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Antón Castro

EL ALASKA Y EL CHICO DEL BIGOTE. Por RODOLFO NOTIVOL

EL ALASKA Y EL CHICO DEL BIGOTE. Por RODOLFO NOTIVOL

[Rodolfo Notivol, autor de un personalísimo libro de relatos, Autos de choque (Xordica), acababa de escribir este texto sobre la historia de amor de sus padres cuando yo colgué el bar Alaska, tras recibir la bella foto de Rafael Castillejo, el desván de curiosidades de la ciudad. Rodolfo me ha enviado el texto completo y lo cuelgo aquí gustoso. Es una historia de amor y de amistad.]

 

"Tenía una amiga. Se llamaba Palmira. Vivía a pocos metros de mi casa, en un corralón de Ramón y Cajal, frente al hospital militar. En la esquina había una fábrica de helados que se llamaba “Lechefri”, al lado, de otra de cuerda y liza. No recuerdo bien dónde ni cómo la conocí, pero éramos unas crías. Palmira venía a casa y jugábamos en el jardín. Algunas tardes, mi madre le preparaba algo para merendar. Comía con ganas, en su casa no andaban sobradas de comida. A mi madre le caía bien. Sabía que su padre había estado en la cárcel por política como sus hermanos y no le importaba que fuera amiga suya. Pero me tenía prohibido ir a su casa.

“Es buena chica”, decía. “Son buena familia. Pero que no me entere de que vas a su casa. No sabemos si todavía puede estar allí “la infección” ”, decía.

“La infección” era la tuberculosis. El padre de Palmira la había llevado de la cárcel a casa y había muerto a los pocos meses de salir. Luego, le tocó a la hermana mayor de Palmira.

Pasaron los años, mi madre se olvidó de “la infección” y yo subía a buscar a Palmira a su casa para dar nuestros paseos las tardes de los sábados y los domingos. Me gustaba hacerlo porque así podía ver a su madre.

Su madre era lo contrario de la mía.  Rubia, delgada y pálida, con unos bonitos ojos azules y, sobre todo, con una voz suave, muy dulce, que nunca levantaba más de lo necesario. Todavía era joven y guapa, pero parecía cansada y triste. Se llamaba Carmen, como su hija mayor.

El piso era pequeño y más pobre que nuestra casa. Dos dormitorios y una cocina que estaba siempre ordenada. En la cocina sólo había una mesa camilla y una alacena vieja. Sobre el último estante había una fotografía del padre de Palmira y otra de su hermana. Carmen, la hermana muerta de Palmira, se parecía a su padre; Palmira a su madre. Nos sentábamos alrededor de la mesa camilla y tomábamos media taza de leche caliente, a veces con un poco de achicoria, y unas galletas. Casi no hablábamos, pero a mí no me importaba. Disfrutaba de aquel silencio imposible en mi casa. La señora Carmen se sentaba siempre en el mismo sitio, frente a la alacena, de espaldas a la cocina de carbón. Algunas tardes, hablaba con su hija de su marido. A mí me gustaba creer que con intención de que yo también escuchara, como si que lo hiciera fuera importante para ella. Hablaba de él con respeto y cariño y, aunque no podía evitar mientras lo hacía lanzar miradas lánguidas a las fotografías de la alacena, siempre contaba cosas alegres que habían hecho juntos. Yo entonces era sólo una “pollita” y me gustaba imaginar que aquella mujer había escogido ese sitio en la mesa para poder ver siempre aquellas fotografías y que, cuando nos íbamos, se quedaba allí sentada y pasaba horas mirando las imágenes de su hija muerta y de aquel hombre al que había querido tanto. Y suponía que a mí me pasaría lo mismo, que encontraría un hombre al que poder querer de aquella forma 

¡Qué tonta era!

Cuando salíamos de aquella casa, me sentía tan bien que me parecía querer a Palmira más que a mis propias hermanas. La cogía del brazo y nos íbamos a pasear hechas unos pimpollos. No teníamos dinero para otra cosa, ni siquiera para ir al cine. Subíamos por Requeté Aragonés hasta Independencia y recorríamos el Paseo de punta a punta, una y otra vez. Cuchicheábamos, estirábamos el cuello y nos hacíamos las interesantes. Podíamos ver pasar las mismas cara siete u ocho veces en una tarde, como en un carrusel de caballitos.

En la esquina de Independencia con Requete estaba el “Alaska”, un café con música. En la puerta, bajo los porches, se ponían grupos de chicos y te decían cosas al pasar. Uno de esos chicos parecía estar allí todo el día, siempre dispuesto a meterse con mis calcetines. Decía que si no era mayorcita ya para llevar calcetines.

Eran unos calcetines de lana cortos y blancos. Lo único realmente mío que llevaba puesto. Los compraba mi padre a plazos en una tienda de la calle Azoque. El resto era ropa usada. Nos la daban las monjas del hospital de la que recogían para la caridad o las mujeres de los médicos cuando se cansaban de llevarlas. Además, yo tenía sólo quince años y aunque hubiera podido comprar medias en casa no me hubieran dejado ponérmelas.

Aquel chico que se metía con mis calcetines era delgado, de labios finos y pelo negro y brillante y, aunque sólo tenía dos años más que yo, se había dejado un bigotito para aparentar mayor. Así que Palmira y yo empezamos a llamarle “el chico del bigote”.

Cada vez que pasábamos por el “Alaska”, Palmira se reía y me decía que el “chico del bigote” me haría cosquillas cuando me besara, porque yo le gustaba y le parecía que él a mí también. Yo lo negaba y le decía que si era tonta. Pero la verdad es que aquel “chico del bigote” me parecía muy guapo.

Una tarde, salimos a dar nuestro paseo con un poco retraso, habíamos tenido que esperar porque poco antes había caído el diluvio universal. Al pasar junto al “Alaska”, el “chico del bigote” asomó la cabeza y volvió a recordarme lo de mis calcetines. Yo estaba harta. Le di la espalda y bajé la acera para alejarme de él. En el suelo, junto al bordillo, había un agujero lleno de agua, y allí fue a parar mi pie. El pie entero, hasta el tobillo, con zapato y calcetín. Las carcajadas de aquel chico desde se oyeron por todo el Paseo. Saqué el pie del charco y, aunque estaba furiosa, me marché como si no hubiera pasado nada. Fui toda la tarde chapoteando dentro del zapato, llena de vergüenza, con un calcetín blanco y el otro negro.

Durante más de un mes no volví a cruzar por delante del “Alaska”. Llegábamos a Independencia por la calle Cádiz y nos cambiábamos de acera. Una tarde, cuando ya nos íbamos a casa y yo casi le había olvidado, “el chico del bigote” dio un salto desde detrás de una de las columnas del porche y se plantó delante de nosotras.

“Ya era hora”, dijo. “Toma, esto es para ti. Llevo un mes cargando con ellas.”

Sacó un paquete plano, como un sobre grande, del bolsillo de la chaqueta y me lo puso a un palmo de la cara. Yo seguía enfadada y me dieron ganas de darle un manotazo y tirárselo al suelo. Pero no me dio tiempo. Mientras me lo pensaba, asomó sus ojos por encima del paquete y dijo:

“Bueno, lo coges o no”.

Y lo cogí.

No pude ponerme aquellas medias hasta un par de años más tarde, cuando ya estaba harta de llamar Juan a aquel “chico del bigote”, que  ya era mi novio formal y había subido a casa. Por entonces ya no veía a Palmira. A Juan no le gustaba que saliéramos los tres juntos ni siquiera de vez en cuando y supongo que esos días mi mirada se parecía demasiado a la de madre de Palmira cuando miraba aquella fotografía de la alacena."

 

5 comentarios

Rafael Castillejo -

No imaginaba que mi "foto de la semana" iba a coincidir con tan bello relato. Precioso.

www.rafaelcastillejo.com

Magda -

Qué historia más bonita, bellamente escrita, plena de amor con todo y los problemas pasados, pero también con sus emociones y alegrías. La vida misma.

Sin duda, el lenguaje y la experiencia nunca pueden separarse...

May -

Efectivamente: hermoso y evocador en cada detalle ( alacena, cocina de carbón, compras a plazos, ropas...)Para reflexionar nuestros hijos, ciertamente, porque aquéllo era real.

Luisa -

¡Cuánta evocación, pero también cuánta dignidad en este relato!
Muy bueno.

EH -

¡Qué hermoso relato! Gracias por colgarlo, Antón.