DESPERTAR DE INVIERNO
Ha llegado el primer azote invernal en forma de hielo. Un niño salió con la neblinosa luz del alba a tomar el autobús del colegio y notó la flor de escarcha sobre los campos. Al lado, relinchaba un caballo y ladraba un perro al que una niña le ha puesto el nombre de “Hiena”. Podría pasar por pastor alemán o por hiena de torvo mirar. El invierno hasta ahora ha sido más bien llevadero, intermitente de soles. Estas mañanas de colegio son especialmente bellas: realizo una caminata de 300 metros o poco más. Tengo la sensación de que ahí, en apenas diez minutos, la vida es más intensa y hermosa: da gusto asomarse al curso de las estaciones, percibir el estallido de la luz, percibir esos olores del almendro, el olivar o el cañaveral que se mezclan con una estampida de pájaros de oro. En ese lapso, donde la naturaleza se revela, hay tiempo de pequeños gestos decisivos e íntimos: buscar el cuento infantil ideal para leerlo y verlo, repasar una carta que has recibido ayer, ojear un libro dedicado o incluso repasar ese catálogo que acabas de recibir o comprar –de Vicente Pascual Rodrigo, de Pepe Navarro, de Ramón y Cajal, de Carmen Pérez Ramírez…-, y diferir el paseo un rato más, hasta media hora tal vez, aquí y allá, una vez que los colegiales se han ido. La mañana de las nueve, sacudida por el rugido obsceno del avión militar, tiene algo de tiempo íntimo y calmo, de refugio, antes de que el vértigo se desborde.
Bajo el albérchigo y el nogal, no demasiado lejos de Huesca ni del aeropuerto, veo cosas. Paseo la mirada: el libro de Pepe Navarro sobre las fiestas de la ciudad es una fiesta de colorido y de vitalidad, un canto a la algazara. Él se ha atrevido a mirar para ver, sin fatiga, con una mirada limpia. Se ha quedado a mirar desde la estupefacción y el gozo, y ha captado un universo donde asoma la ternura, el movimiento, la idea de pertenecer a una tribu casi telúrica, la pasión, la sensualidad. Y ha sabido obtener el punto exacto de color, como si estuviese inventado un cromatismo ideal, acaso soñado.
Abro “De Fabiroles y otras gaitas. 20 años con la Orquestina del Fabirol” (Rolde) de Javier Ferrández Escribano, y me asomo a algo más que la historia de un grupo que surge en el valle de Chistau hacia 1986 y poco a poco se desplaza hacia Huesca y Zaragoza. Este libro es una sociología de la música y del territorio, es la crónica de una aventura en creación. Es el inventario de los impulsos de emoción y tradición de un territorio y de un puñado de músicos que han crecido día a día, no sólo recorriendo Aragón de punta a punta, con sus cuadernos, fundiéndose con la gente, oyendo el canto general del pueblo, sino viajando a lugares de España y del extranjero. La importancia de la geografía oscense en el libro es absoluta, algo que se ve, de nuevo, en el capítulo de testimonios y de evocaciones. Este libro incluye un disco que contiene 16 temas y que insiste en ese reconocimientos del aragonés en el que tanto se ha significado La Orquestina del Fabirol y sus gentes: desde Roberto Serrano y Elena Requejo hasta Eugenio Arnao, Ana Latre, Alfonso Casasnovas y otros que abandonaron el grupo como José Tomás Prieto o Ángel Vergara, pero nunca el barco de la música.
Repaso la pintura constructivista y casi cubista de Carmen Pérez Ramírez, que se exhibe en el palacio de Montcada: es una obra llena de color, laboriosa, y con un tema sugerido: la música. Músico es también Tuco Requena, que acaba de publicar “Soniquete Van”, música muy fresca, llena de referencias y de encanto, talentosa y con humor e ironía. Un álbum que empieza, “estoy fregando los platos…”, y que culmina, “tu mirada es una espina, tu cariño es una comedia // eres carne de bolero, la tarjeta de mi cajero”, es toda una tentación. ¿Qué pensará el perro-hiena de todo eso? Por ahora sólo gruñe.
*Foto de Tuco Requena, tomada de Aragón Musical.
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Fernando -