ENRIQUE CEBRIÁN ESCRIBE DE ISMAEL GRASA*
*Ismael Grasa, Trescientos días de sol, Zaragoza, Xordica, 2007
Enrique Cebrián Zazurca
Anunciando la primavera próxima vino Ismael Grasa a habitar de nuevo los días de sol –¿tantos?– que anuncia el título de su último libro, sin por ello impedir que en este clima suyo –nuestro– se cuele de rondón la boira, la cercera (dígase cierzera) y hasta algunos perdidos copos de nieve en los huesos de los habitantes de estos relatos, de este lugar.
Trescientos días de sol nos habla de personajes tan raros y tan normales a un tiempo que podríamos ser tú o yo, tu primo o la vecina que espías por la ventana. Y eso inquieta. Inquieta verse tan del montón, como inquieta saberse carne de frenopático. El hilo conductor de estas historias es –como dice la propia contraportada del libro– el delito o, al menos, la posibilidad de éste. La tentación del mal, cifrado en ceder a un impulso, en contravenir una norma social, el morbo de ser más animal, si quieres. El delito –cumplido o no– como introspección, como el modo de conocerse mejor y ser más libre en un mundo en el que, paradójicamente, la soledad y los tiempos muertos ante un botellín de cerveza no dejan a estos personajes pensar, pensar en ellos, pensarse, agobiados quizás como están por una maquinaria parece que perfecta y terminada y en la que sólo son piezas sobrantes, con suerte sólo repuestos esperando que algún día el engranaje falle y entren ellos.
El delito como símbolo se ve enfrentado a la pureza, al símbolo del agua que limpia, y que Grasa utiliza en varios de los relatos. El camino a la ducha, el deseo de estar bajo el chorro, es el deseo y el camino del hijo pródigo que vuelve a la casa del padre, arrepentido por la curiosidad de saber qué había al otro lado de la puerta, al otro lado de la ley que nos dimos para protegernos.
La vecina y tu primo y tú y yo somos el que ansía apretar el gatillo y somos también el que ve sus lágrimas confundidas con las gotas bajo la alcachofa del baño. Y eso inquieta.
La prosa de Ismael Grasa en este libro es una prosa certera pero sugerente, una sucesión de flashes que dan un cierto tono cinematográfico a la obra y que la dejan con la ropa suficiente para no pasar frío, tampoco desnuda.Por la escritura y los ambientes las historias recuerdan a las de su Nueva California. La referencia a Von Gloeden en el relato “Algo provisional” nos remite a lo que Ismael Grasa escribió acerca de este pintor y fotógrafo romántico en su literaria estampa de Taormina en Sicilia.
Existe, por último –y esto tampoco es nuevo en Grasa–, en los escenarios, en los términos utilizados, en los personajes, etcétera, la voluntad de dejar constancia de que quien escribe es un escritor de Aragón, un escritor de Aragón nacido en Huesca que vive en Zaragoza, un escritor que sabe lo que eran los tiones y que sabe también las barras de los bares de la capital donde beben de noche los ecuatorianos y los guineanos de este nuevo Aragón. Si se observan los doce relatos de este libro (los doce cuentan con un escenario aragonés), se ve que esta actitud deviene casi en militancia.
Trescientos días de sol es, en definitiva, un libro que habla de nada y de todo, del deseo de vencer la soledad, de las cosas que se hacen o se dejan de hacer cuando uno está aburrido, de la curiosidad y de la culpa, un libro que habla de nadie y de nosotros: ya sabes, de ti, de mí, del pesado de tu primo, de la vecina desnuda saliendo de la ducha…
*Portada del libro concebida por Elisa Arguilé. Enrique asomó al blog, pegó su comentario, pero me parece tan estupendo y certero que creo que debe estar en el escritorio.
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ENRIQUE -