MI PADRE, GINEBRA Y AQUELLAS CARTAS DEL EMIGRANTE
Me ha deslumbrado Ginebra. Sobre todo de noche. Por su arquitectura, por su grandiosidad, por su casco antiguo de calles con sabor a memoria del tiempo, repletas de librerías, de galería de arte, de tiendas de antigüedades y de telas. La noche del sábado fue como un colofón, como el final deslumbrante de una novela que había durado casi tres días. La ciudad tiene tranvías, trolebuses modernos de caña y ese lago que acuna la fachada de los hoteles, la luz temblorosa de una ciudad apacible. Había vivido horas intensas en las que, casi inadvertidamente, había buscado la sombra de mi padre. Ejercía de espía. Allí había estado él, cuarenta años atrás, cuando escribía cartas en castellano con sintaxis gallega y preguntaba qué hacía “o rei da casa” que era yo. Se lo conté a los estudiantes, y les recordé aquello que tanto me gusta contar: mi padre volvía de Suiza (de Lausana, de Vevey, de Berna, de Zurich, de Ginebra) con su traje de pana marrón, su maleta inmensa, una bolsa de caramelos de menta, otra bolsa de naranjas sanguinas y rodeado de ranas y de sapos que parecían haber caído con las primeras lluvias de diciembre. Ante casi trescientas personas, tuve la osadía de cantar “Adiós ríos, adiós fontes”, tras glosar a Rosalía de Castro.
Llamé a mi padre desde Ginebra, desde una zanja casi (una parte de la ciudad está en obras; está remozándose para ensanchar las líneas de tranvía) en la que él pudo haber trabajado antaño. Conocí a José Luis Garrido, un profesor orensano (dice que es de Orense, no de Ourense), que me dijo que tenía cita a la una con el barbero. Eso me hizo recordar que mi padre fue barbero en Suiza, barbero, jardinero y albañil por horas. Lo llamé a Arteixo, pero su teléfono estaba estropeado y sólo pude oír como descolgaba y se le iba la voz como a los fantasmas del teléfono. Le quería contar que me había gustado mucho la catedral de Lisboa, esos edificios impecables y grandiosos con sus áticos, la calma de la noche, le quería contar que sentía que andaba y desandaba sus pasos, acompañado de Carmen, mi mujer, y José María Adé, el historiador y profesor en Ginebra.
Ayer domingo, perdimos el autobús con destino a Zaragoza. Salimos tres horas después en el tren. Qué cosas ocurren a veces. Pasaban, como si el tiempo o los dioses quisieran hacerme un regalo o empañarme el ánimo de una nueva carga de añoranza, la película de Carlos Iglesias: “Un franco, catorce pesetas”, con él como protagonista y una espléndida Nieve de Medina. Volví a llamarlo. Y me imaginé su vida de nuevo, un tanto parecida a la del mecánico fresador. No sé si habría una rubia alemana como Hanna en su vida. Al final, cuando Nieve de Medina dice que tiene dos hombres cobardes, resistí la inclinación natural a llorar de emoción. Llamé a mi padre hasta cinco o seis veces más. Descolgaba el teléfono, decía, “Sí”, “Quen”, “Son Benito”, y se moría la voz.
Hoy le he vuelto a llamar. Le habían arreglado el teléfono, y lo felicité. Es el día del padre. Y el día de los Joseses del mundo. Le conté el viaje a Ginebra. Resumió sus recuerdos con un “Canta vida gastei por esas terras, meu home”. Y me dijo que me pasaba a mi madre porque él apenas me oía. Me quedé con las ganas de preguntarle si aún se acordaba de aquellas cartas en las que preguntaba por “o rei da casa”.
*Javier Gutiérrez y Carlos Iglesias llegan a Suiza en "Un franco, catorce pesetas".
3 comentarios
Luisa -
Un abrazo.
Magda -
Felicidades para él y felicidades para ti en este día.
beatriz -