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Antón Castro

HENRI CARTIER-BRESSON CUMPLIRÍA UN SIGLO

HENRI CARTIER-BRESSON CUMPLIRÍA UN SIGLO

[El 22 de agosto, tal día como hoy, hace 100 años, nacía el fotógrafo Henri Cartier-Bresson, que será objeto de numerosos homenajes en su Fundación, creada en 2003. Recupero este artículo, que es una lectura de la biografía de él que publicó el gran Pierre Assouline, en Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. La foto es de Cartier-Bresson y está tomada en Harlem en 1947. Bresson ya no vive, claro, falleció nonagenario en los primeros días de agosto de 2004, cuando iba a cumplir 96 años.]



Pierre Assouline, biógrafo de Simenon, Gallimard o Hergé, se acercó casi por azar al “fotógrafo vivo más grande del mundo”, se quedó fascinado con él y al final, tras años de trabajo, ha compuesto una biografía animada por esta frase: “La verdad no está en la exhaustividad sino en los intersticios”. Y por ellos se mete, en ellos hurga con delicadeza, pero sin descanso. El retrato del niño que fue Henri Cartier-Bresson, el mayor de cinco hermanos, es complejo y completo. Descendiente de campesinos con tierras que suministraban heno a las caballerías e hilanderos del algodón con un importante imperio, siempre se mostró como un inadaptado.

Veía a su padre en el despacho (era aficionado al dibujo, a la pintura y al diseño de muebles), pero su debilidad era su madre, una mujer elegante y bella, de una rara sensibilidad, que vivía entre la incertidumbre, la lectura constante y las notas del piano. Fue ella quien puso en su mano el “Cantar de los cantares” y quien lo llevó a las galerías del Louvre. Cartier-Bresson vivía de castillo en castillo, y pronto empezó a frecuentar los talleres de pintores. Alternaba la pintura con la flauta. Fue un mal estudiante, negado para la geometría, y fascinado por Rimbaud, que era su modelo de vida, y por Baudelaire, Proust o Alessandro Manzoni.


Iba a ver las películas mudas de su época y se apuntó a la academia Lhote para hacer pintar al óleo. Permaneció dos años y aprendió cosas esenciales: “el principio es la geometría”, la pasión de la composición, cuestiones de escala, el poder de la línea, la pureza del lenguaje pictórico y el ritmo interior de un cuadro. Algo que será esencial en su futura condición de fotógrafo de retratos y reportajes.

Parecía escrito que Henri Cartier-Bresson, que detestaba la vida práctica y los negocios, intentase ubicarse en el mundo de creación. Comenzó a frecuentar a los surrealistas, que le marcaron decisivamente, aunque no conectó por completo con su ideología. Frecuentó el salón de Gertrude Stein, que le dijo: “Jovencito, más le valía que se dedicase a los negocios de su familia!”, a Breton, a René Crevel o a André Pieyre de Mandiargues, amante entonces de la pintora Leonor Fini. Fue su cómplice. También conoció a Luis Buñuel, al que admiraba por su fuerza y su sarcasmo.

De repente, en medio de una crisis creativa y de amor (se enamoró perdidamente de Gretchen, la compañera de su amigo Peter Powel, aficionado a la foto profesional), decidió emprender un viaje determinante a África: estuvo en Sierra Leona y se jugó la vida. El hombre que volvió de la selva era otro: retornó metamorfoseado, nos dice Assouline. Poco después, en Marsella, deslumbrado por una foto de tres negros en canoa de Martín Munkacsi, adquirió una cámara Leica que iba a ser la fiel compañera de sus idea, una cámara que se ajustaba a sus obsesiones y a la búsqueda del número áureo. Assouline cuenta que esa adquisición fue como otra de Morand: “A los doce años me regalaron una bici; ya no han vuelto a verme”.

Cartier-Bresson empezó a tomar sus primeras fotos y decidió hacer un viaje por Europa, en un Buick, con Mandiargues y Fini. Las cosas no fueron demasiado bien, pero en aquella travesía (solían bañarse desnudos y discutir a muerte; de hecho estuvieron enemistados luego durante una década), Cartier-Bresson no podía saciar su “apetito visual”. Buscaba la foto única, no necesariamente bella, y creyó que podía encontrarla en España, adonde vino en 1933, porque consideraba que “España en sí misma es una tierra surrealista, dividida entre el ‘ser’ y el ‘estar’”.


Ese viaje tendría continuidad en otro esencial: se marchó a México, amó a Lupe Cartier, tomó fotos increíbles, de calle casi siempre, y expuso junto a Manuel Álvarez Bravo. A partir de entonces, a pesar de que en 1935 quiso dejar la foto para siempre, su actividad sería imparable: se convirtió en ayudante de dirección de Jean Renoir (Buñuel lo rechazó), estuvo como documentalista de cine en la Guerra Civil español pero no realizó ningún disparo con su cámara, combatió contra los nazis con la categoría de cabo, fue apresado y estuvo tres años confinado, siguió haciendo cine, y se marchó a la India, donde retomó su oficio de reportero y captó a Gandhi en actitud de faquir.


También estuvo en Nueva York (el joven Truman Capote dijo de él: “HCB es, artísticamente hablando, un hombre solo, una especie de fanático”) y publicó en 1952 un libro capital: “Images à la sauvette”, y más tarde “Los europeos•”. En 1947 fundó con Capa, George Rodger y David Szymin, “Chim”, la agencia Mágnum.
Continuó tomando fotos y llegó a ser considerado uno de los más grandes del mundo con Walker Evans o Alfred Stieglitz. Tal como le había dicho una vidente, se casó con una bailarina javanesa y luego con la fotógrafa Martine Franck (30 años más joven que él), pero siempre trabajó sin descanso, con un sentido admirable de la composición y del “momento decisivo”, y con una entereza sin parangón: era capaz de sacrificar una foto importantísima por una conversación. El libro, casi una biblia cultural, se lee con placer y está salpicado de las teorías de Cartier-Bresson.

CINCO CLAVES DE CREACIÓN


I. UN FOTÓGRAFO. Henri-Cartier Bresson nació en Chanteloup, en la región de Normandía, en 1908. Tuvo una infancia casi ideal, ociosa, llena de lecturas, sobreprotegida, pero a la vez muy literaria. En el colegio, el bedel le dejaba un despacho para que leyese. Luego frecuentó distintos “ateliers” importantes de pintores, algunos habían sido discípulos de Degas o Manet; estudió en Cambrigde y finalmente, casi por azar, afirmó su condición de artista, de pintor, de fotógrafo, de reportero, de ayudante de dirección de Jean Renoir. La fama le llegó en la posguerra, donde era considerado un mito. Alguien lo definió como un “testigo de su tiempo, tenso, móvil, imposible de localizar”.


II. EL MOMENTO DECISIVO. Recibió todo tipo de elogios y se vio forzado a establecer una teoría, casi por error. Alguien dijo de él que “HCB tiene un gran talento para hacerse olvidar”, y eso le permitía disparar en el momento exacto, en que todo cobraba una nueva dimensión, vida. Las líneas geométricas convergían como un sortilegio. Dijo: “Nada hay en el mundo que no tenga su instante decisivo, y la regla de oro de la buena conducta es conocer y aprovechar ese momento. Si dejamos que se nos pase la Revolución de los Estados Unidos, corremos el albur de no volver a encontrarlo o de no advertirlo”. Y agregó, a propósito del retrato: “Con él no hay trucos ni recetas que valgan”.


III. EL IMPULSO INTERIOR. Es curioso: parece que Henri Cartier-Bresson siempre estuvo luchando para no hacer fotos. Al principio, su carrera iba hacia la pintura, pero renunció a ella y quemó todas sus telas. Luego, tras su estancia en África, descubrió una cámara Leica y la compró. Fue su tercer ojo, o quizá el primero. Dice Assouline que es difícil en la historia de la fotografía encontrar una ligazón tan íntima entre un artista y un instrumento. ¿Por qué trabajaba así? Quizá hablase de sí mismo cuando definió a Robert Capa: “Era un aventurero dotado de ética, un anarquista hecho y derecho. Era pura gracia y vitalidad, soltura, exuberancia y encanto”. Las frases nos recuerdan demasiado a él mismo.


IV. CIUDADANO DEL MUNDO. Podríamos decir en todas partes. Estuvo en Sierra Leona, en México, donde se quedó perplejo por la fuerza de la vida (desde aquella estancia en 1934 se sintió “un francés de México”), en España, donde estuvo en varias ocasiones (quizá sintió celos de que mientras Capa se había hecho mundialmente famoso con las fotos de la Guerra Civil; él estuvo en retaguardia con una cámara de cine), en Estados Unidos (y en concreto en Harlem), en la India, en Inglaterra,
etc. Fue el fotógrafo de los grandes artistas, desde Matisse a Giacometti, desde Bonnard a Picasso, desde Faulkner a Ezra Pound o Stravinski, y nos legó algunos de los retratos más admirables de todos los tiempos.


V. TODO UN SIGLO. Henri Cartier-Bresson es el ojo del siglo, como titula Pierre Assouline su libro. Estuvo en los lugares básicos de la historia del siglo XX. En la guerra española, donde se debatía una libertad universal, en la II Guerra Mundial (fue apresado e intentó huir tres veces; lo consiguió al final y rodó la película “Le retour”), en China y en la India o en el desembarco de Normandía. Cartier-Bresson, como Robert Capa o George Rodger, Weegee o Walker Evans, fue un testigo imprescindible de su tiempo. A mediados de los años 70, cansado de la fotografía, decidió volver al dibujo y la pintura. Assouline recuerda que como fotógrafo es único, como dibujante y pintor hay miles como él.



EL RETRATO O EL PODER DEL ROSTRO


No es un fotógrafo nada convencional Henri Cartier-Bresson. Algunos han definido su mirada como sádica. En cualquier caso era (es) una mirada profunda, atenta, con voluntad de escrutar, pero también era una mirada que sabía esculpir, depurar, era una mirada con referencias culturales, una mirada que había asimilado muy bien las técnicas pictóricas en todo lo que se refiere a la composición. Artista de mirada poliédrica, persuasivo e invisible (dice Assouline: “sus obras vuelven visible lo invisible”), también se recuerda que siempre estuvo “lejos de lo anecdótico y lo más cerca posible de la íntima verdad de la gente”. Él explicó así sus retratos: “Me gustan los rostros, lo que significan, pues todo está escrito en ellos... Ante todo soy reportero, sí, pero también hay algo más íntimo. Mis fotos son como mi diario; reflejan el carácter universal de la naturaleza humana”. “El ojo del siglo”, traducido por Juan Manuel Salmerón, destila conocimiento, emoción, erudición. Abarca una vida irrepetible: la del cíclope que ve.

 

El ojo del siglo. Pierre Assouline. Traducción de Juan Manuel Salmerón. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona.

 

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