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Antón Castro

SOLEDAD ARAGÓN Y EL MISTERIO DE LOS OLIVOS

SOLEDAD ARAGÓN Y EL MISTERIO DE LOS OLIVOS

LA MORADA Y EL ESCALOFRÍO:
VISIONES DE SOLEDAD ARAGÓN

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Ha llegado a mis manos el último libro Tomás Segovia (Valencia, 1927), Llegar (Pre-Textos, 2007), y he descubierto algunos versos que parecen pensados para Soledad Aragón. Escribe: “Más allá y más arriba de la espesa arboleda // Se abre un enorme espacio transparente”. Y agrega, a modo de conclusión, que “este gran palacio aéreo // Cuyo suelo habitamos // Está todo él tejido de llamadas”. Soledad Aragón percibió desde muy niña una llamada: como si oyese la música de las esferas, solía cobijarse en el interior de un olivo grande, copioso de espesura, y miraba a través de él: veía pasar las nubes, los pájaros, permanecía allí, algo alejada de sus padres que vareaban las olivas, en una guarida, recogida y enroscada en un centro íntimo, como si fuera la centinela de sus propias sensaciones. O como si atendiese a lo que veía fuera, allá arriba, en el enorme espacio transparente de las nubes viajeras, y al temblor de emoción y pálpito inefable que experimentaba dentro de ella. Miraba fuera para hallar dentro; se estremecía dentro para vislumbrar los secretos del exterior. Hay algo más muy sugestivo en esta imagen: el olivo mismo, que es un árbol tejido de misterio, de resistencia indómita, un árbol de adentro que resiste el furor de los vendavales y encarna una idea de paz.

         Soledad Aragón trabaja en una casa con vistas. Su estudio está lleno de dibujos, de proyectos, de fotografías que evocan las promesas de la piel, la danza del cuerpo. Hay una ventana que le permite ver los campos, los suaves montes; desde ella, intenta distinguir la invisible melena del viento, la espalda de la luz de cualquier hora. Un día reapareció en su cabeza aquella imagen del pasado. Se sintió inerme, incapaz de oponer resistencia a un recuerdo tan poderoso. Y creyó que debía entregarse de nuevo a la naturaleza y al refugio del olivo. Empezó a caminar, a pasear, a reconocer las huellas de sus propios pasos. Cada día era una aventura distinta: se internaba entre los árboles, oía la melodía del aire, hundía más o menos los pies sobre la grama. Resucitaba la incansable perfección de la memoria. Unos días captaba lo que veía con la cámara fotográfica digital; otros días se dejaba llevar por el cierzo enfurecido como si fuese un fauno improvisado. En ese momento, casi le era imposible mantenerse en lo alto de una colina. Vio los almendros en flor, la fronda de los olivos y el tránsito de las nubes por el mar nítido del cielo. Y fue entonces cuando concibió definitivamente la instalación “Mi reino, un olivo”, que era un fragmento, la página de un libro mayor que se titula Las arquitecturas oníricas. La forjó en su cabeza, la trasvasó a su piel incendiada de sensaciones y buscó otro milagro del paisaje. El soplo de la libertad. Con la cámara de vídeo se colocó en el interior del olivo y miró al cielo. Como cuando era niña, y se alejaba de los padres y del rumor de las varas, para evitar cualquier signo de dispersión. Realizó grabaciones durante dos meses. Intuía que tarde o temprano debería producirse ese instante decisivo, ese lapso en que se fijan todas las  mudanzas: hay una paulatina transformación de luces y de texturas celestes, un cambio de agitación del viento entre las ramas, las nubes van y vienen y se atropellan como aves peregrinas, un ritmo de pentagrama no escrito. Y en un mediodía de diciembre Soledad Aragón pensó que ese momento era especial, irrepetible, y lo fijó en su cámara.  

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Cruzamos el primer umbral y rebasamos la cortina negra. Es como si entrásemos en el cine. La instalación consiste en una gran caja blanca por fuera y completamente negra por dentro, una estructura de madera en cuyo techo, a guisa de claraboya, vemos una grabación: las hojas del olivo se bambolean con el viento y arriba percibimos la mansedumbre de las nubes que pasan, su nitidez lejana, el aleteo fugaz, como una centella, de un pájaro. Hay que fijarse bien porque su vuelo es todo un sinvivir o la caligrafía del vértigo. ¿Habrá pasado el pájaro, lo habré soñado, no sería una mota incómoda en el objetivo? El pájaro atraviesa el aire, pero antes tenemos mucho que mirar, mucho que oír, mucho que sentir. Todo está en íntima conexión: las ramas del olivo son zarandeadas una y otra vez, se agitan, tiemblan como seres vivos. Las luces cambian, suavemente, y modifican el cielo. Las nubes se fingen inmensas aves de nata o de espuma. Hay un ritmo, un sosiego, una espera. El espectador, como antes Soledad Aragón, percibe una sensación especial: está en un refugio, lejos del mundo y cerca del cielo, desarrolla una espiral del yo. Parece estar constreñido en ese espacio, en esa suerte de mortaja que es la caja negra, una tumba de contemplación y de meditación en vida, y a la vez percibe el vuelo de libertad allá arriba. Ahí sitúa Soledad Aragón una paradoja y un deseo: el ser humano se mueve entre los límites, la acotación de su propio habitáculo vital y emotivo (la casa, un centro de intimidad, una vivienda), y la necesidad de libertad, de transformarse en el aire desordenado y libre de afuera que peina los olivos. Esta primera estancia es una morada y es un reencuentro con nuestras emociones, una conciencia del cuerpo, una aproximación al temor: temor al encierro y temor al propio albedrío.  

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La segunda estancia exige vencer otro umbral. Como Alicia. Exige abrir otra puerta. Y al hacerlo descubrimos un nuevo territorio: un camino hacia alguna parte, un camino polvoriento y sembrado de cantos rodados, piedras diminutas, de otras huellas. Es un nuevo itinerario que ofrece todas las posibilidades y acaso un espejismo: el sendero continúa bajo un cielo aplacado, contra un horizonte en expansión. Un horizonte de fugas y extravío que  impone la marcha, el silencio, el candor, la entrega, la conciencia del explorador. El caminante, el espectador que lleva un nuevo ritmo y otra música de aire en el alma, halla una salida de sí mismo y una entrada a la intemperie. Leo otro verso de Tomás Segovia, que podría haber dictado Soledad Aragón mientras desarrollaba esta obra: “No es que hable yo dentro de mí // Es que la vida y yo con ella en su intemperie // Hablamos fuera”.

         Soledad Aragón manufactura el escalofrío.

*Este es un texto para un montaje de la artista navarra, que visita asiduamente Zaragoza, Soledad Aragón. La foto es de Aoi Tsutsumi.

2 comentarios

maria alejandra carrillo esquivel -

muy buen articulo, te felicito ..me transporté sin querer a ese olivo y bajo su resguardo soy espectadora de tan hermoso paisaje....gracias.

luis -

choche_luis13@jose.com