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Antón Castro

EL CORAZÓN DELATOR DE ISMAEL GRASA*

EL CORAZÓN DELATOR DE ISMAEL GRASA*

Desde hace algunos años, Ismael Grasa (Huesca, 1968) retorna a su ciudad y a su provincia constantemente. No sabía conducir y ha aprendido para viajar a su antojo; parecía volcado en Madrid (ganó el premio Tigre Juan con “De  Madrid al cielo”, 1994) y Aragón y sus ciudades y pueblos se le han metido en sus libros como un escenario constante. Y ahí están dos excelentes y personales libros: “La Tercera Guerra Mundial” (Anagrama, 2002), uno de los mejores retratos de la Huesca de la transición, trazado con un estilo exento de sentimentalidad, y “Nueva California” (Xordica, 2003), poemas y relatos que anticipan, en cierto modo, su nuevo libro: “Trescientos días de sol” (Xordica), un volumen con portada de Elisa Arguilé que se presentó esta semana en Zaragoza, en el Teatro Principal, con una exuberante y magnífica puesta en escena del arquitecto Luis Franco y la elocuencia de Eva Cosculluela, y también en Huesca; me dicen que Carlos Castán estremeció hasta el silencio de la librería Anónima de Chema Aniés. Y que la ciudad se volcó con un cariño absoluto.

Ismael Grasa ha madurado mucho en estos últimos años. Ha pasado de ser aquel joven narrador y filósofo de rostro picassiano y asustadizo a un escritor de empaque, con un bagaje muy sólido, con puntos de vista muy personales. Atrevido, iconoclasta, dueño de un estilo diáfano, en el que no hay demasiado lugar para la opulencia. Ismael Grasa escribe con la retórica exacta de las ideas. Sin adherencias ni epítetos de embellecimiento. Con la fulminante exactitud de las imágenes y los detalles casi invisibles que definen una existencia. Como narrador, es un poco igual: es un escritor que puede parecer frío, casi glacial, un documentalista o un mirón que mira, observa detenidamente y cuenta lo que ve, sin inmutarse, con un bisturí sigiloso que avanza y descubre el horror. Aunque en realidad, Ismael Grasa cuenta lo que imagina, cuenta la vida que les sueña a sus personajes.

         En esta obra de doce relatos dominan algunas sensaciones. Acaba imponiéndose un estado de ánimo general próximo a la amargura existencial, a la turbación, y curiosamente no es porque el escritor sea pesimista. Es como un vacío que aparece y alancea sin compasión, como una enfermedad que afecta a todos los personajes, como un destino. Ismael Grasa dice una mil veces que él es partidario de la vida y de la alegría. Y eso se percibe. Tiene una capacidad particular para fijarse en pequeñas cosas, pero obtiene de ellas, como preconizaba Anton Chejov o Raymond Carver, una detonación interior, un mecanismo entre diabólico y rezagado que estalla por los aires. Los cuentos de Ismael son cuentos de lo cotidiano, cuentos que ni siquiera exigen una presentación, un desarrollo o un desenlace. Ismael Grasa se siente tan libre, tan seguro de sí mismo, que hace una fotografía, realiza una película, expone una situación y la muestra. La historia podría haber seguido muchas páginas más; las vidas en sus cuentos nunca se acaban, no hay punto y final, sino un punto y seguido interminable en el ánimo del lector. Y quizá eso también nos perturbe. ¿Qué pasará luego con los personajes? ¿Cuál será de verdad su futuro? ¿Dónde está ese corazón delator que no vemos nunca y percibimos como un escalofrío que no cesa?

El hilván general del libro es el delito. Y sus variedades. Pero también se habla de relaciones, de complejos núcleos familiares, de bodas, de viajes, de retornos al origen, de ciudades que se abren paso en la cabeza del escritor. Ismael Grasa demuestra aquí que conoce como nadie los registros del ser humano; desde esa sabiduría se expanden la incomodidad, la amenaza, el loco amor, el impacto invencible de la soledad. 

Trescientos días de sol. Ismael Grasa. Xordica: Colección Carrachinas. Zaragoza, 2007. 140 páginas. La foto es de Cristina Grande para Xordica.

2 comentarios

Francisco Ortiz -

No conocía al autor, pero la lectura de este libro me parece imprescindible. En mi blog tengo un texto sobre el primer relato y ya preparado otro sobre el segundo, "Pájaros", que me parece excelente. Su comentario sobre el libro me ha gustado mucho también.

ENRIQUE -

Querido Antón, hace unos días envié a la revista "Eclipse" una reseña de "Trescientos días de sol". No sé si la publicarán o no finalmente, pero me permito la licencia de colgarla aquí en tu blog, ya que en ella digo algunas cosas parecidas a lo que tú escribes aquí, por supuesto, sin tu estilo y sin tu conocimiento tan exacto de las cosas. Espero que no te moleste y espero que a alguien le guste y le parezca acertada. Un abrazo, Enrique.


Ismael Grasa, Trescientos días de sol, Zaragoza, Xordica, 2007
Enrique Cebrián Zazurca

Anunciando la primavera próxima vino Ismael Grasa a habitar de nuevo los días de sol –¿tantos?– que anuncia el título de su último libro, sin por ello impedir que en este clima suyo –nuestro– se cuele de rondón la boira, la cercera (dígase cierzera) y hasta algunos perdidos copos de nieve en los huesos de los habitantes de estos relatos, de este lugar.
Trescientos días de sol nos habla de personajes tan raros y tan normales a un tiempo que podríamos ser tú o yo, tu primo o la vecina que espías por la ventana. Y eso inquieta. Inquieta verse tan del montón, como inquieta saberse carne de frenopático. El hilo conductor de estas historias es –como dice la propia contraportada del libro– el delito o, al menos, la posibilidad de éste. La tentación del mal, cifrado en ceder a un impulso, en contravenir una norma social, el morbo de ser más animal, si quieres. El delito –cumplido o no– como introspección, como el modo de conocerse mejor y ser más libre en un mundo en el que, paradójicamente, la soledad y los tiempos muertos ante un botellín de cerveza no dejan a estos personajes pensar, pensar en ellos, pensarse, agobiados quizás como están por una maquinaria parece que perfecta y terminada y en la que sólo son piezas sobrantes, con suerte sólo repuestos esperando que algún día el engranaje falle y entren ellos.
El delito como símbolo se ve enfrentado a la pureza, al símbolo del agua que limpia, y que Grasa utiliza en varios de los relatos. El camino a la ducha, el deseo de estar bajo el chorro, es el deseo y el camino del hijo pródigo que vuelve a la casa del padre, arrepentido por la curiosidad de saber qué había al otro lado de la puerta, al otro lado de la ley que nos dimos para protegernos.
La vecina y tu primo y tú y yo somos el que ansía apretar el gatillo y somos también el que ve sus lágrimas confundidas con las gotas bajo la alcachofa del baño. Y eso inquieta.
La prosa de Ismael Grasa en este libro es una prosa certera pero sugerente, una sucesión de flashes que dan un cierto tono cinematográfico a la obra y que la dejan con la ropa suficiente para no pasar frío, tampoco desnuda.
Por la escritura y los ambientes las historias recuerdan a las de su Nueva California. La referencia a Von Gloeden en el relato “Algo provisional” nos remite a lo que Ismael Grasa escribió acerca de este pintor y fotógrafo romántico en su literaria estampa de Taormina en Sicilia.
Existe, por último –y esto tampoco es nuevo en Grasa–, en los escenarios, en los términos utilizados, en los personajes, etcétera, la voluntad de dejar constancia de que quien escribe es un escritor de Aragón, un escritor de Aragón nacido en Huesca que vive en Zaragoza, un escritor que sabe lo que eran los tiones y que sabe también las barras de los bares de la capital donde beben de noche los ecuatorianos y los guineanos de este nuevo Aragón. Si se observan los doce relatos de este libro (los doce cuentan con un escenario aragonés), se ve que esta actitud deviene casi en militancia.
Trescientos días de sol es, en definitiva, un libro que habla de nada y de todo, del deseo de vencer la soledad, de las cosas que se hacen o se dejan de hacer cuando uno está aburrido, de la curiosidad y de la culpa, un libro que habla de nadie y de nosotros: ya sabes, de ti, de mí, del pesado de tu primo, de la vecina desnuda saliendo de la ducha