EVOCACIÓN: VISITA AL PINTOR SANTIAGO LAGUNAS
El joven periodista apareció, casi sin avisar, con Manuel García Guatas, que acababa de encontrar y estudiar minuciosamente los bocetos de la decoración del cine El Dorado, un trabajo que duró 109 días en el verano de 1949 y que llevaron a cabo Santiago Lagunas y sus dos compañeros y amigos Fermín Aguayo y Eloy Laguardia. Allí estaba el maestro, Lagunas, en su casa llena de cuadros por todas partes: suyos, de sus compañeros de generación, de sus discípulos, pero también había esculturas, cristos, arte religioso. Estuvo sumamente amable, dispuesto a desandar –a través de una memoria aún oceánica- los días del pasado, dispuesto a avanzar por la senda del presente. Santiago Lagunas seguía pintando. Había recobrado su pulso de artista y le resultaba fácil teorizar sobre su vida y su obra. Su vida se convirtió en un cuento: el cuento del rebelde que se sacó de la manga, a golpe de intuición y ciencia artística, la abstracción en España.
Un pintor nace, se hace y se expande. Y él había nacido de una inclinación especial, desde muy joven, hacia la creación. Evocó sus primeros colegios, las visitas que realizó al estudio de su primo el pintor Salvador Martínez Blasco, las clases en el estudio-academia del profesor Boví y sus visitas a los bajos del Museo de Bellas Artes de Zaragoza y al taller de Joaquín Pallarés. ¿Cómo iba a olvidarse de aquellos muñecos de marquetería, que permitieron a su familia huir de la ruina, que él diseñaba y que pintaban sus hermanos Manuel y Pilar? Evocó la huella imborrable de su padre y la presencia tutelar de su esposa y musa Marichu Alberdi. Los dos estaban allí, en la casa, en dos cuadros espléndidos: él, filoso, con su severidad tranquila de pájaro; ella, rotunda y segura, miraba desde un lienzo que rezumaba vida, intensidad, potencia de ángel doméstico que a todo llega.
Recordó –confiado ya ante la grabadora- su traslado a Madrid en 1930, adonde había ido a realizar la carrera de Arquitectura, y algunos encuentros con Martínez de Ubago, Pío Baroja (“tan huraño conmigo como lo ha pintado la historia”, dijo) y con los grandes artistas del Museo del Prado, que fue una incitación esencial. Allí, ante los lienzos de Goya, Velázquez, Brueghel el viejo o El Bosco, intuyó sus posibilidades. En él, pareció decidirlo entonces, iban a convivir la pintura y la arquitectura. Terminó su carrera, que hubo de interrumpir durante la Guerra Civil, y volvió a Zaragoza. Regresó a las tertulias, a los encuentros con amigos, a las salidas al campo y a los paisajes de Euskadi, a los viajes. Frecuentaba los cafés Ambos Mundos y el Niké, y conversaba con un hombre esencial en su biografía: el librero José Alcrudo. Alcrudo había trabajado en el balneario Panticosa y en el Gran Hotel, y llevaba un estigma de dolor del que no debía hacerse ostentación alguna en la Zaragoza de posguerra: su padre y su tío, anarquistas, habían sido fusilados en los primeros días de 1936 en Valdespartera. En ese instante, era un librero inusual: se arriesgaba con libros insólitos que llegaban de Sudamérica o de Europa y había convertido el sótano de su kiosco del Paseo de la Independencia en un jardín clandestino de textos prohibidos, de catálogos inesperados, en una casa de citas de intelectuales incomodados. Allí se alimentaba Lagunas de las nuevas corrientes del arte europeo, y se quedaba fascinado con Picasso (lo estuvo desde que vio una muestra del artista malagueño en la Carrera de San Jerónimo), con Miró, con Braque, con Matisse o con Paul Klee, a quien admiraría mucho Lagunas por sus signos, su sentido musical de la partitura, cada uno de sus cuadros es como un pentagrama a color de una melodía que sólo suena en el oído interior, y su misterio. Santiago Lagunas le dijo entonces al joven periodista: “Toda la obra de Paul Klee es un absoluto misterio”.
En medio de esa travesía sentimental en los vendavales del tiempo, en el abanico de la memoria, añadió el maestro: “Llevaba ya algún tiempo pintando, haciendo pintura figurativa, retratos y paisajes con una atmósfera propia. Durante una estancia en Jaraba, mientras diseñaba un almacén de dos plantas, pensaba yo sobre el paisaje y mi propio trabajo, deseaba atrapar algo que se saliese de un natural vulgar, y de golpe se me abrió la luz del cubismo y ahí empezó todo”. Y ese todo quería decir la abstracción, el primer grupo Pórtico de nueve pintores (entre ellos su hermano Manuel) que presentó en abril de 1974 la librería con cuidado catálogo, decorado con el anagrama de Antonio Ángel Mingote, en el Casino Mercantil. Se detuvo un momento en sus dos compañeros esenciales: Eloy Laguardia, que acabaría siendo su cuñado, tras una apasionada historia de amor, y Fermín Aguayo. A ambos los había conocido como soldados, luego como delineantes, y finalmente se habían convertido en sus ayudantes y en dos pintores con personalidad propia, con un contundente “y atormentado” sentido de la pintura. Con ellos expondría en Madrid, en Santander, haría el proyecto “más moderno de decoración arquitectónica de Europa” que fue El Dorado y desarrollaría una pintura pionera, incomprendida y criticada en Zaragoza, donde eran conocidos como “el tercio extranjero”. Dijo Lagunas al joven periodista: “Nos perdíamos en la mancha, en el trazo, en los signos, en la geometría. Queríamos hacer un arte que se refiriese al inconsciente, pero a la vez yo siempre me he considerado un artista muy reflexivo, intelectual, como podía serlo Picasso. Teníamos derecho a decir lo que pensábamos, teníamos derecho a pintar lo que pintábamos”.
¿Cómo no iba a evocar la ruptura del trío? No dijo ruptura, exactamente. “Éramos íntimos amigos para siempre”, matizó. Santiago Lagunas habló de las dificultades, de que tuvo que decidirse entre su trabajo de arquitecto, su propia familia o la apuesta por un arte radical que sólo le traía hostilidades e incomprensión. Dijo que había dibujado mucho, que había tomado muchas fotos con sus dos Leicas –su hermano Manolo era su mejor cómplice en las tomas y en el trabajo de laboratorio, instalado en el baño de su casa de Coso 92-, que había escrito bastante, incluso algunos sonetos perdidos para siempre. Eloy Laguardia se enamoró y se fue a Madrid; Fermín Aguayo, reclamado por el médico José Uriel, se fue a París a cumplir un viejo sueño. Para los tres empezaba una nueva vida.
Lector constante de San Juan de la Cruz, lector constante de otros místicos como Santa Teresa de Jesús o Fray Luis de León, pero también de Fïodor Dostoievski y James Joyce, Santiago Lagunas desembocó en una crisis religiosa que se prolongó durante 20 años, 20 años en los que no dejó de trabajar en innumerables edificios. Participó en la revista “Ansí”, con José María Aguirre, J. B. Uriel, A. Lamana, Miguel Labordeta o Manuel Derqui, diseñó sus portadas y dirigió sus tres últimos números: 6, 7 y 8; colaboró con “Despacho literario” de Miguel Labordeta, hizo portadas de libros... En 1974 volvió paulatinamente a la pintura, “en realidad no de he dejado nunca de pintar ni de hablar de pintura con los amigos; volví renovado, pero hundido igual que antes en las raíces de la abstracción”, subrayó, y en los 80 expuso en el Mixto-4. Luego le llovieron los premios y se produjo una reivindicación de Pórtico, de su obra, de la abstracción, en exposiciones, en historias del arte, en consideración social. Le explicó al intruso –que repetiría esas visitas, junto a Manuel Val, a Úrsula Heredia, con sus hijas Ana María y María Pilar como testigos-: “La abstracción es la capacidad de trascender la realidad. Es un proceso complejo, no cabe duda, y laborioso. La realidad se puede percibir, como el esplendor y la gloria, como la huella del ala del ángel, y nos puede llegar en forma de palabras, de sonidos y de formas que nos permiten hacer algo analógico. Eso es el arte: una realidad interior, una luz que se enciende, algo que está fuera de lo humano. San Juan de la Cruz lo percibe con claridad y su ‘Cántico espiritual’ es fruto de esa adivinación, de un diálogo del inconsciente. El arte requiere una abstracción total. Nosotros teníamos la clara conciencia de que el arte era una cosa propia del corazón y también de la cabeza”.
Habían pasado varias horas de una mañana inolvidable. El joven periodista salió a la calle con una carpeta de dibujos del maestro. Junto a la firma, había una especie de estrella de cinco puntas, un insecto que parecía enroscarse en un gran ojo y una leyenda: “La vida se le presentó al pintor y al hombre que soy con sus caracteres verdaderos: el dolor y la fe. Santiago Lagunas”.
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