MITO Y RESURRECCIÓN DE GERDA TARO
Fernando Olmeda es un periodista muy activo. Es autor de “El látigo y la pluma”, una historia de los agobios y persecuciones que sufrieron los homosexuales durante el franquismo, y acaba de debutar como novelista con “Contraseñas íntimas”. Y hace algo menos de dos meses aparecía otro libro suyo, muy trabajado, que glosa la personalidad, los trabajos y los días, y el mito de Gerta Pohorylle, la hija de Heinrich, un modesto vendedor de huevos, y Gisela, dos judíos alejados de todo “fervor nacionalista”. Quizá ese nombre no diga mucho, pero en cuanto se añade Gerda Taro ya parece estar todo dicho. Sí, es ella, es la niña nacida en Sttutgart en 1910, que vivió en Leipzig y Berlín, que se trasladó a París y que formó una sociedad de artistas y artesanos de la fotografía y una pareja de amantes convulsos con André o Endre Friedmann, Robert Capa. Gerda Taro fue una de las grandes reporteras de la Guerra Civil española, y acaso podemos decir que fue de las más fugaces: llegó en agosto de 1936 y murió, aplastada por una tanqueta de varias toneladas de peso, en Brunete el 26 de julio de 1937. Esos casi doce meses marcan su esplendor y abonan su leyenda, aunque hubo un periodo anterior en que forjó su personalidad indómita, su gusto por la vida y la aventura, su pasión por los hombres.
Fernando Olmeda escribe algo más que la biografía de Gerda Taro. Realiza una aproximación que tiene otros flujos de información y de interés, y en algunos casos de obsesión, como puede ser el caso de Constancia de la Mora, de la que echa mano muy a menudo Olmeda, con razones de peso. Presenta el ambiente familiar, el temor de aquellos judíos al nuevo orden nazi y la evolución de un joven con carácter, que ya en 1925 parecía decir: “Tengo planes de futuro”. La fotografía no formaba parte de sus inclinaciones iniciales: prefería usar bonita ropa, aparentar que era más alto de lo que era y disfrutar de sus primeras conquistas, como Pieter Bote. Vivió y estudió en Lausana, donde descubrió la belleza de la prosa de Herman Hesse, y prefería ser retratada de nadadora que fotografiar ella. En aquellos días, que aún no serían tan desapacibles y tortuosos, emulaba a algunas divas del cine mudo, cuando empezaba a sobresalir la joven Greta Gustafson. Olmeda explica la importancia que va adquiriendo la fotografía, los artesanos empiezan a darse cuenta de su condición esencial para “documentar los grandes acontecimientos de la historia”. Recuerda el autor al aparición de la Leica I, ligera y rápida, en 1925 en Leipzig, la Ermanox, de 1924, y la Rollei Flex, de 1929. En ese año, entra en acción aquel joven húngaro Endre que arrojaba piedras a “los fascistas en Budapest”, y entran en juego otros personajes con Moholy-Nagy o Kati Horna, otra reportera de guerra de origen húngaro que estuvo en España, en Teruel, en la plaza del Torico, en Huesca. Endre o André Friedmann, huyendo de la represión, se marchó a Berlín y allí tomó decidido contacto con la fotografía al trabajar, entre otros, con el gran Felix H. Man. Más tarde, viendo las orejas de lobo del nazismo, partió a París, donde se encontraría con aquella joven rubia y menuda, una gran seductora, experimentada en las lides del amor, y comprometida con los sufren.
Entonces París era ya una fiesta. Un fiesta, una orgía, una revuelta de amor y desamor. Man Ray se convertía en un gran fotógrafo y un artista de la experimentación que había perdido la cabeza por la bellísima Lee Miller; Picasso acababa de descubrir a la poderosa Dora Maar; Martha Gelhorn, futura esposa de Hemingway, ya lucía galones en el periodismo. Y ya empezaban a publicar sus primeras obras fotógrafos como Henri Cartier-Bresson. André Friedmann cambió en nombre y pasó a llamarse Robert Capa y Gerta pasó a ser Gerda Taro, que tendría la lucidez suficiente para inventar a un fotógrafo norteamericano, de gran personalidad, al que colocaba en el disparadero del éxito. Capa fue una invención de Gerda Taro, la que urdió la estrategia de reclamo con aquel presunto éxito en Estados Unidos, se entiende. Y luego ambos, juntos y por separado, conquistarían la gloria en la Guerra Civil española. Olmeda recuerda que Gerda Taro estuvo cinco veces en España, tres con Capa y dos sola. Y más bien sola (no insiste Olmeda en algunas veleidades amorosas y sexuales de Gerda, en las que abundan otros autores) murió. Con Capa estuvo en el Frente de Aragón, en Huesca, en Tardienta, en Leciñena; por cierto, por allí coincidió con la pintora y escultora de 32 años, Felicia Browne. Hubo más aventuras: Olmeda habla de su relación con España, de sus contactos con María Teresa León y Alberti, de su sentido de la responsabilidad, de sus fotos eclipsadas por las de Capa, habla de su infausto final. Alguna vez, anticipó que la muerte iba a su encuentro.
La importancia de España y de Aragón es fundamental, sobre todo en el segundo capítulo. El volumen es ameno e incluye un interesante y extenso tercer capítulo sobre “Periodismo de guerra en la era digital” que empieza de este modo: “Gerda Taro está viva”. Un modo muy prometedor y bastante real, en el fondo. Gerda Taro empezó a vivir después de la muerte.
Gerda Taro. Fernando Olmeda. Debate. Barcelona, 2007.
1 comentario
antonio padrón toro -
Estoy haciendo una investigación, periodista venezolano, amante de la fotografÃa del siglo XIX ?¿, pero muy interesado en la amistad entre Hemingway, Capa, Taro, Gelhorn y el grupo de ParÃs. Me ha sido imposible conseguir cartas entre el escritor y el fotógrafo aunque ya tengo de la Kennedy Foundation ( Boston) más de 60 fotografÃas de Capa al escritor. Me darÃa alguna otra sugerencia? Ya se que en las fotografÃas entregadas al ICP se han identificado algunas de Hemingway...pero en 1954, cuando ganaba el Premio Nobel al que no pudo asistir, no le motivó a hacer algún comentario de su "amigo e hijo" Bob Capa ?