Me invita a que le pregunte cómo era el ambiente artístico de la ciudad,  si veía a otros artistas que frecuentasen el taller de su maestro. 

--Algunos, claro. Venía Pérez Piqueras, era sastre y pintaba muy bien. También estaban José Belbiure, los arquitectos Regino Borobio, Chóliz o Yarza, o el dorador Benedicto. Un día me dijo: "Chico, qué le das a mi padre. Habla mal de todo el mundo y de ti no". Benedicto hacía una gran labor: visitaba todos los estudios y luego hacía la gacetilla de la ciudad y del arte en cada uno. Pero también estaban Marín Bagüés, Pedro Portero, Antonio Bueno... En el estudio conocí al catedrático Juan Moneva y Puyol. Un día, Burriel me dijo que precisaba otro aprendiz y llevé a Manuel Arcón, con quien me une una gran amistad.          

--Creo que debía contarnos el relato de las mujeres de la vida, el sereno y Félix Burriel.         
--En los alrededores del Paseo de Pamplona había un vigilante nocturno, El tío Bigotes, llamado así por su gran mostacho. Le tenían todos un gran respeto: tanto en los tiempos de
la República, como de la Guerra Civil o después. Las mujeres de la vida, cabe suponer, tendrían alguna atención con él. Allí no había follones. La dueña del burdel era educada y le decía: "Problemas con usted no los queremos tener. Cualquier observación que nos haga se subsana". Los balcones siempre estaban cerrados, y no se asomaba ni una chica. Alguna se pasaba de vez en cuando para ser modelada. La mujer de Félix Burriel era muy celosa,  se pasaba, olisqueaba y preguntaba: "¿Quién ha estado en el taller?". Yo le decía fulanito o menganito o zutanito. "¿Nadie más?". "Seguro que nadie más".          

--Creo que usted también llegó a posar para Burriel. ¿No es así?                  

--A veces le hacía de modelo, como sucedió en los relieves para la Confederación Hidrográfica del Ebro, donde estoy con pantalón de peto. Estudié en la Escuela de Artes Aplicadas varios cursos y fui alumno de Burriel durante un año. Allí coincidí con José Luis Pomarón, que trabajaba entonces con Jalón Ángel, buen amigo de Burriel; coincidí con Julio Alvar, y teníamos de profesores a Mateo Larrauri, los hermanos Albareda o Virgilio Albiac, entre otros. Más que artistas o aprendices de artistas, éramos una serie de chicos muy sanos. Así los recuerdo. Empezábamos en torno a un centenar las clases y sólo 20 asistíamos a todas.          

--Antes hablaba de cine vagamente. ¿Era asiduo a las salas?                                   

--Mi mundo íntimo estaba emparentado con el cine. Iba al Iris Park, el Monumental y el Fuenclara. Me acuerdo de las primeras películas, tanto en las salas como en el cine parroquial, donde veía a Buster Keaton, Stan & Laurel o el impresionante Charlot. He seguido con mucha afición toda la evolución del cine: desde el blanco y negro, en versión muda, hasta el sonoro; desde el color al cinemascope; desde el tridimensional al cine musical, que tanto me ha gustado.          

--¿No nos diga que también ha sido bailarín?                

 --Iba siempre que podía. Recuerdo que en el Iris Park había una pista de patinaje y de baile, y había gente que bailaba. Pero también estaban los chuletas profesionales que venían a lucirse. Iba a todas las exposiciones que podía al Casino Mercantil, a las salas Reino y Gaspar, donde expuse por vez primera y llegué a vender un crucifijo de madera. Frecuentaba los libros de lance de Inocencio Ruiz. En la calle Ossau había una tienda de mala muerte y allí cambiaba las novelas y hallabas cosas importante. Recuerdo que la primera Historia del Arte me costó una peseta y me pareció una ventana abierta al mundo. Me compraba la colección "Novelas y cuentos", en la cual leía a los rusos (Dostoievski, Puskhin, Tolstoi, Turgueniev, etc.), a grandes escritores universales o a Jardiel Poncela. También leía a Corín Tellado y me fascinaban las novelas por entregas, que aún colecciono ahora cuando puedo. Me encantaba la fantasía: los cómics de La guerra de las galaxias o Flash Gordon.          

--Compruebo que ha tenido una formación autodidacta, donde cabía todo. De 1945 a 1948 realizó el servicio militar en Barbastro. ¿Qué recuerdos acuden a su mente?                                   

--Fui bibliotecario. Yo no tenía a nadie que me protegiera, pero siempre he tenido muy clara una cosa: es esencial tu manera de ser y la conducta de cada uno va haciéndose camino. He intentado ser noble y amigo de mis amigos siempre. Hice muchas más cosas: hacía dibujos de mis compañeros, pinturas a la acuarela, tallas en madera; pinté murales para la cantina, realicé labores de topógrafo, vendía anillos. La cuestión era sacar dinero para la merienda. También perseguimos maquis, por entonces se les temía y se hablaba de ellos con respeto y miedo, y aprendí a escribir a máquina en una legendaria Underwood. Conocí al pintor José Beulas, que también empezaba a pintar. Recuerdo que le hice un álbum de situaciones jocosas al general García Valiño.          

--Acabada la mili, ¿volvió al taller de Félix Burriel?                 

--Lo intenté, pero él me dijo: "Yo ya no te puedo tener aquí". Me dolió en el alma y entonces no entendí su actitud. Luego sí comprendí que me estaba invitando a que volase solo, a que me arriesgase. Me pareció una deslealtad, pero logré superarlo, y recuperamos nuestra relación. Después al único escultor que iba a ver era a mí. Fue un desastre asistir a su final: entrabas en su casa y se te caía el alma a los pies por su dejadez, por el estado de abandono. Yo fui su albacea y recuperé parte de su obra de la enruna. Logramos depositar sus piezas en distintas instituciones de Aragón, y sus papeles y documentos están en la Escuela de Artes.          

--¿Cómo reorganizó su vida tras la decepción que le ocasionó la negativa de su maestro? Imagino que no estaba preparado para ello.                                    

--No, no lo estaba. La impresión de soledad, al principio, fue muy fuerte. Busqué en la ciudad un lugar donde trabajar y lo encontré en Mármoles viuda de Joaquín Beltrán, en Cuéllar, 22. Fue una etapa importante de aprendizaje: trabajé la talla en mármol y piedra, realicé numerosas prácticas de arte funerario, aprendí a distribuir las letras y a pulimentar el mármol. Fue una etapa fecunda: me acerqué, creo que con algún éxito, al mundo de la cantería (canteros, cincelistas, cortadores), y aprendí el secreto de los materiales: alabastro, granito, mármol, piedras de arenisca. Y trabajé en algo que parece morboso pero que a mí me gusta: el arte funerario. Realicé relieves de figuras en las lápidas. Estuve un año y medio en este trabajo: establecí una gran relación con los compañeros y el dueño, y de golpe anuncié que me iba. El jefe lo entendió. Me dijo: "Tú ganas aquí más dinero del que cobras". Recuerdo que me dio un sobre de gratificación. Le contesté: "Siempre que me necesites, llámame". A veces pienso en lo mucho que me ha servido el capítulo de las distintas profesiones que toqué. Esa era mi riqueza. En esta modalidad, el dominio del oficio es esencial.          

--Ya. Pero, ¿cómo iba su vocación de escultor? Por ahora sólo estamos viendo al artesano, al profesional, al hombre laborioso que se entusiasma con las bases del oficio.                 

--Yo me decía a diario: "¿Cuándo voy a ser escultor?". Ya tenía ansiedad por serlo y podría decir que todo empezó en 1950 cuando, en un local contiguo a la tienda de mis padres, en Madre Sacramento 37. Abro mi taller y lo compagino durante un tiempo con los estudios y las prácticas en la Escuela de Artes. Tallaba y esculpía, y colaboraba con los talleres que requerían de mis servicios en modelado, relieves, trabajos de restauración y de decoración. Corría el serio peligro de dispersarme. Recuerdo a un sacerdote que, asombrado, ante la variedad de asuntos que tocaba, me dijo con desdén: "Aprendiz de todo y maestro de nada". Respondí: "Siempre había oído que el saber no ocupa lugar".          

--De inmediato le empezaron a llover encargos en las iglesias de Palomar de Arroyos, en Gargallo, en Fortanete, en Zaragoza.                                  

--Eso sucedió especialmente en las décadas de los 50 y de los 60. Trasladé mi modesto estudio a Madre Sacramento, 59, donde aún sigo. Continué haciendo de todo durante mucho tiempo. Estábamos en la posguerra y había que sobrevivir. Además, acababa de casarme con Encarna Gómez. Hice trabajos para el circo y espectáculos ambulantes: caballitos de madera o jirafas; diseñé joyas para fabricantes de joyería, concebí juguetes. Todo eso era como un apéndice esencial de mi carrera, necesidades de mi afán de ser escultor, cosas que cada vez lograba más. Estaba llegando a lo que siempre había soñado: era escultor de encargos y construía piezas religiosas, bustos, retratos, retablos, modestas arquitecturas. Tenía la sensación de que, poco a poco, mi vida empezaba a parecerse a lo que había soñado.          

--¿Qué es Francisco Rallo Lahoz: artesano o artista?             

--Y yo que sé. El artista tiene mucho de artesano. Si uno no tiene una formación amplia, muchas cosas no se pueden desarrollar. Yo soy un escultor realista, capaz de simplificar la realidad y de interpretarla. La abstracción la he tocado algo, pero no me produce los mismos sentimientos. Claro que me atrevo a hacer cosas nuevas, a imaginar piezas que no imiten a la naturaleza, tengo la formación suficiente para hacerlo, pero lo que no puedo hacer es mentirme a mí mismo. He aguantado la tarascada de la abstracción sin beligerancia alguna y me he asentado en mis fundamentos. Viajé a Barcelona y allí conocí de cerca la gran escultura de Llimona, Clará, o del aragonés Pablo Gargallo. He intentado aprender siempre.          

--Permítame este tiempo muerto. ¿No había sido usted quien había hecho la mascarilla mortuoria de Miguel Labordeta?                                    

--Me llamaron e hice la mascarilla dos horas después de muerto. Yo no había tratado al poeta; sí conocía a su hermano Manuel, que era un showman tremendo en el café de Levante, o a otros autores como Luciano Gracia o Ildefonso--Manuel Gil. No me impresionó ver a Miguel Labordeta. Ya tienes cierto hábito. Recuerdo que llevaba la boca torcida tras el estertor por un latigazo del corazón. Ante una situación así, tienes que hacer un trabajo con mucho respeto y con mucha sensibilidad y tacto. La escayola es muy guarra. Recuerdo que le puse cera en la cara, esparadrapo en las cejas, algodón en los agujeros de la nariz, y salió una mascarilla para guardar para siempre. No era la primera vez que lo hacía. A Félix Burriel lo llamaban mucho y le acompañé en varias ocasiones.          

 --Analicemos globalmente su producción, sus etapas, sus obsesiones temáticas. Empecemos por el desnudo.                  

--Creo que mi obra tiene una coherencia a posteriori. Es decir, hecha y vista con perspectiva, de adelante hacia atrás, yo veo como un hilo de continuidad, un argumento que nunca he meditado en exceso. ¿El desnudo? Cada vez he sentido la necesidad de estilizar más la figura, de hacerla más esbelta y más limpia. Me ha gustado mucho, y quizá haya sido determinante la influencia de mi maestro Burriel, que tenía sus rarezas. A diferencia de él, no he tenido modelos del natural.          

--¿Y los retratos? Ha hecho mucho y muy vigorosos.                            

 --Los retratos son complicados y laboriosos, feos y bonitos. Son facetas en las que me he sentido cómodo. He hecho de todo: desde Costa a la Madre Rafols, toreros, sacerdotes, intelectuales, artistas. Es muy dura la sujeción de tener que atenerse a la estructura del individuo.          

 --¿Cómo se plantea la escultura monumental, que tanto ha hecho?                  

--Hay que dotarla de esa potencia que significa el monumento y hay que suministrarle movimiento. Se tiene que ver a distancia: se ve de abajo a arriba, por lo cual cualquier detalle es perceptible. En esta orientación estética, creo que los leones del puente de Piedra son mi obra más importante, de tamaño y de resultado. También he hecho mucha escultura religiosa: con Burriel no se hacía otro tipo de trabajo, y asumo y respeto todas mis obras. He puesto el alma y el cariño en todas mis piezas, de las que habrá una amplia selección en el Palacio de Sástago.          

--¿En qué medida le han interesado las vanguardias?                               

--He estado en el mundo. He leído. He visto exposiciones. Tengo un hijo que es pintor abstracto y que ha pertenecido a grupos de vanguardia. No soy reaccio a las vanguardias. Me gusta Martín Chirino; Chillida posee una monumentalidad enorme, aunque sus obras se empiezan a escapar mucho de mi mundo; Rodin intuyó lo que se iba a venir encima en el arte, es fabuloso; Henry Moore hace un montaje y lo monta sobre el terreno: qué capacidad artística tiene para adaptar cualquiera de sus creaciones a un sitio concreto y qué fuerza poseen sus esculturas.          

 --¿Y Pablo Gargallo?               

--Es punto y aparte. Es una maravilla. No he visto escultura más alegre y más sentida y más bien hecha. Es un maestro absoluto.          

--¿Pablo Serrano?                                  

--Lo conocí más bien poco. Era un hombre educado, de trato extraordinario, que acabó haciéndose un buen sitio.          

--¿Qué sintió ante la gran exposición del Palacio de Sástago a principios del siglo XXI?                  

--Feliz y responsable. Fue una satisfacción muy grande que la Diputación de Zaragoza organizase aquella exposición cuando la edad te deja un poco fuera de juego. Y comprendo y asumo este destino, pero nadie me puede quitar el derecho a sentirme feliz y halagado. Amo Zaragoza, y fui y soy leal a Zaragoza. Recuerde que he trabajado mucho para el ayuntamiento de la ciudad: he hecho los leones, la maqueta del Teatro Principal y las cuatro musas en escayola, la Fuente de Niños con Peces, el cabezudo de la Pilara.          

--Podría hacer un autorretrato como escultor.          

--He sido un escultor de emociones y sentimientos. He trabajado con intensidad. Soy de los creen más en el trabajo que en la inspiración. He creído en la lentitud y en la perfección, y cuando me han dicho que soy caro no me asusto: ni soy caro ni barato. Hago mi trabajo y exijo que me paguen por él con dignidad. He sido un escultor de encargo más que de exposiciones.    

*Las musas del Teatro Principal, una obra de 1970 de las divinidades que protegían las actividades artísticas. Una obra muy conocida de Francisco Rallo. Se hallan en el www.educa.aragon      

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