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Antón Castro

PEPE CERDÁ: SIEMPRE NOS QUEDARÁ UN PARAÍSO*

PEPE CERDÁ: SIEMPRE NOS QUEDARÁ UN PARAÍSO*

EL PRINCIPIO Y EL FIN DE UN VIAJE

 Asocio a Pepe Cerdá con los viajes. La última vez que lo llamé, hará tres o cuatro días, andaba exangüe, casi sin aliento, escalando montañas y cruzando valles en algún lugar de Francia. La última vez que lo vi, hace poco más de dos semanas, contaba uno de sus últimos viajes por Los Monegros junto a su inseparable José Luis Ona: ambos, expedicionarios en fuga, viajeros de lo interior y lo exterior, siempre están descubriendo caminos y encrucijadas. Pepe, con la cámara al hombro, mira el horizonte, contempla la floresta, absorbe el celaje y tira fotos. O, si le apetece, inicia una acuarela en su cuaderno de viaje, aunque quizá no deba decirse que sea Pepe Cerdá un pintor del natural. Es un observador de la naturaleza, un paseante, un ladrón de luces y de atmósferas. Interioriza lo que ve y luego, en la placidez de su estudio, mientras suena su cantante favorito (Joaquín Sabina, por ejemplo), le da salida. Inventa lo recuerda, pinta lo que aún tiembla en su cerebro con la excitación de las cosas del campo.

         Algunos de los mejores viajes de mi vida los he hecho con Pepe Cerdá. Nunca podré olvidar uno de 1990 a Venecia: entonces, desdibujado por la leyenda del pintor de caballitos de feria, era Pepe un pintor esbelto y sigiloso, abrazado a una mujer hermosa, que hablaba lo justo y se movía a sus anchas en el arte conceptual y las veladuras. No tuve oportunidad de asistir a una de sus grandes virtudes: la del portentoso narrador oral. En realidad, parecía ensimismado en el fuego romántico de una pasión veneciana. Más tarde, una década después, haría otros viajes con él a Cantavieja y Albarracín siempre con motivos pictóricos de fondo.

El mejor viaje de todos fue el que hicimos a París con muchos amigos, entre ellos Carlos Gil de la Parra. Pasamos más de doce horas de conversación, a la ida y a la vuelta, en un ámbito ideal. Hablamos de todo, discutimos de arte, evocó sus años en París y en la Casa de Velázquez, reveló sus artistas preferidos. En aquel viaje, Pepe Cerdá me (nos) enseñó a amar a Joaquín Sorolla y a Giorgio Morandi y a  Marín Bagüés, y a muchos de los artistas del siglo XIX español: Beruete, Pinazo, Pradilla, Moreno Carbonero, Fortuny, Ramón Casas. La lista sería inagotable, e incluía a muy pocos artistas abstractos. Aquella expedición entre amigos resultó excepcional: Pepe Cerdá se reveló como una enciclopedia del arte de vivir, como un muestrario inacabable de experiencias y de recuerdos inventados. Y, sobre todo, como un coleccionista de paisajes que había encontrado solaz e inspiración en un entorno muy concreto: Villamayor y alrededores, las veredas que van y vienen hacia Los Monegros, algunos lugares más o menos secretos y exuberantes de Los Pirineos. Sin embargo, a modo de  refresco, el pintor que se había recluido en el sosiego de la aldea necesitaba salir, ir a las ferias de arte contemporáneo, recorrer kilómetros, pasear con su furgoneta por los puentes de París, a orillas del Sena. En aquel viaje a París, Pepe Cerdá lo recuperó todo: un pasado reciente que era una semilla de incitaciones que abonaba a cada instante el futuro que empieza en el aquí y ahora. Para Pepe Cerdá París era como su casa: contenía el plano más íntimo de sus emociones. Era una reserva de energías y de curiosidad: otra forma de renovarse en vida.

         Aún hice otro viaje inolvidable con Pepe Cerdá a Monzón. Con él y con Ana Bendicho. Llevábamos la cámara de fotos, y Pepe se conmovía constantemente con los colores del paisaje. Le pedía a Ana que captase un tono especial, rosado o naranja, a la altura de los picos de Las Tres Sorores. Rogaba una toma, y dos, y tres, al pasar ante el castillo de Montearagón. Incluso se equivocó en una de las salidas quizá con premeditación: tuvo que rodear el perímetro de Huesca y pidió a sus acompañantes que siguiésemos disparando. Ahí, en esas tonalidades, con la luz tamizada y herida de oro agónico en la piedra de la catedral, había una espléndida acuarela. O un lienzo de grandes proporciones. O la espiral de un fulgor estremecido.

         El pintor Pepe Cerdá ha cambiado mucho. Desde hace una década o así dejó de ser un pintor conceptual para ser un pintor pintor, un clásico moderno que reivindica la emoción inmediata, la untuosidad, el mono manchado y en desorden, una forma perenne de belleza y de diálogo con lo inmediato. Con lo que ha vivido. Con lo fotográfico. Con la memoria exacta del mundo que percibe. El viraje de Pepe se inició en “Los últimos modernos”, se prolongó en las series “Pintura de Historia”, se consolidó en aquellos retratos de amigos, figurativos y de acento expresionista, que presentó en la Casa de Velázquez. Y en los últimos tiempos, ha encontrado un registro en el que se halla cómodo. La pintura de paisajes. La interpretación de la naturaleza más cercana. El traslado al lienzo o al papel de esas noches cargadas de misterio y de luces entrevistas en las que sale de paseo o vuelve a casa en su coche, alucinado de alcohol y de insomnio como Vincent Van Gogh.

Esta exposición de Pepe Cerdá tiene algo de síntesis de algunas experiencias recientes y de casi todos sus viajes, que son el viaje, la travesía hacia uno mismo, la odisea con amigos. Aquí están los ecos de los apuntes del natural que expuso en Benasque, las acuarelas con texto que exhibió en el palacio de Montemuzo, su viaje por el camino de Santiago con un bloc bajo el brazo. Y, sobre todo, la gran exposición que presentó en la sala Luzán de la CAI, basada en la urdimbre de su territorio de artista, que tiene su epicentro físico en Villamayor. En su libro “Pintor, pinta y calla” (Zaragoza, 2006), afirma que “el gesto de enviar al mundo un mensaje en una botella, como el náufrago, era sólo posible desde un sitio como Villamayor. En donde el tiempo pasa más lentamente, en donde se siente en la carne”. Aquí está Pepe en todas sus dimensiones: el pintor del fogonazo y de los pequeños formatos, el pintor de despliegue en grandes lienzos, el hombre que dialoga con la materia y con la intuición, el artista incesante que sólo piensa en movimiento, con un brochazo, con la inspiración inagotable del amanuense. El paisajista. El residente en la tierra, bajo la herida luminosa y cárdena de la noche. El sembrador de estrellas. El pintor que se atreve con la ciudad y sus semáforos. Él, sin complejo alguno, “refleja el tormento de ser de aquí y pintar aquí”. Más que el tormento en sí mismo, frase que aplicó a su idolatrado Marín Bagüés, la obra de Pepe Cerdá refleja el amor a la pintura de quien se reconoce pintor por encima de todo. Un pintor feliz que tiene los ojos entre los campos y los surcos de Villamayor y las luces de Zaragoza. Por eso dice: “Cuando anochece, Zaragoza refulge al fondo, en lo hondo, y sirve como la estrella polar a los marinos, como guía para volver a casa”.

         Cada cuadro de Pepe Cerdá es un regreso a casa. El principio y el fin de un viaje.


*Pepe Cerdá inaugura exposición en la sala de Carlos Gil de la Parra la semana que viene. Éste  es uno de los textos que acompañarán el catálogo. Uno nocturno de Pepe en la zona de Juslibol.

4 comentarios

Jonás -

Precioso texto, querido Antón.

am. -

¿Esta tarde estás en El Corte Inglés con Mª Rosario de la Parada?

Así se anuncia en el Centro del Libro, pero no en la página de ECI.

Un saludo.

Diego de Rivas -

Me quedo con una de tus definiciones de Pepe: Portentoso narrador oral.

También con vuestro viaje a Paris y esa necesidad de salir del 'sosiego de la aldea'. ¡Qué verdad!

Por cierto, te leí anoche un post tuyo en el que escribías sobre un viaje tuyo con Luis Alegre por tierras de Ayerbe y los Monegros. E incluso de vuestra parada en 'La Mezquita' que es ahora propiedad de Sancho Dronda.

Me hace gracia, porque hoy se presenta un libro sobre él: 'Conversaciones con José Joaquín Sancho Dronda'. A las 19'30 en el Patio de la Infanta.

Saludos y a ver si te veo algún día por la calle y nos tomamos un café. Y tú, cargado de libros.

Saludos

Antonius Blog -

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