NATALIO BAYO: LA PINTURA INTERMINABLE
NATALIO BAYO AL GALOPE EN EL CORCEL DEL MITO
Al principio fueron los caballos. O los gigantes y los caballos, aquellas bestias apacibles que enloquecían a Gericault. Y al principio también apareció la luz en el primer estudio del joven artista Natalio Bayo. Y con la luz, el color. Y con el color, la imaginación, la sugerencia y la evocación. Épila, ese lugar abierto a todos los ponientes, le suministraba las primeras imágenes. Miraba los campos, las colinas, miraba a la gente sitiada en el centro metafísico del mundo y trasladaba al lienzo o al papel aquellas formas, aquellos seres que tenían un parte majestuoso de bondad, una apariencia rústica de candor. Ese universo se iba cobijando en el pincel, en los lápices o en el grafito. Día tras día, Natalio Bayo crecía, o más bien aún: se agigantaba, como el pintor soñador. Y al galope, a lomos del corcel interior de su cerebro, pasaba de los équidos a los gigantes, y luego transitaba por series de atmósfera cotidiana que adquirían carácter simbólico de denuncia: las latas, las ataduras, los paquetes, las palomas.
A primera vista, aquella figuración de lo inmediato no parecía un grito ni un ejercicio persistente de ironía o de rebelión. Pero luego, en cuanto se miraban esas series con detenimiento o con su envés, se veía su poder de detonación. Allí, en cuadros y dibujos, Natalio Bayo asumía que no vivíamos en el mejor de los planetas. Asumía que la noche oscura del desgarro se prolongaba y aherrojaba las pulsiones imprescindibles de libertad, y ahí estaba su grito, su apacible metáfora a favor de la libertad. ¿Qué pensamientos indomables recorrerían las venas del “Pensador cansado”, ese andariego metafísico, desdibujado por las luces del campo, que se cruza de brazos como quien parece vencido o vapuleado por la melancolía y el silencio? ¿No es ese gigante el mismo tal vez que el que reaparece, algo más tarde, en forma de “Astronauta”? ¿Y esas cajas informes, y esos paquetes que lloran una sangre interior y desesperada de años, de todos los años de posguerra, tal vez, y esa metamorfosis de hombre y paloma, que constituyen un nuevo acercamiento a un bestiario alegórico, a qué aluden, qué mensaje encierran, qué les duele, qué bomba a punto de estallar y de arrasar la tierra se oculta en su convulsa poética de los objetos? El artista elaboraba su código de signos, su abecedario de asuntos e intenciones, y de vez en cuando iba soltando al viento sus quimeras: una mujer podía compararse con un cometa que se extravía en el aire entre vencejos, un hombre aspiraba a ser astronauta o paloma que surca los celajes. La paloma, que encarna una idea de paz, posee en todas las religiones un aroma de espiritualidad y de poder de sublimación; por ejemplo, los eslavos consideran que el alma toma forma de paloma, después de la muerte. En cierto modo, para un pintor fantástico como Natalio Bayo, su porfía con las palomas era como la expresión de un deseo definitivo de vuelo.
Él también estaba dispuesto a volar como artista. Ya había descubierto algunos de sus dones: poseía un gran sentido del dibujo, encontraba la precisión, la línea exacta de expresividad con una naturalidad laboriosa, y se había ido forjando una pasión por la pintura y el mito. El mito, también en su oficio, es un intento de contar las cosas de una vez para siempre. O de pintarlas y de repintarlas a diario con nuevos gestos, con una pintura empastada y a espátula sobre tabla, o en los reinos extenuantes del grabado. El color lo llevaba en el fondo de los ojos; sólo tenía que despertarlo y avivarlo aún más. Lo hizo observando no sólo el agro en lontananza, esa naturaleza amada que le había dado el fulgor y la sombra; lo hizo alargando sus temas y sus estudios pictóricos hacia Italia. Quiso beber en todas las fuentes y en todas las iconografías: intuyó ya entonces, próximos a finalizar los años 70, que él se sentía un pintor de argumentos, un pintor narrativo desde el uso apasionado de la materia, un pintor histórico y un pintor de historias dispuesto a crear su propio mundo en connivencia con otras estéticas. Ahí estaban Arcimboldo o El Bosco, pero también los artistas del Renacimiento, y decidió abrazar una orientación neorrenacentista, o manierista, a la manera de Natalio Bayo. De ese viaje interior -que era el fin de partida de sucesivos viajes a Florencia, Roma o Venecia- surgió otra vibración de la claridad, un desorden incontenible de la creación y una vasta colección de paisajes fantasmagóricos, sí, fantasmagóricos, porque fluctuaban entre la decrepitud, la exuberancia, la alusión al vacuo y circunspecto poder, las narraciones góticas y una serie de personajes de época envuelta en una tormenta de rojos. Curiosamente, junto a un parentesco inequívoco con el Renacimiento, había huellas visibles del romanticismo y de un surrealismo que, incluso, creemos recordar, se permitió jugar con lo conceptual a la manera de René Magritte. ¿Recuerdan aquel caballero que se miraba al espejo y el azogue le devolvía desde el fondo a un monstruo?
Ese período fue determinante. El pintor Natalio Bayo afirmaba otros pilares de su mundo, la materia visual de su pintura y de su filosofía. Y lo fue ampliando afirmándose en la tierra del origen: Aragón, claro, y con Aragón sus vinculaciones con la legendaria Corona de Aragón, con la mitología de San Jorge, el dragón y la mujer (Natalio es un inagotable pintor de mujeres), la nobleza, los inquisidores, otros personajes como Aznar y Galindo o el Papa Luna, por citar ejemplos concretos. Pero como Aragón posee un vasto universo de tradiciones y leyendas, Natalio Bayo también ensanchó su campo de experimentación hacia el espacio legendario, el fértil territorio de la memoria mítica, siempre impregnado de un aire italianizante y, por supuesto, de una carga lírica incuestionable. Realmente, esa manera de recrear la realidad y los sueños nunca desaparecerá de su paleta, ni de sus grabados, ni de sus dibujos, ni de sus libros de artista, que los tiene de todo tipo y en multitud. Hacemos aquí una pequeña parada para recordar que quizá se trate del pintor que ha realizado el mayor volumen de trabajo de este tipo. Ahí están proyectos como “Vida de Pedro Saputo” (Oroel, 1989) con texto de Braulio Foz; “San Jorge, la doncella y el dragón” (Oroel, 1989) con fragmentos de Ana María Navales; “Aragón monumental y artístico” (Oroel, 1990), en el que colaboró con Gonzalo Borrás; “Chrysaor”(Oroel, 1995), donde ilustró un cuento sobre gladiadores en la antigua Cesaraugusta de Guillermo Fatás, que suponía una puerta de luminoso acceso al mundo grecolatino tan admirado por el artista, o “Canciones de amor” (Ehón, 1997), inspirado en los textos amatorios del cantautor José Antonio Labordeta. No citamos aquí todos los proyectos para no fatigar al lector.
Más tarde, a mediados de los años 80 también abrazó el universo pop, especialmente con un sesgo íntimo de abundantes guiños familiares. En los 90 volvió a los caballos, glosó a Monet, Gericault, De Chirico, Sánchez Cotán, a Goya probablemente y a Picasso, podríamos decir que invirtió al menos cinco años en esa nueva serie, fijó algunos asuntos clásicos que siempre le habían interesado, y continuó ahondando en sus bestiarios con dama, en sus caballeros, en sus retratos y autorretratos, en una producción muy extensa y coherente que avanza y se redondea, que se dilata en sugerencias e interpretaciones donde sigue restallando el cromatismo, las formas, los paisajes oníricos, las recreaciones y las continuas lecciones de historia.
Natalio Bayo es un pintor de obsesiones o, si se prefiere, de temas. Hemos hablado de su pasión por la mujer. En el fondo, y a la larga, es la gran protagonista de su trabajo de muchos años: pinta a las mujeres de todas las maneras y en todas las posiciones, en cualquier ambiente. Desnudas, provocativas, como diosas (veamos la obra “Granada” de 1991, ¿no nos sugiere a una diosa antigua y carnal que se alza desde la Alhambra ante un paisaje ideal del paraíso?), como compañeras cotidianas o como mujeres fatales, entre bestias, ya sea el elegante dálmata, el potro albino, el gato enigmático y solitario, una cigüeña o acaso un cisne que nos lleva a pensar en Leda. Esa presencia de las damas sigue presente con toda su potencia de sensualidad, de idolatría y de lascivia, como ocurre en “Viento indiscreto”, donde presumimos un viento que acaricia y descubre la porosa piel de la mujer que nos ofrece su cuerpo confiado, tendido sobre nieve y sueño.
Natalio Bayo también es un pintor de cabezas. Las pinta con esos sombreros que parecen árboles o banderas al viento, con turbantes de flores decrépitas o de plumas; las pinta con máscaras de toda índole que nos proponen siempre un sinuoso juego de identidades, en medio del opulento campo de batalla del color, esa tentación que no cesa. Esta muestra que nos ofrece el galerista y anticuario Carlos Gil de la Parra es un inventario y una síntesis de la labor del artista, una antología de la luz, la imaginación y el delirio de pintar. Nada menos que todo un mundo: el de la pasión por la pintura.
*Esta tarde, a las 19.30, en el Salón de Actos de la Librería Central, el pintor presenta Natalio Bayo. La pintura interminable* (Mira Editores), escrito por Rafael Ordóñez Fernández, crítico e historiador del arte, y por el editor Joaquín Casanova. [Hace algo más de un año, escribí este artículo sobre la obra y los temas y las obsesiones de Natalio, un autor al que le han dedicado extensas monografías estudiososo como Miguel Logroño, Cristina Gil Imaz o Gonzalo Borrás, entre otros. Autor de libros de bibliofilia o de artista, uno de sus últimos proyectos es Bestiario de Javier Tomeo, editado por Prames, e ilustrado con suntuosidad y cromatismo por el artista de Épila.]
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